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– Amor mío, no puedes engañarme -dijo-. Adelante, grita.

Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. Casi al mismo tiempo, ella empezó a gimotear débilmente, dejándose caer sentada en la cama, con la cabeza abatida sobre el pecho. El joven del Sur se sentó a su lado y la rodeó con el brazo, besó sus ojos suavemente, con una emoción auténtica, hasta que secó sus lágrimas, quemando; abrazándose a él, finalmente, la muchacha se tendió de espaldas apartando la sábana.

Sus rodillas soleadas emergieron en la penumbra, temblorosas, cubiertas de una fina película de sudor y de pasmo: ha visto su hermosa y rebelde cabeza inclinada fervorosamente, buceando en tinieblas, hasta posar la frente en una piel ya no abrasada por el estúpido sol de las playas patrimoniales, sino por el deseo. Para él, en cambio, recorrer con los labios aquel joven cuerpo bronceado, aprenderlo de memoria con los ojos cerrados, significaba además sentir el gusto de la sal en la boca, violar el impenetrable secreto de un sol desconocido, de una colección de cromos rutilantes y luminosos nunca pegados al álbum de la vida.

Y todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha, prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero, todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución bajo el sol…

Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.

Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes: la muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.

Y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la espantosa realidad.

Estaba en el cuarto de una criada.

Apenas si llegó a tener conciencia

Elle n’etait pas jolie

elle était pire.

Víctor Hugo

Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.

Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama, anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular: era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas, una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride” parado frente a la entrada principal de la Villa, a Maruja con su uniforme de satín negro y cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche, como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría mejor.

De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.

Maruja se ovilló sobre la cama, con los ojos cerrados. No lanzó ni un gemido. Estuvo un rato cubriéndose la cara con los brazos y luego ni siquiera eso: inmóvil, insensible a los golpes, sometida, el total relajamiento de músculos bajo la pie/ morena parecía anunciar la inminencia de un nuevo estremecimiento de placer que él no había previsto, de modo que la mano del murciano, pasmada, se detuvo a unos centímetros del cuerpo desnudo y cálido, que ahora se dio la vuelta hacia él: era como si el ser despertada a bofetadas no representara para ella ninguna sorpresa, como si ya estuviese hecha a la idea desde hacía tiempo. Luego, el Pijoaparte saltó de la cama y fue hacia la ventana, donde apoyó los codos y quedóse mirando fuera, a lo lejos, más allá de las sombras que todavía flotaban en el pinar. Una vaga y triste sonrisa bailaba en sus labios.

– Conque una marmota -murmuraba para sí mismo-. ¡Una vulgar y cochina marmota! ¡Tiene gracia la cosa!

Ella no se atrevía a moverse. Le ardían las mejillas y los antebrazos. Encogida en un extremo de la cama, tendió lentamente la mano hacia el suelo para recuperar la sábana y cubrirse, pero se inmovilizó de nuevo al oír la exclamación del chico: “¡Coño, si tiene gracia!” La mano volvió prontamente a su sitio, sobre el corazón. Con las rodillas se tocaba el pecho. Sus ojos asustados vigilaban ahora los movimientos del murciano.

– ¿De quién es esta Villa? -preguntó él, volviéndose-. ¿No me oyes?

Maruja no contestó. Lanzaba rápidas y llorosas miradas al muchacho, miradas temerosas, somnolientas, llenas de una especial simpatía cuya naturaleza proponía algo, sugería algo profundo y sórdido que él conocía muy bien y que identificó en seguida: la aceptación de la pobreza; era esa dulce mirada fraterna que implora la unión en la desventura, el mutuo consuelo entre seres caídos en la misma desdicha, en la misma miseria y en el mismo olvido; era esa ráfaga de atroz solidaridad que se abate sobre las multitudes unidas por la desgracia, como en los campos de concentración, o sobre destinos idénticos, como en los prostíbulos: un vasto sentimiento de renuncia y de resignación que al Pijoaparte le aterraba desde niño y contra el cual habría de luchar durante toda su vida.

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