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Manolo estaba en la barra, de pie, bebiendo una cerveza. El primer impulso de Teresa fue correr hacia él y arrojarse en sus brazos. Pero hizo un esfuerzo por calmarse y se acercó a su espalda despacio, con los ojos bajos. Al llegar se alzó de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Manolo se volvió, la miró sonriendo con afecto: “¿Te cansaste ya de bailar?” Teresa movió la cabeza afirmativamente, mirándole con cierta humildad aprendida, recuperada, y de pronto la abandonaron las fuerzas y apoyó la cabeza en el hombro de su amigo. “¡No vuelvas a hacerlo, por favor, no vuelvas a dejarme sola…!” Le pidió que la sacara de allí inmediatamente.

– ¿En qué mundo vives, chiquilla? -bromeó él cariñosamente, cuando Teresa se lo hubo explicado todo-. Te lo habla dicho, éste no es sitio para ti. -Y, abrazándola, acarició tiernamente su cabeza hasta que ella se tranquilizó.

Terminaron la fiesta en el Cristal City Bar, entre respetables y discretas parejas de novios que a las nueve de la noche deben estar en casa, terminaron besándose en paz en el altillo inaccesible a murcianos desatados y a tocones furtivos, frente a dos gin-tonic con su correspondiente y aséptica rodaja de limón.

Así, en sucesivas tardes, el tono emocional de Teresa fue lenta y delicadamente alterado. Otras fisuras: noches alegres y cálidas del Monte Carmelo, algazara de vecinos, guapos muchachos en camiseta, románticos paseos a la luz de la luna, consignas sobre reivindicaciones laborales en el famoso bar Delicias… Desde hacía tiempo, la joven universitaria ardía en deseos de conocer esta bullente vitalidad. Pero descubrió y tomó posesión del Monte Carmelo, una tierra mítica (como Florida lo fue en su día para los conquistadores) demasiado tarde. El barrio, hasta ahora, no había sido para ella más que un borroso círculo de sombras admiradas a distancia, puesto que Manolo siempre se había negado a llevarla al Carmelo y presentarla a sus amigos. Pero un nombre le era muy familiar a la universitaria: Bernardo. Manolo, por librarse de contar ciertas aventuras (él prefería llamarlas así, aunque Teresa empleaba una expresión quisquillosa y biológica: reuniones de célula) que ella le suponía graciosamente pero que él nunca había vivido, decidió tiempo atrás que al hablar de Bernardo imitaría siempre el estilo misterioso que había aprendido de los estudiantes al oírles hablar de Mauricio. El resultado fue que Bernardo se había convertido en otro prestigioso dirigente, despositario inaccesible e impenetrable de los mayores secretos: “¿Conoces a Bernardo? ¿Has oído hablar de él? Bernardo podría explicarte mejor que yo cómo funciona eso, yo no sé nada”, le decía a menudo a Teresa, cuando la curiosidad de la muchacha le ponía en un aprieto. “¿Me lo presentarás algún día, Manolo?” “No es prudente”, razonaba él. De modo que Teresa admiraba a Bernardo aún sin conocerle, un poco por reflejo de su atracción hacia Manolo y otro poco por su propia y audaz percepción moral. Pero su percepción moral era tan generosa como temeraria (el realismo moral de Teresa no provenía del esfuerzo analítico, como ella creía, sino del amor) y por lo tanto aún le reservaba desengaños.

Una noche que acompañó a Manolo hasta lo alto del Carmelo, al despedirse le propuso dar una vuelta por el barrio. Él empezó negándose, pero el deseo de abrazar a la muchacha detrás de algún matorral, al otro lado de la colina, y hablarle seriamente de algo que le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo (la posibilidad de obtener un buen empleo por mediación del señor Serrat) le perdió. “Está bien, daremos un paseo por el otro lado, te enseñaré el Valle de Hebrón.” Dejaron el coche en la carretera. Rodeando los hombros de Teresa con el brazo, ocultándola a las miradas de algunos vecinos que tomaban el fresco en los portales, Manolo la llevó hacia la calle Gran Vista. Pasado el bar Delicias, unos niños jugaban en medio del arroyo, y, a la luz que salía de un portal, dos chiquillas cantaban cogiéndose de las manos:

