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Al principio sólo fueron pasos discordes

Me amó por los peligros que he corrido.

Otelo

Al principio sólo fueron pasos discordes y confusos, un vacilante roce de caderas durante cortos paseos al atardecer.

Todo empezó una calurosa tarde de aquel mes de julio en que decidieron salir de la clínica más temprano que otras veces. La habitación de Maruja se había ya convertido para ellos en una especie de santuario del amor en ruinas (con una indiscutible sacerdotisa: Dina, la enfermera mallorquina) que imponía silencio, confusos recuerdos y demasiado respeto debido al grave estado de la enferma: ninguna reacción, ninguna mejoría, ninguna señal de vida que turbara el letargo y el silencio (aquel gran silencio de Maruja, qué extraño, que sugestión del futuro al hacerle compañía: ¿qué se podría hacer por ti, pobre y dulce amiga, que más podríamos hacer por ti?) que les remordía vagamente y les cohibía. Hasta ahora Teresa y Manolo habían pasado la mayor parte del tiempo sentados en las butacas del saloncito contiguo, hablando de Maruja y mirando revistas, con largos silencios (rasgados de tarde en tarde por el fulgor de una mirada furtiva), y sólo al atardecer se consideraban libres para irse. Manolo se mostraba prudente y reservado, en todo dejaba que ella decidiera: el sol ígneo de la decisión y la osadía aún no brillaba con todo su esplendor en el cielo pijoapartesco. A veces era la enfermera Dina, con su sonrisa misteriosa tras la que se pudrían oscuras flores románticas, la que sumergía sus cuerpos encantados en el baño tibio y verde de un indecible trópico: “¡Vaya juventud! Si yo estuviera en vuestro lugar, de vacaciones y teniendo coche, en vez de venir aquí a pasar calor y a no hacer nada -porque los dos sabéis muy bien que no podéis hacer nada por ella, no disimuléis-, pues yo en vez de perder el tiempo me iría a Sitges”. Por su manera de pronunciar Sitges (un chasquido, una irisación de nácar, y la palabra se deshacía en su violenta boca roja como un marisco fresco) forzosamente había que deducir que la mallorquina tenía razón. En efecto, ¿qué hacer con aquellas tardes sofocantes, en una ciudad como viciada, dormida?

Teresa le llevaba al Carmelo en su coche, y acostumbraban parar en algún bar para tomar un refresco. Luego navegaron un poco a la deriva por las Ramblas y el barrio chino, la universitaria escoraba por el lado izquierdo, tendía naturalmente hacia la calle Escudillers y ciertos fondos populosos y heterogéneos. La aventura no tenía aún lugar; pero se podían ya enumerar toda una serie de lances amorosos de la sangre, de pequeñas emociones unilaterales que oscilaban de un cuerpo a otro con intermitencias dictadas por el azar: a veces, de pie ante el concurrido mostrador de una taberna -resultó que la estudiante conocía no pocas tabernas curiosas, y le encantaba recorrerlas rápidamente, como si sólo deseara comprobar que seguían allí, todavía con recuerdos de su paso en compañía de amigos de la Facultad y con su misma deprimente fauna flamenca, su mismo buen vino (infecto, según pensaba Manolo, aunque no decía nada) y sus mismas prostitutas y vendedoras de lotería- muy juntos, arropados en esa impunidad ficticia de la algazara popular, sus caderas se rozaban involuntariamente: Manolo no podía saberlo, pero aquella emoción de Teresa que una noche de invierno, frente a la verja de su casa de San Gervasio, se había realizado a través de su tosca bufanda de lana, se repetía ahora en la muchacha a través de este roce de nudillos y caderas, o con unas palabras dirigidas a un tranviario, a un vendedor ambulante, a un viejo y presunto republicano hoy guitarrista. Para ella era algo más que la simple turbación causada, por ejemplo, por su fuerte mano al apretarle el brazo mientras cruzaban una calle corriendo entre los coches; aunque no le daba importancia, naturalmente: una universitaria moderna, de las del 56, dialéctica y objetiva, experta en la captación de la realidad.

