– ¿Conmigo también estás enfadado? -preguntó.
– No estoy enfadado con nadie. Pero vámonos de aquí. Estas juergas siempre acaban mal.
– Pero ¿qué es lo qué ha pasado? ¿Acaso Luis te ha contado algo de mí…?
Por primera vez, él estuvo tentado.de decirle la verdad. Pero lo que dijo fue: “Son cosas nuestras”.
Teresa se tambaleó un poco.
– Yo también estoy bastante borracha, ¿sabes? -dijo cerrando los ojos-. Pero te llevo a casa, a tu querido, maravilloso Monte Carmelo. Dime, ¿quién es Bernardo?
Él guardó silencio. Pero tuvo que pararse, porque de pronto Teresa se le quedó quieta, como dormida en los brazos. La rubia cabeza, despeinada, se apoyó en su pecho. Estaban bajo la luz de un farol. Manolo apartó con la mano los sedosos cabellos y acarició el rostro de Teresa, que emitió un zureo de paloma. Mirando este rostro ahora desmayado, exhausto, de niña vencida por el sueño y quién sabe qué emociones, el murciano sonrió bajo la amarilla luz del farol, sonrió tristemente, con un repentino sabor de ceniza en la boca.
Rozó suavemente sus labios entreabiertos mientras caminaban lentamente por un callejón lateral en dirección a los muelles (quería que la muchacha se despejara un poco antes de coger el volante) pero ella, restregándose como un gatito, le colgó los brazos al cuello y le obligó de nuevo a pararse. Le besó y le dijo: “Soy feliz”. Ahora estaban en lo más oscuro. Se oían palmas y un rasgueo de guitarra en alguna parte. Manolo pensaba que sólo iba a ser un rápido besuqueo, porque ella apenas se tenía en pie, pero aquella bruma rosada y blanca (fresa y nata) de su boca abierta resultó inesperadamente cálida, una dulce esponja húmeda que se adhería y cedía, y él, atrayendo a la muchacha hacia sí, le devolvió ávidamente los besos. Teresa, con un brillo azulino y lúcido en los ojos, fue retrocediendo despacio hasta apoyar la espalda contra la pared, donde las manos de él quedaron momentáneamente aprisionadas, verificando un delirio con los dedos: bastaba deslizarlos arriba y abajo y comprobar la ausencia de la cinta para imaginar una vez más la vibrante desnudez, la trémula libertad de los pequeños pechos bajo la blusa. Ahora lo atrajo ella, adelantando las pueriles caderas de colegiala con un gesto alegre y deliciosamente obsceno. Dejó que las manos de él acariciaran sus muslos, subiendo, y de pronto sus sentidos se llenaron a rebosar de una miel deslumbrante. “No, aquí no…” murmuró al sentir la boca quemante en sus hombros, en su cuello. Y echaba la cabeza hacia atrás, con una nerviosa sacudida, y volvía a él desde lo oscuro, ofreciéndole los labios temblorosos con una aspiración sibilante, mientras con los ojos parecía implorarle (acababa de decidirlo) que la llevara a algún sitio, ser amada y suya hasta la muerte…
Baja, charnego, aquí conviene detenerse, se dijo él. Le dolió mucho su dulce mirada de sumisión y desencanto, pero rodeó fuertemente sus hombros con el brazo y la llevó al coche. Allí, acurrucada junto a su pecho, ella fue sofocando los ardo- res y sonreía feliz, todavía algo mareada. Soplaba una brisa demasiado fría. Él acarició las mechas rubias de su pelo, postergó aquella constante y encendida prefiguración del mañana- y de repente volvió a entristecerse, sin saber exactamente por qué.
Años después, al evocar aquel fugaz verano
El destello de alguna atroz realidad saltando, como suele saltar, del mismo corazón de la primavera. Porque la juventud…
Virginia Woolf
Años después, al evocar aquel fugaz verano , los dos tendrían presente no sólo la sugestión general de la luz sobre cada acontecimiento (con su variedad dorada de reflejos y falsas promesas, con sus muchos espejismos de un futuro redimido) sino también el hecho de que en el centro de la atracción del uno por el otro, incluso en la médula misma de los besos a pleno sol, había claroscuros donde anidaba ya el frío del invierno, la muerte de un símbolo.
– ¿Eres sincero conmigo, Manolo? A veces temo…
– ¿Qué temes?
