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Sin moverse, Teresa cambió el auricular de mano por encima de su cabeza, porque el cable había quedado entre su espalda y la pared, y tanteó la mesilla. Al hacerlo distendió el cuerpo y se apretó más a Manolo. Colgó el auricular, pero el cable se enredó en el brazo del muchacho y forcejearon un rato, riendo. “¿Has oído lo que ha dicho?”, susurró Teresa, conteniendo a duras penas su alegría. “¿Has oído bien? ¡Hemos conseguido el empleo…!” Ni se dieron cuenta de que estaban jadeando desde hacía rato. Manolo rozaba sus cabellos con los labios. No quiso hablar. Indudablemente, los dedos del destino acababan de tocar su frente: lo que veía más allá de aquellos sedosos cabellos, más allá de los fragantes hombros desnudos de la muchacha, en las sombras del fondo del vestíbulo, no era ya un cromo satinado y celosamente guardado desde la infancia, sino a un hombre joven y capacitado entrando en una oficina moderna con una cartera de mano y esa confianza que da sostener una cartera de mano (recordaba una demanda leída en el periódico: joven dinámico y elegante, ingresos a escala europea, promoción inmediata a cargos superiores) mientras en alguna parte suena un teléfono, pero él no debía acudir, que lo haga un ordenanza… Los brazos de Teresa se enroscaban en su cuello, y sus actitudes de abandono en la sombra, sus ojos vencidos, era otro narcótico. Sondeó su mirada con decisión. Su mano, deshaciéndose por fin del cable del teléfono, se posó en el hombro de ella y bajó un tirante del vestido, luego el otro. Ella le tendió la boca abierta, y se abandonó completamente en sus brazos, disponiéndose a dejarse resbalar hasta el suelo. Manolo la sostuvo, ligeramente inclinado, aceptando con una reflexiva ternura el ofrecimiento de la muchacha: de alguna extraña manera, la virginidad de Teresa había sido para él, hasta ahora, la mayor garantía de poder realizar la anhelada inserción en las castas doradas y en las altas categorías de la dignidad y del trabajo: y ahora que acababa de merecer su confianza y la de sus amigos, ahora que se amaban los dos con toda el alma, ya nada le impedía hacer suya a Teresa. Pero aquel teléfono de la oficina futura, qué curioso, sonaba no sólo en su imaginación desde hacía rato, sino aquí mismo, junto a ellos, Y fue Teresa, extendiendo su brazo en la penumbra como en sueños, la que finalmente descolgó murmurando: “¿Quién puede ser ahora?” y “Diga” casi al mismo tiempo, mientras él, ya oscuramente tocado por la atroz realidad, soltaba a la muchacha en el momento que se encendía la luz del vestíbulo y (visión deprimente para los dos, anticipo del invierno) aparecía la vieja criada Vicenta con su bata color morado, sus cabellos grises colgando en una trenza deshecha, mirándoles con asombro y reproche.

Sus pequeños ojos cargados de sueño también lo anunciaban: la llamada era de la clínica: Maruja había muerto.

A la lívida claridad

«… pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas, ahogan la palabra, y hácese infructuosa»

San Mateo – 13 – 22

A la lívida claridad de las cinco de la mañana, las ventanas iluminadas de la clínica sugerían un silencio atónito. Los tonos grises, malva y ocre estaban ya visiblemente resignados a madurar en el Paseo de la Bonanova, como cada año, y era casi seguro que el sol no conseguiría hoy abrirse paso entre las nubes. Dos juveniles rostros oscilaban, bellos y perplejos, vulnerables las frentes áureas, pegadas al cristal de una ventana del tercer piso. Un enfermo con fiebre e insomnio gemía débilmente en alguna parte. Ellos miraban el jardín, donde las altas palmeras rendían sus flecos como garfios bajo un cielo plomizo, miraron después los faroles todavía encendidos en el Paseo, los bancos de madera, los árboles, un tranvía arrastrándose sobre los raíles como un gusano de luz. Al mismo tiempo adivinaban tras ellos el ir y venir de uniformes blancos, en la habitación de Maruja sobre todo, por cuya puerta entornada escapaba un confuso rumor de voces, apresuradas fórmulas viáticas (también el cura parecía haber llegado tarde) y notaban en particular la ausencia de una constante vibración de fondo que siempre acompañó sus palabras en este saloncito, ya desde las primeras tardes que hojeaban revistas, algo etéreo semejante al zumbido de las líneas telefónicas que evoca lejanías confusamente intuidas ya en la infancia, y que hoy se había quebrado de pronto para dejar paso a un silencio letal y más tarde a esta peligrosa concentración de doctas voces catalanas que les llegaba desde el cuarto mortuorio:

– Han avisat a son pare?

