– ¿Te quieres callar ya, niña?
Maruja le sonrió tímidamente. Él cerró los ojos, las manos bajo la nuca. Al poco rato oyó un rumor de pies desnudos acercándose y luego un peso blando y cálido sobre su pecho. El dulce olor que emanaba de la piel de la muchacha le envolvió la cabeza. Oyó su voz como en sueños: “Manolo, mi vida, aquí no puedes quedarte…” Abrió los ojos y vio los de ella, negros y brillantes, risueños, a unos centímetros de su rostro. Ahora podía ver también la leve señal rojiza que algún golpe había dejado en uno de los pómulos. “Animal, se dijo, pedazo de animal”.
– Quita, raspa, no estoy de humor -masculló, pero sus manos se deslizaron hasta las nalgas de la muchacha.
– No me llames eso, por favor -dijo ella mientras le besaba y le mordisqueaba el mentón-. ¿Sabes que eres muy guapo? Eres el chico más guapo que he conocido. Casi das miedo de guapo que eres…
– Déjate de chorradas. Y dime, ¿quién fue el primero? -¿Cómo?
– Venga ya, no te hagas la estrecha. ¿Quién fue el primero? Maruja escondió el rostro en el cuello del murciano.
– ¿No te reirás de mí? -preguntó-. Prométeme que no te reirás si te lo digo. Un novio que tuve… Era canario y hacía la mili en Barcelona. No le he vuelto a ver.
– ¿Le querías?
– Al principio, sí.
El Pijoaparte se echó a reír.
– Un quinto tenía que ser. Mira que llegas a ser tonta. ¿No sabes que los quintos son unos granujas que sólo buscan tirarse a las tontas como tú…?
– No digas palabrotas.
– ¿De dónde eres?
– ¿Yo? De Granada. Pero vivo en Cataluña desde chiquita. -¿Y tus padres?
– Mi padre en Reus, es el masovero de una finca del señor Serrat, y yo me crié allí, y allí conocí a la señorita porque venía a veranear con sus padres. Nos hicimos muy amigas, desde pequeñas. Ahora no veranean en Reus, hace ya mucho tiempo, porque tienen más dinero… Cuando murió mi madre yo tenía quince años, y la señora me trajo a Barcelona para que la ayudara en la casa.
Habló también de su abuela y de un hermano que estaba a punto de entrar en quintas, todos en Reus. Él seguía acariciándola. Cuando iba a revolcarla de nuevo sobre la cama, ella se soltó y se incorporó de un salto…
– No, es tarde… Será mejor que te vayas.
– ¡Pues claro, raspa!, ¿qué crees que voy a hacer? Perderte de vista cuanto antes, eso voy a hacer.
Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Fue hacia la ventana y Maruja, cuando le vio con una pierna fuera, corrió hasta él.
– ¡Espera! ¿Te vas así? ¿Cuándo te veré otra vez?
Llevaba en la mano derecha un cofrecillo de madera labrada y acababa de ponerse unos aros en las orejas, adorno con el que sin duda había pensado darle una sorpresa al muchacho. Pero él ya había saltado de la ventana y estaba en medio del macizo de flores, mirando en dirección al mar con cierta ansiedad en los ojos, al tiempo que introducía los bordes de su camisa en el pantalón. Luego se echó los cabellos hacia atrás con la mano. Desde la ventana, a medio vestir, Maruja le miraba con ojos tristes. Tras él, el pinar exhalaba todavía un pesado silencio nocturno, roto sólo por el siseo de las olas en la playa. El aire estaba quieto y nada anunciaba la salida del sol. El rostro del Pijoaparte se quedó ahora tenso, vuelto hacia la criada pero sin mirarla todavía: por su expresión parecía estar registrando alguna profunda sacudida sísmica o lejanas voces perdidas que ahora el oleaje devolvía y dejaba colgadas, vibrando, en medio del aire fresco de la madrugada. Luego, repentinamente, fijó los ojos en Maruja y una sonrisa iluminó su rostro:
– ¿Son joyas? ¿De dónde las has sacado? ¿Te las regaló la señora…?
– Estos aros, no. Los compré hace una semana. ¿Verdad que son bonitos? Oye, ¿cuándo te veré?
El Pijoaparte tenía los ojos clavados en el cofrecillo.
