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No todos igual.

Lo había sentido al abrazar a Nadja. También al acercarse a Rosalyn y a Craig. Curiosamente, pese a todo su entusiasmo, Clissot parecía neutra, y a Valente le ocurría otro tanto. El Impacto. Nos ha tocado a nosotros esta vez.

La alegría del resto del equipo continuaba, pero Silberg, sudoroso (aunque incapaz, al parecer, de quitarse la corbata), los reunió con su poderoso vozarrón.

– Un momento… Hemos olvidado las consecuencias del Impacto. Me gustaría que me dijerais qué estáis sintiendo…

A Elisa le habría gustado decirlo, pero no pudo. Vio que Blanes la miraba y huyó de la sala de proyección por la puerta lateral, en dirección a su cuarto. Al llegar se encerró en el baño. Tenía deseos de vomitar, pero solo logró arcadas secas. El baño pareció ondular entonces. Elisa se sujetó a las paredes como si se encontrara en el interior de un barco sin tripulación sometido al capricho de las olas. Sabía que se caería si seguía de pie, de modo que decidió apoyarse en el suelo, dobló las rodillas y sintió dolor en las rótulas al chocar contra la plancha metálica. Quedó a cuatro patas, con la cabeza gacha, como esperando que alguien viniera y se apiadara de ella. ¡No, no, que no venga nadie, que no me vean!

De pronto todo pasó.

El final fue tan inesperado como el comienzo. Se levantó y se lavó la cara. Volvió a identificar su imagen en el espejo. Era ella, no le sucedía nada. ¿Qué clase de pensamientos raros habían caminado como arañas por su mente? No podía entenderlo.

Y no quería perderse por nada del mundo la siguiente proyección.

Se trataba de una ciudad, en sí misma poco sorprendente; grande, hecha de piedra, pero con no demasiadas pretensiones. Sin embargo, al igual que le había ocurrido con la imagen de los dinosaurios, se impresionó de lo bella que resultaba. Había un deseo en aquellas formas, en la poderosa muralla que la rodeaba, en los bucles de calles y tejados, en la disposición de las torres, que constituía un golpe de hermosura para los ojos. Una perfección física y salvaje, alejada del mundo en el que ella vivía. ¿Hasta tal punto las cosas antes -objetos, ciudades, animales- eran tan hermosas? ¿O las actuales habían desembocado en tanta fealdad? Pensó que parte del Impacto podía deberse a eso: a la añoranza de la belleza perdida.

– El templo… El pórtico de Salomón no lo vemos… -Silberg era un cicerone en medio de la oscuridad-. La fortaleza Antonia… Eso de allá debe de ser el Pretorio, Rosalyn… Todo nos confunde, ¿eh? Todo es tan… nuevo… Y digo bien: nuevo. El edificio semicircular es un teatro… Hay cosas colgadas de las ventanas…

– Enseñas romanas -dijo Rosalyn Reiter con voz pesarosa.

Elisa contenía la respiración. Sabía que no lo verían. No tendrían tanta suerte. Era como encontrar una aguja entre millones de pajares vacíos.

Silberg afirmaba que era más probable verlo en la cruz que moviéndose por las calles. Pese a todo, Reiter y él habían procedido hacia atrás en el cómputo: el día 15 de nisán se citaba como el día de su muerte en los Sinópticos, y el 14 en Juan. Silberg se decantaba por Juan, lo cual equivalía a un viernes de abril. Poncio Pilatos había gobernado del 26 al 36 de nuestra era, por lo que destacaban dos fechas posibles: 7 de abril del 30 o 21 de abril del 33. Pero existía otro dato: Sejano, comandante de la guardia pretoriana en Roma y partidario de aplicar mano dura contra los judíos, había muerto en el año 32, y el emperador Tiberio se había manifestado en contra de esa postura. Si Sejano ya había muerto, se comprendían mejor las reticencias de Pilatos a la hora de condenar a aquel carpintero hebreo. Lo cual apuntaba al 33 como año más probable.

Silberg y Reiter habían escogido un tiempo preciso (una «apuesta», lo llamaba Silberg): los días de abril previos al 21 del año 33.

– Era una sola persona en una ciudad de setenta mil, pero armó cierto alboroto… Quizá… podamos ver algo indirectamente… Comprender algo por el movimiento de la gente… Pero no había gente por ninguna parte. La ciudad parecía vacía.

