– ¿Qué te ocurre? -preguntó él.
Teresa hizo un esfuerzo por reponerse, suspiró, con los brazos en jarras. Más que asustada por algo, parecía indignada.
– Allí -murmuró-, en aquel portal… Hay un hombre…
Señalaba un rincón sumido en la sombra, una de las arcadas del muro de contención de Casa Bech pegado a la colina, y cuyos interiores estaban habitados. La luz esquinada del único farol que alumbraba aquel sector de la calle no alcanzaba a penetrar en la arcada, pero revelaba algo del desconocido: unos viejos zapatos sobre los que caían las vueltas enfangadas de unos pantalones demasiado largos. “Me ha dado un susto de muerte, el loco -murmuró Teresa-. Porque debe estar loco, de pronto ha salido de lo oscuro y se ha plantado ante mí con los brazos abiertos y con… todo desabrochado, riéndose, mirándome, ¡casi no puedo creerlo!” Se oía un jadeo en la sombra, los pies del desconocido se movieron. Manolo se precipitó hacia allí como una flecha y hundió sus manos en lo oscuro, dio con el cuello pringoso de una camisa (sus dedos rozaron una barba de tres o cuatro días y una gran narizota cuyo tacto le resultó familiar) que desprendía un insoportable olor a vino. “¡Anda, ven, asqueroso! ¡Que yo te vea!”, exclamó, y tiró fuertemente hacia sí: lo que salió de las sombras, tambaleándose como un monigote a la tenue luz del farol, era nada menos que el Sans, o mejor dicho, lo que quedaba de él después de casi dos años de servir de blanco a la mortífera máquina conyugal de la Rosa. “¡No te da vergüenza, desgraciado, un padre de familia!”, dijo Manolo zarandeándole, y, dominado por una rabia repentina, empezó a darle puñetazos. La gamberrada del Sans no era cosa nueva en un barrio alejado y mal alumbrado como éste, ocurría con cierta frecuencia y Manolo lo sabía. Sin embargo, propinó tal castigo al Sans (en realidad le movía un sentimiento de venganza que iba más allá del que podía inspirarle la ofensa hecha a Teresa) que la misma muchacha se sorprendió. “No le pegues más, déjalo.” Pero Manolo seguía. “¡Ese no tiene derecho a la vida! -exclamaba-. ¡Si ya se lo dije hace tiempo, le advertí! ¡Desgraciado! ¡Mira a lo que has llegado!” El Sans, completamente borracho, riéndose tristemente, se cubría el rostro con los brazos, acorralado en la pared. “¡Yo no sabía! -gimió, y tartajeaba, invirtiendo las vocales-: ¡No te había visto, te juro que ni te había visto…!” Finalmente, tropezando, casi a rastras, consiguió escabullirse y echó a correr. Manolo aún le gritó: “¡Trinxa, animal! ¡Así habías de acabar, desgraciado, asustando a las mujeres indefensas! ¡Desaparece, muérete ya, que no tienes derecho a la vida!” Volvió junto a Teresa, que le miraba con ojos de asombro, la rodeó con el brazo y explicó: “Estos barrios… Ya te lo dije una vez. Son calles oscuras, las chicas decentes no pueden salir solas de noche. A veces ni las casadas; a mi cuñada también le ocurrió, una noche volvió a casa llorando… ¿Te ha hecho algo?” “No, no… ¿Es un chico del barrio? Parece que le conoces.” “Le hubiese matado, mira. No era malo… -murmuró, pensativo-. No era malo, no creas. Se complicó la vida, las cosas le fueron fatal, pero la culpa es sólo suya. Siempre se lo dije, le previne. Ahora está acabado, se ha dado a la bebida y no hace más que burradas. Algún día aparecerá por ahí con la cabeza rota.” “Pero -dijo Teresa- si es amigo tuyo, ¿por qué le has pegado así? En realidad no me ha tocado “
“¿Pues no te digo? Porque se lo merecía… El se lo ha buscado”, concluyó Manolo de mal humor.
