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En la sala de baile hacía un calor infernal y triunfaba un espléndido olor a sobaco. Teresa refrenaba generosos impulsos comunicativos. ¡Oh bailes de domingo, el mundo es vuestro! ¡Islas incultas y superpobladas, cielos violentos, ternura avasallada, jardines sin aroma donde sin embargo florece el amor, vuestro es el mañana! Cogida al brazo de Manolo al estilo nupcial o sentada con él al fondo de un palco, relajado el cuerpo pero con la cabeza en la misma actitud vigilante y despierta que en la butaca de un cine (respirando un aire poblado de fantasmas) y luciendo su hermosa garganta desnuda, ella no perdía detalle del espectáculo y hacía comentarios elogiosos sobre las parejas que rodaban apretadas en la pista, infatigablemente, como en un hormiguero. Manolo reconoció algunos célebres elementos del barrio, los tenía muy vistos: eran los mismos que los jueves iban al Salón Price a bailar con las chachas, y también a Las Cañas, al Metro, al Apolo, y a los cines Iberia, Máximo, Rovira, Texas y Selecto, pequeños murcianos sudorosos con camisas rayadas de cuello duro y sofocantes trajes de americana cruzada, tiernos bailarines que nunca encontraban pareja, que daban vueltas y más vueltas en torno a la pista con las caras levantadas hacia los palcos y devorando con los ojos a las muchachas sentadas en las sillas como esfinges, y cuyo silencio despectivo o tajantes negativas ante los requerimientos de ellos: (“¿bailas, nena?”. “No”. “¿Por qué no?” “Porque no”. “Pues jódete, tuberculosa”. “Enano, sinvergüenza”) eran por supuesto, según Teresa manifestó a Manolo, injustas e infinitamente más crueles que los insultos que recibían. Tal vez por ello, y teniendo en cuenta que hoy Manolo no parecía compartir demasiado sus ganas de diversión (esto la sorprendió: sólo dos veces había conseguido que él la llevara a la pista para bailar, y aún de mala gana) Teresa no quiso negarle un baile al joven que inesperadamente se pegó a ellos, empeñado en hacerle recordar a Manolo cierta noche de juerga que habían corrido juntos mucho tiempo atrás. Teresa quiso que Manolo se lo presentara y le preguntó por su barrio y por su trabajo. El chico resultó ser de Torre Baró, un remoto suburbio, y dijo ser especialista en electrónica. “¿Quiere usted bailar?”, preguntó muy gentil. Teresa aún no se había decidido (vio que Manolo sonreía irónicamente, desinteresado) pero iba a ocurrir algo que la empujaría a aceptar alegremente: estaban los tres de pie en un ángulo de la sala, todo el mundo esperaba que la orquesta atacara el próximo baile (acababa de cantar Domin Marc y estaba anunciada la actuación del “Trío Moreneta Boys”) cuando, de pronto, se produjo un pequeño revuelo que serpenteó en medio de la pista; se oyeron algunos chillidos femeninos, las parejas se agitaron y muchas cabezas se volvieron en dirección a ellos. Al parecer, andaba por allí un bromista que pellizcaba a las chicas. Teresa se rió, como si aquello fuese la cosa más natural del mundo. “¡Qué divertido, me parece muy bien!”, dijo. Estaba frente al amigo de Manolo, cuya perfumada cabeza le llegaba a la barbilla; era un muchacho, sin embargo, que daba una extraña impresión de esbeltez, muy tieso, fino de cuerpo y envuelto en un furioso olor a agua de colonia, con una estrecha americana a cuadros, ojillos pesarosos de japonés y un tupé untado de brillantina. Teresa le miraba con simpatía pero seguía indecisa, y fue entonces cuando notó en las nalgas un pellizco de maestro, muy lento, pulcro y aprovechado. No dijo nada, pero se volvió disimulando, roja como un tomate, y tuvo tiempo de ver una silueta encorvada, los hombros escépticos y encogidos de un tipo bajito que se escabullía riendo entre las parejas. Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco, se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él, qué te parece el caradura”. “Y ¿le has llamado…?”, preguntó la otra. Teresa no pudo oír la respuesta porque el galante pigmeo que tenía enfrente y seguía mirando embobado insistió: “¿Bailamos, Teresina?” (delicioso, encantador, el electrónico). La orquesta se había arrancado, y Teresa, todavía con el tibio escozor en las nalgas, quien sabe si moviéndose en parte a instancias de la oscura y benemérita labor de tocones como aquél (héroes anónimos), o acaso por una simple fascinación del ambiente, se abandonó riendo en brazos del pequeño murciano de Torre Baró y temerariamente se lanzó con él al revuelto mar de achuchones, codazos y sudores. Superándose a sí mismos, el “Trío Moreneta Boys” interpretaba su gran éxito del momento, un bolero ideal para bailar a media luz. En aquel confuso mar de cabezas que rodaban lentamente en medio de la penumbra no había, en contra de lo que Teresa había pensado, ninguna alegría especialmente sana ni liberada de complejos burgueses: se bailaba apretadamente y en silencio y había una extraña seriedad en los rostros, flotaba un indecible aire de respetabilidad, grotescamente romántico y circunspecto, más aún que el que podría haber en un baile de sociedad organizado por ricas casaderas. Teresa siguió con los ojos a Manolo largo rato, veía sus espaldas alejándose aburridamente, le veía desde lejos y por encima de las olas, hasta que comprendió que ella se hundía sin remedio. Fue atroz, a pesar de que al principio le hizo cierta gracia; ella no era consciente de su leve falda airosa, de que no llevaba sostén baja la blusa, del derrame de sueños áureos que este insólito descubrimiento iba a provocar en su pareja. Resultado: el especialista en electrónica se reveló súbitamente como un arrimón desenfrenado, un desesperado pulpo con cincuenta manos y cuya boca jadeaba en la oscuridad sobre su pecho izquierdo, que había perdido el habla y que la empujaba con el vientre, sudando y afanándose penosamente, y que ella procuró resistir por pura cortesía hasta que, oprimidos por las demás parejas en medio de la pista, no pudiendo dar un paso más, se quedaron quietos, bloqueados, él basculando (Teresa notaba la pequeña y áspera mano recorriendo su espalda como una araña) y doblado hacia atrás como un fino y esforzado bailarín de tangos. ¿Dónde estaba aquella alegría directa y sana de los bailes populares? Un olor a sobaco, eso era todo. En torno a ellos, las parejas habían dejado de bailar y estaban quietas, con los rostros vueltos hacia el escenario y escuchando la canción del “Trío Moreneta Boys”. Las manos tenían desesperadas relaciones con las cinturas, extraños y penosos requiebros con las sombras. Teresa aún intentó reír, pero fue la última vez aquel día. De pronto se quedó rígida: la apretaba tanto aquel pequeñajo eléctrico, que la tenía prácticamente en vilo, sin dejarla tocar el suelo con los pies. Hacía rato que ya había perdido a Manolo de vista (¿se habrá ido, dejándome en manos de estos salvajes?) y repentinamente asustada, creyendo que se había quedado sola y que no podría escapar de allí, lanzó una furiosa mirada a su pareja, que se hallaba ya en un lamentable estado de disolución. Lo que Teresa- adivinó al ver sus ojitos (mucho tiempo después aún recordaría aquellos diminutos ojos congestionados y tristes, mirándola desde abajo como los de un perrito apaleado: fue realmente su primer contacto con la realidad) estuvo a punto de provocarle tal crisis de nervios que de pronto se soltó y empezó a abrirse paso a codazos, sintiendo que le faltaba el aire. Todo era mentira: el melódico “Trío”, los obreros amigos de Manolo, los bailes populares… Las parejas la miraban y sonreían, pero nadie parecía dispuesto a dejarla salir de la pista. “¡La finolis! Lo ha plantado”, oyó decir a una muchacha. “Pobre chico. Eso no se hace”. Finalmente consiguió llegar hasta donde había dejado a Manolo. Ni rastro de él. Quedó desconcertada en medio de la oscuridad. “Manolo”, murmuró débilmente. Podía ser cualquiera de las sombras que veía. Rostros desconocidos, extrañamente iluminados y sudorosos, como una pesadilla, se volcaban sobre el suyo y oscilaban al compás de una horrenda música de cháchara. “Manolo…” Una mano atrevida tiró de sus delicados cabellos de oro, y labios pegados groseramente a su tierna oreja babeaban palabras obscenas. “¿Me buscas a mí, rubia?” “Niñapijo, qué buena estás”. “No corras tanto, princesa, que pierdes las bragas”. Una muchacha robusta de labios rojos la defendió, insultando a los gamberros. Temblándole las piernas, avergonzada y furiosa a la vez, buscó a Manolo con ojos desesperados por todo el local, incluso en la galería del primer piso, donde algunas parejas bailaban estrechamente abrazadas en la sombra. Allí, en un pasillo, creyó ver a Manolo entrando en un cuarto y se precipitó tras él. Dentro, una bombilla amarillenta, enrejillada, vieja amiga de las moscas, depositaba mansamente sucia luz sobre cajas de cerveza apiladas junto a unas estanterías mohosas, de cristales rotos y llenas de telarañas; en el suelo, en el centro de la habitación, libros cubiertos de polvo y revistas antiguas amontonadas como para una fogata. “Manolo ¿eres tú?”, susurró. El cuarto olía a humedad. Una tos ahogada tras las cajas de cerveza. Los pies de Teresa tropezaron con el montón de libros (le parecía oír una alegre risa femenina) o mejor dicho, con un volumen que se había quedado algo distanciado de la pila, era un volumen de rojas cubiertas que yacía sobre una fotografía, amarilla por el tiempo, en la que destacaban unas blancas y venerables barbas: Madame Bovary y Carlos Marx rodaban por el suelo estrechamente abrazados, enardecidos, huyendo del montón de ciencia y saber dispuesto para el fuego o el trapero. Suspiros en algún rincón y además oyó perfectamente la risita licenciosa burlándose de ella, de su pasmo, de su miedo ante la realidad. De pronto algo se movió detrás de las cajas: una muchacha morena, de grandes y soñadores ojos negros, con trenzas, retrocedía hacia el rincón mientras se arreglaba la falda. Miraba a Teresa sonriendo algo azorada, pero sin un pestañeo, sin remilgos, refugiándose por inercia tras la pila de cajas. Junto a ella se incorporó un mocetón pelirrojo con chaqueta de camarero y una botella de coñac en cada mano. “¿Busca usted algo?”. La muchacha de las trenzas dejó oír de nuevo su risa llena y soñadora con los ojos ahora fijos en su amigo. Teresa bajó los suyos (miró por última vez a la insólita pareja que se revolcaba a sus pies, en medio de un glorioso olor a terciopelo mordido por la humedad) balbuceó una disculpa y luego dio media vuelta y salió corriendo. Regresó a la galería que daba sobre la pista de baile. Habían encendido las luces. Desde allá arriba, asomada a la barandilla, veía toda la pista y los palcos. Manolo se había esfumado “Tal vez se ha enfadado. Soy tonta, soy tonta…”. Al volverse tuvo otro sobresalto: el pequeño murciano estaba tras ella mirándola, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y sonriendo con una mueca indefinible. Esperaba, respetuoso, humilde, decididamente flechado. Teresa escapó corriendo otra vez y bajó las escaleras de cuatro en cuatro. Finalmente salió al vestíbulo, donde estaba el guardarropa y el bar.

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