– Sí, doctor.

– I al senyor Serrat?

– Sa filia ho a fet. Diu que ja vénen.

Según les había explicado la enfermera del turno de noche, cuyas palabras confirmó más tarde Dina, consternada, apareciendo con un transparente impermeable de plástico moteado de gotas de lluvia (así supieron ellos que había empezado a llover, mostrando ante el hecho la misma oscura desazón que les causaba el ver por primera vez a la mallorquina sin uniforme y vestida de calle, vagamente degradada y peligrosa) la pobre Maruja no había sufrido, no pudo darse cuenta de nada. A las cuatro y media de la madrugada había entrado en un profundo estado de coma y a las cinco menos diez se apagaba dulcemente, durmiendo. Aunque su estado siempre había inspirado temores, nada, últimamente, hacía suponer un desenlace tan repentino. Precisamente esta misma tarde, cuando la señora Serrat llamó desde Blanes interesándose por la enferma, según acostumbraba hacer, ella, la misma Dina, le había comunicado que la muchacha parecía experimentar una ligera mejoría y que las erosiones de la espalda causadas por la postración estaban casi curadas… En la madrugada, al caer súbitamente en un letargo alarmante, decididamente grave, se llamó al doctor Saladich y, por orden de éste, al domicilio del señor Serrat en Barcelona. Desgraciadamente, parece ser que el teléfono del señor Serrat estuvo comunicando durante mucho rato (aquí, la mano de Teresa buscó instintivamente la del muchacho, de pie junto a ella) y luego, cuando la línea quedó libre, tardaron mucho en contestar. Maruja había fallecido en presencia de un joven médico, asistente de Saladich, y de dos enfermeras, concluyó Dina, mientras apoyaba el pequeño paraguas azul en la pared.

No se apartaron de la ventana en mucho rato ni se soltaron de la mano. En torno a ellos y apretando cada vez más el cerco (amenazando su isla estival de tiempo intangible) cautelosas nieblas avanzaban: el señor Serrat y su mujer llegaron poco antes de las diez de la mañana, y más tarde, en un coche de alquiler de Reus, el padre de Maruja acompañado de dos trabajadores de la finca, dos abrumadas sombras del campo con trágicas ropas de domingo. El hermano de Maruja (un soldado oscuro de labios gruesos y nariz chata, con una pequeña y triste cabeza pelada y el uniforme caqui que bajo la llovizna desprendía un penetrante olor a gallina) llegó de Berga por la tarde, poco antes del entierro.

El entierro fue íntimo y rápido, a causa tal vez de la llovizna que empezó a caer por la mañana y que acompañó a la negra comitiva compuesta de tres coches hasta el cementerio del Sudoeste. Las nubes, el asfalto mojado, las calles y los rostros se confundían tras la ceniza gris que caía blandamente del cielo. La señora Serrat estaba doblemente consternada. Había llorado cuando se llevaron el féretro y luego discutió en voz baja con su hija al empeñarse ésta en querer ir al cementerio en el mismo coche que ya ocupaba Manolo (por cierto, nadie le vio subir a él, ya estaba dentro cuando el señor Serrat distribuyó a la gente) junto a los dos agricultores de Reus. En el primer coche iban el señor Serrat y el padre y el hermano de Maruja. Aunque Teresa se salió con la suya y fue al cementerio, la honda preocupación y hasta alarma que vio reflejada en el rostro de su madre al dejarla le hizo sospechar que ésta sabía algo, que acaso había hablado con Vicenta y ya estaba enterada de ciertos pormenores de su amistad con el murciano. Ya a primera hora de la tarde, durante el almuerzo sobre todo, la señora Serrat mostró mucho interés por saber lo que había estado haciendo Teresa estos días, por la hora en que Manolo había llegado hoy a la clínica, quién le había comunicado la desgracia, etc. Si no llevó más lejos su interrogatorio no fue por falta de ganas, sino porque Lucas estaba presente: no había que olvidar que el tal Manolo había sido novio de Maruja. Luego, Teresa no le dio ocasión de hablar a solas. En cuanto a su padre, se había mostrado muy activo, frío y distante desde que llegó (no podía saberse exactamente donde terminaba su pena y empezaba su malhumor) pero sin duda se reservaba algunas preguntas para cuando todo acabara; así por lo menos parecían indicarlo ciertas miradas que de vez en cuando dirigía a la joven pareja.

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