– Muy pronto. ¡Abur, raspa! -gritó dando media vuelta y alejándose hacia el pinar.
La motocicleta estaba donde la había dejado. Salió con ella a la carretera y se lanzó a velocidad de vértigo en dirección a Barcelona. Durante todo el viaje estuvo obsesionado por una idea: una y otra vez se le aparecía Maruja en la ventana, de pie, sosteniendo en la mano el cofrecillo que guardaba sus pobres joyas.
Llegó a la ciudad cuando ya el sol teñía de rosa la cumbre del Carmelo, en el momento en que la Lola, en su casa de la calle Muhlberg, saltaba de la cama para ir al trabajo, destemplada y deprimida, seriamente enojada consigo misma por enésima vez… Se cruzó con el Pijoaparte al bajar hacia la plaza Sanllehy, en una de las revueltas de la carretera del Carmelo: distenso, abstraído, remoto, los negros cabellos revoloteando al viento como los alones de un pajarraco, aguileño por la imperiosa reflexión y por la misma velocidad endiablada que llevó durante todo el viaje, el perfil del murciano se abría como un mascarón de proa en medio de la cruda luz de la mañana. Lo único que la muchacha pudo ver, envuelta en el ruido ensordecedor de la Ossa, fue un repentino perfil de ave de presa volando sobre el manillar, retenido durante una fracción de segundo con un parpadeo de asombro.
Mientras corría hacia la cumbre del Carmelo, al Pijoaparte se le ocurrió la idea, por vez primera, del robo de las joyas en la Villa. No vio a la Lola hasta que ya hubo pasado: el espejo retrovisor recogió su espalda un instante, la retorció en su universo cóncavo y frío y la empequeñeció remitiéndola definitivamente a la nada.
Desde la cumbre del Monte Carmelo
En realidad, el gangster arriesgaba su vida para que la rubia platino siguiera mascando chicle.
(De una Historia del Cine.)
Desde la cumbre del Monte Carmelo y al amanecer hay a veces ocasión de ver surgir una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavía sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolas. La brisa del mar no puede llegar hasta aquí y mucho antes ya muere, ahogada y dispersa por el sucio vaho que se eleva sobre los barrios abigarrados del sector marítimo y del casco antiguo, entre el humo de las chimeneas de las fábricas, pero si pudiera, si la distancia a recorrer fuera más corta -pensaba él ahora con nostalgia, sentado sobre la hierba del Parque Güell junto a la motocicleta que acababa de robar- subiría hasta más acá de las últimas azoteas de La Salud, por encima de los campos de tenis y del Cottolengo, remontaría la carretera del Carmelo sin respetar por supuesto su trazado de serpiente (igual que hace la gente del barrio al acortar por los senderos) y penetraría en el Parque Güell y escalaría la Montaña Pelada para acabar posándose, sin aroma ya, sin savia, sin aquella fuerza que debió nacer allá lejos en el Mediterráneo y que la hizo cabalgar durante días y noches sobre las espumosas olas, en el silencio y la mansedumbre senil, sospechosa de indigencia, del Valle de Hebrón.
Se sentía muy solo y muy triste.
Había empezado a vencerle el sueño y la fatiga y había visto que la luz de los faroles, en la ladera oriental del Carmelo, palidecía poco a poco y se replegaba en sí misma ante la inminencia del amanecer. Desapareció de su camisa rosa y de su pantalón tejano la humedad que la hierba le había pegado con las horas y pensó que, a fin de cuentas, un día de playa era lo mejor, entre los pinos se está bien, puede que la Lola no resulte tan ñoña como yo imagino, rediós, qué mujerío el de mi barrio. “Todavía estará durmiendo, anoche debió ser feliz preparando mi comida, la_ estoy viendo contar las horas que faltan… Pero seguro que sólo es chica para magreo”. Se dijo que Bernardo aunque ya había caído en el lazo, en eso por lo menos seguía llevando los pantalones, algo había aprendido a su lado además de forzar puertas de automóviles y apañar motos, buen chaval Bernardo, a pesar de todo, amigo de verdad, compañero chimpancé, feo de narices él. “Bien mirado, ha sido una suerte que el Cardenal no haya querido cerrar el trato ahora mismo, ni siquiera guardar la moto en su casa: Bernardo no se merece esta faena”.