– No sé…
El íntimo deterioro del mito se efectuó, no obstante, sin menoscabo de su creciente amor por el muchacho. La verdadera personalidad del joven del Sur se le reveló a Teresa precisamente (y bastaron tres tardes) al adquirir plena conciencia de que había sido seducida no por una idea, sino por un hombre. Primero fue una sensación de extravío mental, la necesidad de revisar algunos conceptos sobre el asombroso mundo en que vivimos al descubrir insospechadas uniones, escandalosos abrazos de la realidad con la ilusión: cierto domingo por la tarde, con sol y repentinos chubascos (era a últimos de agosto) Teresa se empeñó en entrar en un baile popular del Guinardó. Casualmente se habían refugiado de la lluvia en un bar desde el que veían el “Salón Ritmo”, al otro lado de la calle, y en cuya entrada se agolpaban los muchachos y las muchachas que llegaban corriendo bajo la lluvia. A Manolo se le ocurrió decir que éste había sido su baile, años atrás. “¿Por qué no entramos?”, propuso ella con una luz alegre en los ojos. “No te gustará, está lleno de golfos”, advirtió Manolo, pero ella insistió tanto (“lloviendo y sin coche, ¿qué otra cosa podemos hacer?”) que él no tuvo más remedio que satisfacer su capricho.
En aquel momento lo que caía del cielo era un diluvio. Manolo se quitó la americana y protegió con ella a la muchacha al cruzar la calle. Teresa se apretaba a él y se reía. En la taquilla había un hombre gordo y sonrosado que fumaba ideales y Teresa le pidió uno. “No seas descarada”, la amonestó Manolo cariñosamente. “Calla, hombre. Lo vamos a pasar pipa, ya verás”. Chicos 25 Ptas. Chicas 15. Descriminación, anunció la feliz universitaria. Consumición incluida en el precio. Actuarán: Orquesta Satélites Verdes con su cantor Cabot Kim (Joaquín Cabot) Maymó Brothers (ritmos afrocubanos) Lucieta Kañá (juvenil intérprete del cuplet catalán) y otras destacadas figuras del momento. “La cosa promete”, dijo Teresa. Desde el principio mostró una excitación extraña. Actuación única y especial del “Trío Moreneta Boys” (las bonitas notas de la sardana y el moderno rock fundidas en una sola composición). “Maravilloso -exclamó Teresa al entrar-. Yo no me pierdo eso”. Era un local denso y abarrotado, en la pista no se podía dar un paso. Muchachos endomingados, de ojos sardónicos y aire impertinente, iban de un lado a otro en grupos compactos, molestando a las chicas, inclinándose sobre ellas, escrutando sus escotes y susurrando piropos. Casi todos eran andaluces. Las ardientes miradas que captaba Teresa eran harto expresivas, y la presencia constante de Manolo a su lado la defendió de un asedio que, de ir ella sola, no se habría quedado en simple admiración. El azar quiso este día adornarla con una sencillez casi dominguera (falda blanca y plisada, blusa azul de cuello alto y ancho cinturón negro) que habría hecho juego con el ambiente de no ser por su lánguida melena de niña bien y su piel tostada por el sol del ocio, dos encantos que la traicionaban, pues ella hubiese deseado pasar desapercibida. En los palcos y en las sillas alineadas en torno a la pista había grupos estatuarios de muchachas que a ratos cuchicheaban, y al fondo, en el pequeño escenario, los Satélites Verdes con sus blusas rutilantes y su cantor (demasiado melódico, según criterio general) que lucía fino bigote negro y voz nasal, gregoriana. El local había pertenecido a una vieja Sociedad obrera cultural y recreativa (Hogar del Gremio de Tejedores) que, con toda su Masa Coral, su Biblioteca y su Teatro, hoy convertido en “Salón Ritmo”, desapareció con la República. Decoración solemne y anticuada: cuatro paredes espléndidamente circundadas en lo alto por una faja de guirnaldas de flores, racimos de uva y escudos de yeso en relieve con una cara dentro y debajo un nombre ilustre (Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Clavé) catalanes gloriosos, prohombres de aquel añorado obrerismo de “orfeó i caramelles”, y cuyos severos perfiles parecían desdeñar la dominical invasión de analfabetos andaluces. En la galería del primer piso, en medio del rancio olor de los palcos de madera, vagaba todavía el melancólico fantasma de un espíritu familiar y artesano que reinó antaño y que hoy sólo disponía de un refugio: el almacén de bebidas y trastos viejos, antes biblioteca y sala de billar, ahora con restos mutilados y aún estremecidos de Dostoiewski y de Proust traducidos al catalán junto a Salgari, Dickens, el “Patufet” y Maragall y oxidados trofeos y viejos estandartes del Hogar del Tejedor que duermen juntos el sueño del olvido.