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo? -inquirió Marini-. El ordenador encontró personas…

– Hay más cuerdas abiertas, Sergio -dijo Craig-. No sabemos a qué momento temporal exacto pertenece ésta… Quizá la gente estuviera…

Pero el siguiente corte hizo que Craig se interrumpiera. La cámara descendió hacia una calle en pendiente y hubo un salto hacia otra cuerda temporal. De pronto el silencio en la sala se convirtió en una tumba.

Por el lateral izquierdo de la pantalla despuntaba, inmóvil, una silueta.

Era negra como una sombra. Llevaba lo que parecía ser un velo sobre la cabeza y sostenía algo blanco, quizá una cesta. El zoom no permitía distinguirla con nitidez; de hecho, su imagen, estaba parcialmente disuelta. Ocasionaba cierto temor verla allí, en contraste con la claridad que la rodeaba: una silueta difusa y negra. Pero el aspecto no parecía dejar lugar a dudas.

– Una mujer -dijo Silberg.

Elisa reprimió un escalofrío. Pensaba que ni siquiera dos hierros al rojo acercándose a sus globos oculares le habrían hecho cerrar los ojos en aquel momento, no digamos el posible Impacto que sufriría. Atesoraba, devoraba la imagen con sus cristalinos hambrientos, bañada en la saliva de las lágrimas. El primer ser humano del pasado que contemplamos. Allí quieta, en la pantalla. Una mujer real que vivió realmente dos mil años antes. ¿Adónde iría? ¿Al mercado? ¿Qué llevaría en la cesta? ¿Habría visto predicar a Jesús? ¿Lo habría visto entrar en la ciudad a lomos de un asno y habría agitado un ramo?

La imagen pasó a otra cuerda no consecutiva y la figura pareció saltar varios metros, situándose en el centro. Continuaba inmóvil, envuelta en sus ropajes oscuros, pero su postura indicaba que había sido «fotografiada» desde arriba mientras caminaba de izquierda a derecha por la calle en pendiente.

Hubo otro salto. La figura no se desplazó esta vez. ¿Se habría detenido? El ordenador efectuó un zoom automático y se centró en la mitad superior de la imagen. Silberg, que había empezado a hablar, se interrumpió bruscamente.

Entonces sucedió algo que a Elisa le cortó la respiración. Tras otro corte, la figura apareció vuelta de lado, la cabeza alzada, como si estuviese mirando hacia la cámara. Como si los estuviera mirando a ellos.

Pero no fue eso lo que provocó los gritos y el revuelo de sillas y cuerpos en la oscuridad.

Fueron sus facciones.

Blanes era el único que permanecía realmente quieto, sentado en una esquina de la mesa. En la opuesta, Marini jugaba con un rotulador como un mago practicando su truco favorito. Clissot tamborileaba sobre la mesa. Valente parecía más interesado en contemplar la isla, pero su nerviosismo se notaba en el cambio constante de postura. Craig y Ross aprovechaban cualquier excusa -recoger vasos, servirlos- para ir y venir de la cocina. Silberg no necesitaba excusas: era un toro encerrado en un corral demasiado pequeño.

Elisa, sentada frente a Marini, los miraba a todos por turno, deteniéndose en los detalles, los gestos, lo que cada uno hacía.,. Eso la ayudaba a no pensar.

– Debe de ser una enfermedad -dijo Silberg-. Lepra, quizá. En aquella época era epidémica y devastadora. Jacqueline, ¿usted qué opina?

– Tendría que verla con más detenimiento. Es posible que se trate de lepra, pero… resulta extraño…

– ¿Qué?

– Que le faltaran los ojos y gran parte de la cara y, aun así, pareciera caminar como si pudiera ver perfectamente.

– Jacqueline, disculpe, no sabemos si caminaba «perfectamente» -apuntó Craig con educación parándose frente a ella-. Las imágenes saltaban. Entre cada una puede haber dos segundos de lapso, o quizá quince. No sabemos si andaba tambaleándose…

– Ya comprendo -asintió Jacqueline-, pero, por otra parte, el destrozo era demasiado grande para la lepra que conocemos. Aunque quizá, en aquella época…

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