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A Elisa le tocaba colaborar en el turno de limpieza, algo descuidada en los últimos días, y se entregó con afán a la tarea. Coincidió en la cocina con Blanes. Ver a Blanes secar platos era un espectáculo que no hubiera imaginado que contemplaría alguna vez, sobre todo cuando asistía a aquellas tensas clases en Alighieri: la convivencia en la isla deparaba ese tipo de cosas.

Súbitamente, se produjo un silencio. En el umbral de la cocina había varias caras largas. Colin Craig fue el encargado de decirlo.

– Las dos muestras de imágenes se han dispersado.

– No lloréis -intentó bromear Marini-, pero eso significa que habrá que ponerse a calcular de nuevo.

Nadie lloró entonces. Después, a solas, quizá sí lo hicieron. Elisa estaba segura de que lloraban, igual que ella, porque todos amanecían con los ojos rojizos, arrugas de cansancio y pocas ganas de hablar. La naturaleza pareció unirse al luto y convocó, en los últimos días de agosto, espesas nubes y una lluvia cálida y oblicua. Era época de monzones, advertía Nadja, que conocía gran parte del planeta: «Los meses de verano son los del monzón del suroeste, el hulhangu, cuando la lluvia es más intensa y frecuente, como en las Maldivas». Desde luego, ella nunca había visto una lluvia así: era como si no fuesen gotas sino hilos. Millones de hilos agitados por titiriteros enloquecidos que golpeaban techos, ventanas y paredes y producían no un repiqueteo sino una especie de perenne ronquido gutural. A ratos Elisa elevaba la vista como un zombi, contemplaba los elementos desatados en el exterior y le parecía que constituían buen reflejo del estado de su mente.

El primer lunes de septiembre, tras mantener una discusión especialmente áspera con Blanes, que le había reprochado la lentitud de su trabajo, sintió una rara, empalagosa amargura. No lloró, no hizo nada: se quedó frente al ordenador del laboratorio de Clissot, rígida, pensando que jamás volvería a levantarse. Transcurrió el tiempo. Quizá horas, no estaba segura. Entonces olió un perfume y sintió una mano suave como la caída de una hoja de árbol sobre la piel desnuda de su hombro.

– Ven -le dijo Nadja.

Si Nadja hubiese empleado cualquier otro tipo de estrategia, por ejemplo las invectivas (tan prodigadas por su madre) o los razonamientos (que solían provenir de su padre), Elisa no habría obedecido. Pero la tersura de sus gestos y el dulce calor de su voz obraron a modo de sortilegio para ella. Se levantó y la siguió, como una rata hipnotizada por una melodía.

Nadja estaba vestida con recios pantalones y botas que le quedaban algo grandes.

– No quiero ir a la playa -dijo Elisa.

– No vamos a la playa.

La llevó a su habitación y le indicó un grueso bulto de ropa y otro par de botas. Elisa logró reír al comprobar que no le quedaban tan mal aquellas prendas.

– Tienes anatomía de soldado -dijo Nadja-. La señora Ross dice que esos pantalones y botas fueron encargados para los soldados de Carter.

De aquella guisa, y tras untarse una crema de olor extraño que Nadja calificó como «repelente de mosquitos» -a ella le pareció «repelente», a secas-, salieron al exterior y caminaron hacia el helipuerto. No llovía, pero en el aire parecía haber como una lluvia acechante, camuflada. Los pulmones de Elisa se llenaron de eso, y de perfume de vegetación. El viento, norteño, producía un tránsito de nubes que ocultaban y revelaban el sol casi cada segundo, convirtiendo la luz en las imágenes de una película estropeada.

Dejaron atrás el terrizo del helipuerto. Frente a la casamata de los soldados vieron a Carter charlando con el tailandés Lee y el colombiano Méndez, que en aquel momento montaba guardia en la zona de la verja que daba a la selva. Lee le caía muy bien a Elisa, porque siempre sonreía al verla, pero con quien más hablaba era con Méndez, que en aquel momento le mostró toda la dentadura brillando en su rostro moreno. A ella ya no le impresionaban tanto los militares como al principio: había descubierto que detrás de aquellos duros caparazones de metal y cuero había personas, y ahora se fijaba más en estas últimas que en el disfraz.