Por supuesto, se guardó mucho de decirle que este guiñapo calenturiento era el famoso Bernardo, el otro héroe anónimo del Carmelo. Pero de nada le iba a servir, porque cuando regresaban al coche, la muchacha quiso tomar una copa en el bar Delicias (aunque ya sin aquel entusiasmo de antes, alegando que la necesitaba para que se le pasara el susto). Cuando Manolo se dio cuenta y quiso evitarlo, Teresa ya estaba dentro. Y allí estaba Bernardo, solo, en una mesa del rincón, todavía jadeando, sangrando por la nariz y quieto como una rata asustada. Es posible que Teresa nunca hubiese llegado a sospechar la verdad de no encontrarse allí el hermano de Manolo. Todos se volvieron al verla entrar: dos cobradores de autobús que hablaban con el hermano del Pijoaparte, de codos en la barra, cuatro muchachos que jugaban al dominó y un viejo sentado junto a la entrada. El hermano de Manolo se acercó a ellos. Sonreía con desconfianza y daba cabezazos en el aire. Era un hombre de unos treinta años, alto y encorvado, con una morena y pesada cara de palo y grandes dientes amarillos; cachazudo, lento, rural, muy dado a la salutación efusiva; llevaba un mono sucio de grasa como única vestimenta. En el barrio le tenían por medio chalado y nadie le hacía caso. Era muy aficionado a los chistes rápidos (había tanta, tanta sequía, que los árboles corrían detrás de los perros, je, je, je), pero, paradójicamente, era muy prolijo y escrupuloso en el detalle al contar otras cosas, con muchas digresiones sentenciosas injustamente desoídas, y en el bar huían de él. Precisamente por ello, porque a menudo le dejaban solo con la palabra en la boca, tenía una curiosa manera fraccionaria de contar las cosas: siempre parecía haberlas empezado a contar en otra parte, a otra persona (que le había vuelto la espalda sin esperar el final), y ahí estaba él de repente, buscando compañía con los ojos, dispuesto a continuar la historia. Como el hecho se repetía con bastante frecuencia, el resultado era una especie de capítulos por entrega que nunca terminaban, repartidos equitativamente entre varios conocidos, a ninguno de los cuales, al parecer, interesaba ni el principio ni el fin. Sin embargo, a Teresa sí iba a interesarle el final de la historia de esta noche, puesto que se refería precisamente a Bernardo. Manolo no tuvo más remedio que presentar a Teresa (“Una amiga -dijo-. Nos vamos en seguida”) y su hermano se empeñó en que la muchacha bebiera una copita de calisay (“es muy bueno para las mujeres”, explicó, sin que pudiera saberse exactamente en qué consistía esa bondad) que Teresa agrade-ció gentilmente. Encontró simpático al hermano de Manolo, con esa mansedumbre facial que recuerda un poco a los caballos, pero ella sólo tenía ojos para Bernardo Sans, acurrucado en su rincón, avergonzado. El hermano de Manolo se había acercado de nuevo a los cobradores de autobús que bebían cerveza en la barra; empezó a contarles algo, pero como ellos persistían en su empeño de darle la espalda, el hombre dio una perfecta media vuelta sobre los talones y se encaró con Teresa para continuar:
– …y se conoce que le han zumbado bien esta vez, mírele usted, ya puede usted mirarle, ya, lleva una buena tajada, pero no crea que es peligroso, es que su mujer es de miedo, aquí este inútil (señaló a Manolo) de mi hermano se lo puede decir, antes él y Bernardo (señaló a Bernardo, y Teresa se quedó en suspenso al oír su nombre) siempre salían juntos, cuando las cosas marchaban bien para todos, cuando había interés por el trabajo y una pizca de dignidad, lo que pasa es que Bernardo ha tenido mala suerte con la Rosa, que es un sargento. La Rosa es su mujer -concluyó en un alarde de precisión.
Fue al final del rollo de esta noche. Teresa pensó que el principio debía contener sin duda otras revelaciones no menos sorprendentes, pero imposible recuperarlo ya, estaría deshaciéndose en la memoria de los dos cobradores de autobús. De cualquier forma, la terrible sospecha estaba de nuevo aquí: aquel gran Bernardo del cual Manolo le había hablado tanto, y que ella había comparado con Mauricio (errante sombra parisiense y genitora), ¿sería esta piltrafa humana que sangraba en el rincón? Sus sospechas aumentaron al captar a su lado una furtiva mirada de Manolo, una mirada que espiaba sus pensamientos, y de pronto experimentó de nuevo aquella náusea y aquella sensación de desencanto que se adueñó de ella en el baile del domingo. En este momento vio a Bernardo levantándose para salir: ¿este pobre tipo que camina balanceándose, encorvado, empujando el rostro, empujándolo tercamente como un ciego o como un loco peligroso, esta ruina moral y física podía ser Bernardo, el grande, el duro e invulnerable cerebro que trabajaba en la sombra?… De no ser porque resultaba demasiado lúgubre esa espalda, ese arrastre de pies, ese abrumado espectro del Carmelo, ella se habría echado a reír. ¿Y semejante irresponsable, semejante futuro delincuente sexual había de ocuparse de la impresión de los folletos para los estudiantes? Lo sabía, lo había sospechado siempre: el Monte Carmelo no era el Monte Carmelo, el hermano de Manolo no se dedicaba a la compraventa de coches, sino que era mecánico, aquí no había ninguna conciencia obrera, Bernardo era un producto de su propia fantasía revolucionaria, y el mismo Manolo…