Teresa llevaba su gabardina blanca, con capucha. Inmóviles sobre la tierra negruzca y encharcada de Montjuich, intransitable (habían tendido unos tablones en el barro para conducir el féretro hasta el nicho) ella y el chico observaban el quehacer de los empleados. Unos metros más adelante, el señor Serrat, con sus altas espaldas despectivas, las manos cruzadas detrás, hablaba con Lucas y con su hijo debajo de un paraguas que sostenía uno de los campesinos. Al darse cuenta, el señor Serrat cogió el paraguas para que el otro no tuviera que sostenerlo, pero luego, pensándolo mejor, lo devolvió y se hizo a un lado (él llevaba un gabán gris) para que Lucas se beneficiara del paraguas. Se produjo una situación embarazosa, nadie parecía querer hacer uso del paraguas del campesino (bien es verdad que lo que caía del cielo no era de cuidado) hasta que finalmente Lucas y su hijo, con gesto resignado, se cobijaron bajo la seda negra. Alguien había sacado cigarrillos y todos fumaban, el humo flotaba denso y muy azul entre la llovizna. Teresa no podía apartar los ojos del obrero que tapiaba el nicho. Manolo estaba a su lado, silencioso, subidas las solapas de su comando marrón, los cabellos mojados sobre la frente. El señor Serrat volvió la cabeza y les miró un instante. Ella notó la mano del chico tanteando la suya, a la altura de la cadera, y la sacó del bolsillo para dársela sin mirarle, sin apenas quebrar aquella dolorosa rigidez del cuello y de los hombros que sufría desde hacía horas. Y entonces se echó a llorar.
No lo había hecho antes, no había podido frente al cadáver en el lecho, mirando aquel rostro que todavía reflejaba una pesadilla, alguna remota visión interior, devorado al fin por ella, horriblemente flaco (nariz y dientes desconocidos, una fisonomía nueva) lívido como la cera y enmarcado en los negros y cortos cabellos que le habían peinado hacia atrás. También allí Manolo y ella se tantearon las manos por bajo, y sin embargo no había podido llorar (le pareció que él sí lloraba, y le apretó los dedos tiernamente) ni tampoco cuando vio al padre de Maruja acercarse una y otra vez con su paso insoportablemente tímido y mirarles a los dos en ‘suspenso, como deseando preguntarles algo; ni al notar en sus rodillas los negros ojos enrojecidos, temerosos (los mismos ojos de Maruja) del soldado, que estaba todo el tiempo con el pringoso gorro caqui en la mano y no se atrevía a moverse porque sus grandes botas claveteadas hacían ruido. Pero ahora sí lloraba, lloraba unas lágrimas calientes y abundantes, desconsoladamente, lloraba por su amiga y también por ella misma y por Manolo, por cierto repentino regreso al fango, al tiempo gris y a la lluvia.
Cuando todo acabó, al encaminarse hacia los coches, vieron al señor Serrat que se destacaba del grupo y se acercaba a ellos. Se pararon a esperarle, pero el señor Serrat, antes de llegar (dudando ante una extensa franja de barro removido) se inmovilizó y le hizo una seña a su hija para que se acercara. Teresa obedeció, dio un pequeño rodeo para no meterse en el barro, llegó junto a su padre, escuchó algo que éste le dijo y se quedó a su lado, la rubia cabeza inclinada y oculta bajo la capucha. Entonces Manolo, al ver que la muchacha no volvía (habían decidido irse los dos a pie, dando un paseo) fue directamente hacia padre e hija con las manos hundidas en los bolsillos del comando, chapoteando en el barro (presentía que eso ya no tenía la menor importancia). El señor Serrat había sacado un pañuelo y se sonaba, miró a los hombres que le esperaban junto a los coches, luego a su hija y finalmente a Manolo, que acababa de plantarse ante él.
– Bueno, muchacho -dijo el señor Serrat-, parece que esto ha terminado. Nuestra pobre Maruja ya ha dejado de sufrir, a todos nos tocará un día u otro. -Cuidadosamente, como si se tratara de algo muy delicado, doblaba y redoblaba el pañuelo, despacio, con los ojos bajos-. Sé que la querías mucho, pero no te dejes vencer por la pena, eres muy joven, acabarás por resignarte y la olvidarás. -Entonces, repentinamente, le tendió la mano con una sonrisa triste y afectuosa-. Adiós. Si puedo serte útil en algo… Seguramente ya no tendremos ocasión de volver a vernos.
Manolo había dejado de oírle: sus ojos entornados pugnaban por retener una luz lejana. Los demás también le observaron, de pie junto a los coches, caras largas y severas, siluetas borrosas de un tribunal bajo la llovizna: una despedida en toda regla. Fue muy rápido: apartando la vista del señor Serrat, Manolo le tendió la mano a Teresa por encima del charco, no a modo de despedida, sino reclamando la de ella, para que le siguiera (en este momento, su gesto se inmovilizó sobre el fango que se abría ante él, suspendido durante una fracción de segundo en la tierna mirada azul de la muchacha) y al mismo tiempo dijo:
– Teresa -con una voz tranquila y suave-, ven, tengo que hablarte.
