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– Yo también lo he notado. Cómo te trataba, quiero decir.

Sintió que sus mejillas ardían y de nuevo le entraron ganas de llorar al recordarlo.

Blanes había hecho unas cuantas preguntas en clase, pero había elegido para contestarlas a alguien situado a dos puestos de distancia a su derecha, que levantaba la mano a la vez que ella.

Valente Sharpe.

En un momento dado sucedió algo. Blanes hizo una pregunta y solo ella alzó la mano. Sin embargo, en vez de cederle la palabra, el científico había animado a los demás a responder: «Vamos, ¿qué pasa con ustedes, señores? ¿Tienen miedo de perder su título de licenciados si se equivocan?». Pasaron unos cuantos, densos segundos, y Blanes apuntó de nuevo al mismo sitio. Elisa volvió a oír aquella voz tersa, tranquila, casi divertida, con ligero acento extranjero: «A esa escala no existe una geometría válida debido al fenómeno de espuma cuántica». «Muy bien, señor Valente.»

Valente Sharpe.

Cinco años seguidos siendo la mejor de su promoción habían exacerbado el afán de competitividad de Elisa hasta extremos salvajes. No se podía ser el primero en el mundo científico sin el terrible esfuerzo depredador de eliminar a los rivales sistemáticamente. Por esa razón, el absurdo desprecio de Blanes era para ella una tortura insufrible. No quería mostrar su orgullo herido delante de un compañero, pero había llegado ya al límite de sus fuerzas.

– Me ha dado la impresión de que ni siquiera me ve -masculló tragándose las lágrimas.

– Yo creo… que te ve demasiado -repuso Lopera.

Ella lo miró.

– Digo que… -intentó explicarse él-. Creo que… te ha visto y ha pensado: «Una chica tan… tan… no puede ser, a la vez muy…» Es decir, se trata de un prejuicio machista. Quizá ignora que eres tú quien quedaste primera en la prueba. No sabe cómo te llamas. Piensa que Elisa Robledo es… Vamos, que no puede ser como tú.

– ¿Cómo soy yo? -No quería hacerle aquella pregunta, pero ya no le importaba ser cruel.

– Supongo que no es incompatible… -dijo Lopera sin responder, como hablando consigo mismo-. Aunque genéticamente es raro… La belleza y la inteligencia, quiero decir… Casi nunca van unidas. Si bien hay excepciones… Richard Feynman era muy guapo, ¿no? Eso dicen. Y Ric también es… a su manera, ¿verdad? Un poco… ¿no?

– ¿Ric?

– Ric Valente, mi amigo. Lo llamo así desde que lo conozco. ¿No te acuerdas que te lo señalé ayer, en la fiesta? Ric Valente…

La sola mención de aquel nombre había bastado para que Elisa apretara los dientes. Valente Sharpe, Valente Sharpe… En su cerebro aquellos apellidos adoptaban un sonido mecánico, como de hoja de sierra eléctrica haciendo trizas su orgullo. Valente Sharpe, Valente Sharpe…

– Él también es un poco las dos cosas: atractivo y listo,; como tú -prosiguió Lopera, ajeno, al parecer, a las emociones de ella-. Pero, además, sabe… sabe cómo meterse en un bolsillo a la gente, ¿no te has dado cuenta? Es un encantador de serpientes con los profesores… Bueno, con todo el mundo. -Su garganta emitió un gorgoteo a modo de risa (Elisa oiría la risa de Víctor en más de una ocasión durante los años posteriores, y llegaría a agradarle mucho, pero en aquel momento le repugnó)-. Con las chicas también. Sí, sí, también… Uy, vaya que sí.

– Hablas de él como si no fueras su amigo.

– ¿Como si no fuera…? -Casi pudo escuchar los zumbidos del disco duro de Lopera al procesar aquel banal comentario-. Claro que soy… O sea, fuimos… Nos conocimos en el colegio, luego hicimos la carrera juntos. Lo que ocurre es que Ric consiguió una de esas «superbecas» y se marchó a Oxford, el tío, al departamento de Roger Penrose, y dejamos de vernos… Tiene la intención de regresar a Inglaterra cuando termine lo de Blanes… si es que Blanes no se lo lleva de vuelta a Zurich, claro.

La sonrisa de los carnosos labios de Lopera al decir aquella última frase desagradó a Elisa. Sus más negros pensamientos regresaron: se sintió completamente abatida, casi exánime. Blanes elegirá a Valente Sharpe, por supuesto.

