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¡Contesta, raspa! ¿De quién es la Villa?

Seguía apoyado en la ventana y miraba a la muchacha. Ella presentía el poder de este cuerpo: la leve flexión de la vigorosa espalda, debido a una postura negligente y perezosa que arrancaba de la cadera, hacía que la pálida luz de la madrugada se deslizara suavemente desde los hombros hasta difuminarse en la cintura esbelta y prieta.

La muchacha bajó los ojos.

– ¿Por qué quieres saberlo…?

Eso a ti no te importa una mierda. Contesta, ¿quién vive aquí?

Unos señores. Los dueños de la Villa.

– ¿Tus señores?

– ¿Cómo se llaman?

Serrat.

El Pijoaparte meneó tristemente la cabeza. Una sonrisa burlona luchaba por abrirse paso en medio de su expresión desdeñosa.

¡Vaya trabajo el tuyo! -dijo-. ¿Y qué hacen aquí, además de bañarse y tocarse los huevos todo el día?

Nada… Veranean.

– ¿Son muy ricos?

Sí… Creo que sí.

– ,.¡Sí, creo que sí! Ni siquiera sabes en qué mundo vives, menuda estúpida estás tú hecha. ¿Son muchos?

– ¿Cómo? -Maruja hablaba en un susurro-. No. El señor sólo viene los fines de semana.

– Pues anoche había mucha gente.

– Amigos de la señorita…

– ¡No te oigo!

– Amigos de la señorita.

Maruja volvió a cerrar los ojos. Él la estuvo mirando un rato con curiosidad: la misma extraña combinación de sueños que le había traído a este dormitorio le hacía considerar ahora la situación de la muchacha con una ironía no exenta de cierta pena. Se acercó a la cama.

– Te crees muy lista ¿verdad, muñeca?

Ella negó con imperceptibles movimientos de cabeza. De nuevo estaba a punto de llorar. Se mordía el labio inferior y sus ojos brillaban en la penumbra como dos ascuas.

Ricardo… -susurró.

– ¡Yo no me llamo Ricardo! Aquí vamos a aclarar muchas cosas, y tú la primera.

Se arrodilló sobre la cama. Maruja se incorporó y quedó sentada en el borde, al otro lado, dándole la espalda. Se atusó los cabellos con la mano.

– Ahora tengo que vestirme -dijo con un resto de voz-. Hay que preparar el desayuno.

– Quieta. Es temprano.

– Ella siempre se levanta muy temprano…

– ¡No me des la espalda cuando yo te hablo! -bramó él. Adivinó el escalofrío que recorrió la espina dorsal de la muchacha y que la dejó erguida. Con la mano todavía en los cabellos, Maruja rectificó su posición y se sentó un poco de lado, dándole el perfil con los ojos bajos-. Así está mejor. ¿Quién es ella?

La señorita Teresa.

– ¿Quién? -Se quedó pensativo, le pareció recordar-. ¿La rubia de la verbena, la que dijiste que era tu amiga…? -Sí…

Despacio, el murciano se tendió de espaldas sobre la cama, con cierta voluptuosidad. “Teresa”, murmuró con los ojos clavados en el techo, y por su mirada se hubiese dicho que tenía conciencia de haberse equivocado no de muchacha, sino simplemente de habitación.

Cuando Maruja iba a levantarse, él, cruzándose en la cama, la cogió fuertemente del brazo y la obligó a seguir sentada.

– Y ahora cuéntame, raspa, desembucha. ¿Por qué has hecho esto?

– ¿Qué he hecho yo…? Si yo no he hecho nada.

– Ya sabes a lo que me refiero. Me has mentido como una golfa.

– No es verdad. La culpa ha sido tuya, te dije que no vinieras. Yo no sé qué cosas pensarías de mí, pero yo no te he engañado nunca. Creía que…

– Qué.

– Creí que yo te gustaba un poco… que me querías un poco. En la verbena de San Juan me dijiste todas aquellas cosas tan bonitas, y también esta noche…

– ¡Pero bueno, tú estás chalada! ¿Qué te crees, que me chupo el dedo? ¿Qué puñeta hacías tú en la verbena? -Por favor, suéltame, que me haces daño.

– ¿Qué hacías tú allí, una marmota, entre todas aquellas señoritas? ¡Contesta!

– Ahora tengo mucha prisa -intentó levantarse-. ¡Por favor!