Ella, despacio pero sin dudarlo un segundo, cabizbaja, oculto el rostro bajo la capucha, entregó la mano al muchacho y saltó por encima del charco enfangado. Se despidieron brevemente y luego se alejaron por el camino en pendiente hacia la salida. El murciano sabía que el padre de Teresa les miraba y no pudo resistir la tentación de volver la cabeza. Fue para quedarse helado: en los finos labios de piñón del señor Serrat, tras el chispeo gris de la lluvia, flotaba una borrosa sonrisa llena de indulgencia y de consideración (incluso les saludó ligeramente con la mano antes de subir al coche) una sonrisa benévola, desenfadada, terriblemente obsequiosa.
Resultado: al día siguiente por la tarde, Teresa no compareció. Habían quedado en que ella le recogería con el coche a las cuatro y media en la Plaza Lesseps. Cuando ya pasaban de las cinco Manolo llamó por teléfono a casa de Teresa, pero no contestó nadie. Por la noche repitió la llamada varias veces desde el bar Delicias, y siempre con el mismo resultado. Entonces se acordó de los Bori. Tampoco estaban en casa. Se dijo que probablemente cenaban fuera. A la mañana siguiente llamó de nuevo a Teresa. Nadie en casa. A los Bori. Mari Carmen al habla: no, no sabía nada de Teresa Serrat, debía estar en la villa, sí, era muy extraño que se hubiese marchado sin decir nada… Por cierto, y lo sentía infinitamente, pero aún no podía darle ninguna noticia respecto al empleo, lo mejor era esperar que Teresa apareciera…
Aquella tarde se acercó por la torre de los Serrat en la Vía Augusta. Todas las ventanas estaban cerradas. En el jardín, encorvado sobre un rastrillo, un viejo de calva sonrosada y bruñida, sin un pelo, le miró torciendo el cuello. Manolo saludó desde la verja y preguntó si había alguien en casa. El viejo dijo que no y luego le preguntó qué deseaba. El muchacho respondió que traía un recado para la señorita Teresa. El viejo le informó que los señores Serrat y su hija se habían ido a Blanes ayer por la mañana, y que no regresarían hasta finales de mes.
Por la noche, no sabiendo qué hacer, llamó de nuevo a Mari Carmen Bori y le dijo que necesitaba hablarle urgentemente. Ella se disculpó, cenaban fuera de casa, por fin había convencido a Alberto de que les salía más económico comer algo por ahí y… Manolo, interrumpiéndola, sugirió que podían verse después de cenar, en algún bar. “Aguarda un momento”, dijo con desgana Mari Carmen, y se la oyó hablar con Alberto. Hubo un silencio. Finalmente ella dijo que bueno y escogió el sitio y la hora: a las once en una cafetería frente a la Catedral. Cuando a esta hora él bajaba por Vía Layetana, rumiando qué clase de ayuda podían ofrecerle los Bori (seguramente sólo obtendría el número de teléfono de la villa, y eso aún se vería) su mirada quedó repentinamente prendida en una llama amarilla y roja (las puntas del pañuelo y el pelo de Teresa) y en el coche que doblaba velozmente la próxima esquina, una rápida visión blanca de la cola del Floride lleno de reflejos. Tal vez la muchacha había conseguido que la dejaran volver a Barcelona y en este momento le estaba buscando. Echó a correr, pero al doblar la esquina el coche había desaparecido. Habría jurado que era Teresa. Olvidó a los Bori en el acto y se lanzó a una búsqueda frenética por todos los bares de los barrios bajos donde habían estado juntos alguna vez. Supuso que a ella se le ocurriría lo mismo. Anduvo durante más de una hora y media, preguntó en el Saint-Germain (la voz cavernosa y entrañable quiso retenerle presentándole a una nueva camarera, una muchacha de rostro anguloso y férvido que aseguraba conocerle desde hacía años), en el Pastis, en el Cádiz, en Jamboree. La buscó en las cervecerías de la Plaza Real y en las Ramblas, ya sin esperanza de encontrarla. De pronto se acordó del Tibet y cogió un taxi. Naturalmente: si estaba en Barcelona ¿dónde podía esperarle sino en el Tibet, cerca del Carmelo? El taxista, un enano pelirrojo con acento valenciano que estiraba el cuello por encima del volante y le hablaba de como el invierno se nos ha echado encima, hay que ver, dentro de nada otro año que se fue y que ya nunca volverá, conducía con una lentitud exasperante, sin duda pensando en su prole (dos lunas con trenzas, dos cursillonas caras sonrientes, dos niñas que juntaban la mejilla y le observaban desde una horrenda foto de estudio pegada al cuadro de mandos con un mensaje filial escrito al pie: “NO CORRAS, PAPÁ”) pero Manolo, al darse cuenta, exclamó: “Olvida a tus nenas y arrea, papá, que se hace tarde”. El taxista rezongó con voz atiplada: “¿Pasa algo, joven? No tengo prisa por ir al cementerio”. Manolo se abalanzó a bramarle al oído: “¡Ni yo tengo esas monadas esperándome en casa, así que dale a esa mierda de coche y cállate!”. El taxista le miró por el espejo retrovisor, comprobó que el pasajero no bromeaba y aceleró.