– Hace cuatro años que no nos veíamos… -continuó Lopera-. No sé, quizá lo noto algo cambiado… Más… Más seguro de sí mismo. Es un genio, hay que admitirlo, un genio al cubo, hijo y nieto de genios: su padre es crip… criptógrafo y trabaja en Washington, en no sé qué centro de seguridad nacional… Su madre es norteamericana y enseña matemáticas en Baltimore… Estuvo nominada el año pasado a la medalla Fields. -A su pesar, Elisa se impresionó. La medalla Fields era una especie de premio Nobel de matemáticas y distinguía anualmente en Estados Unidos a los mejores del mundo en esa especialidad. Se preguntó qué sentiría ella si tuviera una madre nominada a la medalla Fields. En aquel momento lo único que sentía era rabia-. Están divorciados. Y el hermano de su madre…

– ¿Es premio Nobel de Química? -interrumpió Elisa sintiéndose mezquina-. ¿O quizá fue Niels Bohr?

Lopera volvió a emitir aquel misterioso ruido que tenía que ser una risa.

– No: es técnico programador de Microsoft en California… Lo que quería decir es que Ric ha aprendido de todos ellos. Es una esponja, ¿sabes? Cuando crees que no te escucha, está analizando todo lo que haces o dices… Es una máquina. ¿A qué altura de Claudio Coello te dejo?

Elisa le dijo que no era preciso que la llevara hasta su casa pero Lopera insistía. Detenidos en el atasco del mediodía madrileño, acabaron pronto con la pequeña discusión y tuvieron tiempo de sobra hasta para el silencio. Elisa vio sobre la guantera del coche, bajo unas carpetas de bordes arrugados, un par de libros. Leyó el título de uno: Juegos y acertijos matemáticos. El otro, voluminoso: Física y fe. La verdad científica y la religiosa.

Cuando enfilaban Claudio Coello, Lopera rompió su mutismo para decir:

– Menudo mosqueo se llevó Ric cuando vio que le habías superado en la prueba de admisión al curso. -Y volvió a soltar su ruido-risa.

– ¿En serio?

– Ya lo creo, es un mal perdedor. Muy mal perdedor. -Y de repente Lopera cambió de expresión: fue como si hubiese pensado algo nuevo, algo que no había considerado hasta ese instante-. Ten cuidado -agregó.

– ¿Con qué?

– Con Ric. Ten mucho cuidado.

– ¿Por qué? ¿Puede influir en el jurado de la medalla Fields para que no me la concedan?

Lopera pasó por alto la ironía.

– No, es que no le gusta perder. -Detuvo el coche-. ¿Éste es tu portal?

– Sí, gracias. Oye, ¿por qué dices que tenga cuidado? ¿Qué puede hacerme?

Él no la miraba. Miraba al frente, como si siguiera conduciendo.

– Nada. Solo quería decir que… se sorprendió de que quedaras la primera.

– ¿Porque soy chica? -preguntó ella con gélida furia-. ¿Por eso?

Víctor parecía avergonzado.

– Quizá. No está acostumbrado a… Bueno, a quedar segundo. -Elisa se mordió la lengua para no replicar. Yo tampoco, pensó-. Pero no te preocupes -añadió él como tratando de animarla, o de cambiar de tema-. Estoy seguro de que Blanes sabrá apreciarte… Es demasiado bueno para no apreciar lo bueno.

Aquella frase la ablandó algo, y se reconcilió con Lopera. Cuando entró en el portal pensó que quizá había sido algo ruda con él y se volvió para despedirse, pero Lopera se había ido ya. Permaneció quieta un instante más, ensimismada.

La escena le había hecho recordar el suceso de la noche anterior con Javier Maldonado. Casi como un acto reflejo, echó un vistazo a la calle, pero no vio a nadie que la espiara. Tampoco descubrió a ningún individuo de pelo y bigote canosos. Albert Einstein, claro. En realidad, Einstein es el abuelo de Valente, y anoche me estaba espiando.

Sonrió y se dirigió al ascensor. Dedujo que se había tratado de una casualidad. Las casualidades podían darse: las matemáticas, incluso, les concedían probabilidades. Dos hombres con cierto parecido físico que, durante la misma noche, se quedan mirándola. ¿Por qué no? Solo un paranoico le daría vueltas en la cabeza a eso.

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