E1 la obligó a volverse del todo, y, después de forcejear para que apartara los brazos, se disponía a golpearla en la cara con el revés de la mano. Pero la muchacha se abrazó a él, llorando. El murciano masculló una blasfemia; empezaba a desear darse de bofetadas a sí mismo, empezaba a sospechar que allí el único imbécil era él. Hubo un largo silencio, roto solamente por los sollozos de Maruja, que escondía la cara en el pecho del muchacho. El Pijoaparte deseó encontrarse a cien kilómetros de allí, pero algo le impedía desprenderse de la chica. De pronto, hiriendo los tímpanos con su furioso zumbido metálico, sonó el despertador de la mesilla de noche. A él le pareció que todo empezaba a temblar, tenía la sensación de que aquel maldito cacharro sonaba dentro de su propia cabeza.

– ¡Maldita sea mi suerte!

– Si de verdad me quisieras, Ricardo… -empezó ella, pero el Pijoaparte se soltó bruscamente y se tumbó de nuevo en la cama.

– ¡Vete al infierno, ¿me oyes? ¡Y yo no me llamo Ricardo, me llamo Manolo!

El despertador seguía sonando y tembloteando en la mesita de noche, como una irritante alimaña herida de muerte. Luego fue perdiendo fuerza poco a poco. Maruja, repentinamente dueña de sí, lo paró poniendo la mano encima y acto seguido se levantó, cabizbaja, secándose con el antebrazo las lágrimas que corrían por sus mejillas.

– Tengo que vestirme. Tecla ya se habrá levantado… -¿Quién mierda es Tecla? ¿Otra marmota? ¡Vaya hombrecito!

– Es la cocinera.

– Lárgate cuanto antes, no quiero ni verte.

Ella, desnuda, con un paso flexible y tímido, fue primero hasta la ventana y la entornó. El Pijoaparte quedó sorprendido y admirado al ver su cuerpo en movimiento: tenía la quieta suavidad de las casadas, una elasticidad en reposo, un levísimo temblor de partes blandas, independiente por completo del movimiento agresivo de las caderas ligeramente echadas hacia adelante y del juego perezoso pero ágil de las corvas: durante unos segundos se estableció una trama vital de equilibrio entre la rodilla apenas doblada, el combado contorno de la pierna avanzada y el temblor de aquellas partes más sensibles del cuerpo. El encanto emanaba de cierta contención, cierta economía de gestos que por supuesto nada tenía que ver con la timidez o el pudor sino más bien con las buenas maneras de los ricos y el adecuado régimen alimenticio que debían gozar los señores que ella servía y que de alguna manera difícil de determinar, a veces, algunas criadas naturalmente dispuestas a ello consiguen asimilar en provecho propio. “Es fina, la muy zorra, por eso me ha engañado”, se dijo. El encanto se completaba con unos hombros débiles y algo picudos que indirectamente se embellecían a causa de la robustez de las caderas; y unos pequeños pechos como limones, separados, que apuntaban no de frente sino formando un ángulo abierto, y que ahora registraban en su ligero temblor de gelatina el gracioso ritmo acompasado de los pasos de la muchacha.

Después de entornar la ventana, Maruja recogió del suelo la fotografía que él había tirado y la frotó cuidadosamente con la palma de la mano.

– ¿Es tuya esa foto? -preguntó él.

– Sí.

– ¿Y por qué la guardas? ¡Vaya tontería! ¿Quién es ésa que está contigo?

– La señorita. Fue cuando le compraron el coche… Ella me regaló la foto.

– ¡Que bien! Eres una sentimental de mierda.

Maruja dejó la foto sobre la mesilla de noche y entonces él la cogió. “¿A ver…?”, dijo forzando un tono indiferente. Evocó en vano a la rubia de la verbena: la sombra de esta mano que hacía visera cubría el rostro por completo y solamente identificó el color y la forma del pelo, su peinado de melena laxa. Maruja fue hasta el armario y empezó a vestirse.

– Manolo -dijo-, ¿por qué hablas siempre ese lenguaje tan feo?

– Yo hablo como me da la gana, ¿te enteras?

Dejó la fotografía sobre la mesita y se quedó tendido, mirando el techo. Suspiró profundamente. De pronto tuvo conciencia de lo bien que se estaba allí…

– ¿Qué, sigues enfadado? -murmuró ella al cabo de un rato, sin mirarle. El muchacho no contestó, y entonces ella, volviéndose-: ¿Qué piensas hacer? Es muy tarde.

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