Cruzaron frente al almacén donde se guardaban municiones, armas, equipo técnico y el depurador de agua potable y Nadja eligió una vereda paralela al muro de jungla.

La famosa selva, que a Elisa le parecía de lejos no más que un breve trecho de árboles y barro, se volvió mágica cuando se adentró en ella. Saltó como una niña sobre las enormes raíces musgosas, se maravilló con el tamaño y la forma de las flores y escuchó los infinitos sonidos de la vida. En un momento dado, un avión de aeromodelismo de color negro y marfil le pasó zumbando frente a los ojos.

– Caballito del diablo gigante -explicó Nadja-. O libélula helicóptero. Esas manchas negras en las alas son pterostigmas. En ciertas culturas del sudeste asiático los identifican con almas de muertos.

– No me extraña -admitió Elisa.

De pronto Nadja se agachó. Al levantarse sostenía sobre la palma una botellita pintada de rojo, negro y verde como el elixir de un brujo, con seis brillantes asas de azabache.

– Una cetonia. O quizá un crisomélido, no estoy segura. Escarabajos, para los ignorantes. -Elisa estaba asombrada: nunca había visto ningún escarabajo con esos fantásticos colores-. Tengo un amigo francés experto en coleópteros a quien le encantaría estar aquí -agregó Nadja, y depositó el escarabajo en tierra. Elisa se burló de sus amistades.

Su amiga le señaló también una familia de insectos palo y una mantis flor de bellísimos tonos rosados. No es que vieran ningún animal mayor que un insecto (solo un lagarto de vivos colores), pero eso era típico de las selvas, según Nadja. Las criaturas de la jungla se escondían de las demás, se mimetizaban, se camuflaban para salvar la vida o arrebatarla. La selva era un escenario de disfraces terribles.

– Si viniéramos de noche con infrarrojos quizá veríamos loris. Son prosimios nocturnos. ¿No has visto nunca una foto? Parecen peluches de ojos asustados. Y esos gritos… -Y Nadja se quedaba quieta como una escultura de azúcar glas en medio de aquella catedral verde-. Probablemente gibones…

El lago ocupaba una amplia extensión con una zona de marjal al norte repleta de manglares. Nadja le mostró la pequeña fauna del marjal: cangrejos, ranas y culebras. Luego bordearon el lago, de color verde oscuro a esas horas del crepúsculo, hasta los arrecifes de coral y hallaron un remanso fronterizo con el océano que parecía tallado en esmeralda. Tras examinar cuidadosamente el lugar, Nadja se despojó de la ropa e invitó a Elisa a hacer lo mismo.

Existen momentos en que pensamos que todo lo que hemos vivido hasta entonces ha sido falso. Elisa había experimentado algo así con las imágenes del Vaso Intacto y las Nieves Eternas, pero ahora, en otro orden de cosas, chapoteando en aquella masa límpida y templada, desnuda como las nubes, al lado de otra persona desnuda como ella, volvió a sentirlo, quizá, con más intensidad. Su vida entre cuatro paredes emborronadas de ecuaciones se le antojó tan falsa como su reflejo aterciopelado en la superficie del agua. Toda su piel, cada uno de sus poros bañados en aquel frescor, parecía gritarle que podía hacer cualquier cosa, que carecía de trabas y el mundo le pertenecía por completo.

Miró a Nadja y supo que sentía lo mismo.

No hicieron nada fuera de lo común, sin embargo. A Elisa le bastó con el pensamiento para ser feliz. Creyó comprender que la diferencia -sutil- entre un paraíso y un infierno puede estribar en hacer todo lo que se piensa.

Fue una tarde inolvidable. Quizá no de esa clase de experiencias que uno contaría a los nietos, suponía ella, pero sí de las que, cuando acontecen, hasta la última fibra del cuerpo reconoce haberlo estado necesitando.

Media hora después, y sin esperar a secarse, se vistieron y regresaron. Hablaron poco; el trayecto de vuelta lo hicieron casi en silencio. Elisa intuyó que habían pasado a otra clase de relación, más profunda, y ya no necesitaban del cemento de las palabras para permanecer juntas.

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