El patio de mi casa es particular,

se moja cuando llueve, como los demás…

Teresa se acercó a las niñas y cantó un rato con ellas, poniéndose en cuclillas. Su tono emocional volvió a subir peligrosamente. La noche era estrellada y tibia, la luna rodaba perezosamente sobre las azoteas, envuelta en gasas verdes, y había un arrebol en las orillas del cielo. Sólo faltaba una radio, alguna radio sonando muy fuerte desde cualquier terraza, difundiendo en la noche una melodía vulgar y cursilona. En el descampado, al final de Gran Vista, empezaba el camino de carro que conducía hasta el Parque del Guinardó. Se sentaron un rato en un ruinoso banco de piedra semicircular y luego bajaron por la pendiente cogidos de la mano, entre los pequeños abetos del Parque. Se oía el chirrido metálico de los grillos. Teresa se recostó en la hierba. Sus labios eran explícitos esa noche, sus ojos, vencidos, llenos de generosidad y de ternura: acaso es el momento, pensó él, de sincerarse con la chica, el momento de decirle que me he quedado sin trabajo, que veo muy negro el futuro y que tal vez su padre podría proporcionarme, si ella se lo pedía, algún empleo de cierta responsabilidad y con porvenir…

– Nena, oye, tu papá…, tu papá, ¿tu papá no podría…?

Era la ardiente boca de ella y aquellos diminutos y agudos pechos de fresa la causa de su tartamudeo, de ningún modo la indecisión; era aquel universo duplicado que él albergaba en el hueco de sus manos, que le quemaba, que le anticipaba todos los dulces cordiales espasmos de dignidad y de prosperidad futuras… Se incorporó para poner un poco en orden sus ideas. Teresa le miraba desde el suelo con ojos soñolientos. Y una vez más volvió a ella dudando: podía hacerla suya y ser su amante durante un tiempo, cierto; quizá durante meses y meses; pero ¿qué ganaba con esto? ¿Qué significaba esta inmensa palabra: amante? ¿Qué muchacha moderna, universitaria o no, pero rica y con ideas nuevas, no tiene hoy un amante sin que pase nada? Luego, si te he visto no me acuerdo, fue hermoso pero adiós, pasión fugaz y efímera unión la de los sexos, ya se sabe, la vida y tal. No, chaval, tu idea de Teresa en la cama no era totalmente exacta: porque se puede ciertamente poseer a una criatura tan adorable como ésta, tan instruida y respetable (por cierto, sus defensas morales no son tan sólidas como pregona la respetabilidad de su clase), pero no siempre se puede poseer el mundo que va con ella. Fíjate, no hay más que acariciar una sola vez esta bonita melena de oro, estas soleadas rodillas de seda, no hay más que albergar una sola vez en la palma de la mano este doble universo de fresa y nácar para comprender que ellos son los lujosos hijos de algún esfuerzo social y que hay que merecerlos con un esfuerzo semejante, y que no basta con extender tus temblorosas garras y tomarlos…

Teresa se levantó, fue hasta su amigo y le abrazó por la espalda. “Qué bonito se ve todo desde aquí, ¿verdad?”, dijo. Los abetos y los pinos olían intensamente en torno a ellos. A lo lejos brillaban las luces de Montbau y del Valle de Hebrón, por cuya carretera se deslizaban los coches con los faros encendidos, ingresando uno tras otro en la ciudad, como en una procesión. Teresa le soltó, riendo, y dio unas vueltas en torno a él. “Me gusta tu barrio -dijo-. Te invito a un carajillo en el bar Delicias.” “Se dice un perfumado”, corrigió él, sonriendo. “Pues eso, un perfumado -dijo ella-. Quiero un perfumado del Delicias.” Manolo se acercaba a ella despacio, rumiando palabras, sonriendo, flotando, como en sueños, y la besaba una y otra vez, le mordía el cuello, bañaba el rostro en sus rubios cabellos (tú papá, tu-pa-pá-pa-pá-podría…) hasta que ella volvía a soltarse riendo y se hacía perseguir. Manolo la seguía, tropezando, la alcanzaba, la perdía. Chiquilla, que me vuelves loco. “¡Quiero un carajillo, quiero un perfumado! -entonaba ella tercamente-. Llévame al Delicias y luego volvemos aquí otro rato, ¿eh?”, propuso con una sonrisa irresistible. Y súbitamente echó a correr hacia lo alto, hasta el camino, donde se paró un instante y se volvió para mirarle, siguiendo luego en dirección a la calle Gran Vista. Manolo fue tras ella despacio, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. El canto de los grillos le estaba exasperando. Al llegar a las primeras casas de la calle apretó el paso. No veía a Teresa. Y ocurrió entonces: oyó su grito cuando la muchacha debía hallarse a unos cincuenta metros de distancia; la oscuridad de la calle no le permitía ver nada, pero lo adivinó en el momento de echar a correr hacia Teresa. La encontró arrimada a la pared, tapándose la cara con las manos y de espaldas a las sombras del otro lado de la calle. Sus hombros estaban agitados.

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