Pero la realidad era todavía un feto que dormía ovillado en el dulce vientre de la doncella: antecedentes culturales de reconocida y temible fuerza ideológica la habían misteriosamente engendrado, y ella, generosa, inconsciente, preñada de luz y solidaria, buscaba ahora en su nuevo amigo cierta satisfacción moral de signo progresista, confundiendo ésta, momentáneamente con el deseo. Pero una tierna música banal cualquiera, un disco escuchado al azar en un bar bastaba a veces para que la mirada de terciopelo del murciano (que la contemplaba devorado por Dios sabe qué otra solidaridad) le hiciera entrever por un breve instante la existencia de una realidad superior, más inmediata y urgente, aquel indecible trópico que Dina la sacerdotisa les había recomendado. Eran, sin duda, sugestiones fugaces, espejismos de burguesita reprimida e insatisfecha -se decía a sí misma, muy dada a la autocrítica-, pequeños egoísmos de la carne que ahora, frente a un auténtico militante, resultaban indignos y ridículos. Por ello, debido a la ambigüedad del atractivo que sobre ella ejercía el murciano (triple seducción: el complot, el amor y la muerte) persistía aún cierto desajuste emotivo, muy curioso, casi cómico, que teñía de un rosa bufonesco estas primeras tardes; un día, por ejemplo, fue en la penumbra plateada de un cine de barrio al que ella se empeñó caprichosamente en entrar: Marlon Brando cabeceaba astuta y seductoramente (aprende, chaval) con el legendario torso desnudo y los negros mostachos de Emiliano Zapata, sentado en la cama junto a su joven esposa en la noche de bodas, mientras Teresa resbalaba en su butaca hasta apoyar la cabeza en el respaldo y dejar al descubierto, con radiante veleidad, una buena parte de sus muslos soleados. Muy infantil, relajada y feliz, mientras consideraba aquella hermética belleza de la mandíbula del astro, con el rabillo del ojo captaba turbulentas miradas de Manolo lanzadas a su perfil. La escena que se desarrollaba en la pantalla (conmovedora estampa del héroe popular: el revolucionario analfabeto que, consciente de su responsabilidad ante el pueblo, en su noche de bodas le pide a su bella esposa lecciones de gramática en lugar de placer) tenía tanta fuerza que Teresa, creyendo que el muchacho experimentaba la misma satisfacción que ella, que sus miradas expresaban emociones afines, volvía a menudo la cabeza a él y le sonreía, se mordía el labio, se ponía pensativa, aprobaba con los ojos Dios sabe qué, hasta que al fin, al inclinarse hacia el chico para hacer un comentario elogioso a propósito de los campesinos mejicanos con conciencia de clase, captó de pronto ese fluido tórrido que desprende la piel anhelante y algo en la mirada de él adorándola, adorando francamente sus piernas y su cuello y sus cabellos, por lo que nada dijo, desconcertada, fijando de nuevo su atención en la película. Al mismo tiempo notó que algo se removía bajo su cabeza, produciéndole un súbito vacío: descubrió así que la había tenido apoyada todo el rato no en el respaldo de la butaca sino en el fuerte, paciente y discreto brazo de él. Incluso con el buen cine, uno pierde el sentido de la realidad.

A propósito de estas primeras pequeñas aventuras unilaterales, la más terrible y risible se produjo en ocasión de una carrera endiablada, suicida, a la cual se lanzó Teresa con su Floride cierta noche que regresaban a la ciudad por la autopista de Castelldefels. Habían salido simplemente a dar un paseo, a última hora de la tarde, pero Teresa se había animado a ir lejos y cuando volvían era noche cerrada. Teresa llevaba una blusa a rayas de cuello corto y un rojo pañuelo de seda que flotaba al viento con sus cabellos. Tenía la radio encendida y se oía un cha-cha-cha. El murciano, que nunca había experimentando la emoción de la velocidad en un coche sport, miraba alternativamente el haz de luz de los faros sobre el asfalto, el cuenta-kilómetros (la aguja pasaba ya de los ciento veinte) y el delicioso perfil de Teresa, mientras con una mano se agarraba firmemente al cristal delantero, y mantenía el otro brazo sobre el respaldo del asiento de la muchacha. “¿Te gusta correr?”, le gritó Teresa. Él asintió vagamente con la cabeza. Sentía en las sienes el golpeteo de su propio cabello atezado y en el rostro la furia del viento pegándose, adheriéndose a la piel como una máscara cálida, mientras que en alguna parte un dulce zumbido iba en aumento y lo llenaba todo. La velocidad era cada vez mayor, y el zumbido se hacía cada vez más agudo y delgado, subía, subía primero por su vientre y luego por su pecho y de pronto inundó sus sentidos y se diluyó en una plenitud silenciosa, sideral, en una pueril emoción de luz de luna, de ingravidez… Pero Manolo desconfiaba de las emociones mecánicas (recordó oscuramente que una vez el Cardenal le habló de ciertas máquinas tragaperras que echándoles una moneda se la cascan a uno, en los Estados Unidos, debía ser un chiste) y sospechó que todo se había confabulado para aturdirle: la luna y las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas. Su habitual desenvoltura en torno a la hembra no había previsto este ataque traicionero, esta borrachera de los sentidos, y por vez primera en la vida se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella hermosa fuerza conjunta (automóvil-ricamuchacha-cha-cha) que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo. No supo lo que fue, si el perfil adorable de Teresa con los labios entreabiertos y los rubios cabellos al viento, flotando trenzados con el rojo pañuelo (una llama fulgente en la noche) o el ardiente roce de sus caderas, o tal vez la misma velocidad, aquel vehemente zumbido que era la plenitud de algo, pero lo cierto es que en un momento dado, súbitamente, un júbilo sordo, un dulce vacío en la médula (¡para, loca, despacio!) una excitación como nunca en la vida había experimentado y un ardor punzante produjo el segundo y definitivo cambio en sus sentidos: un brusco taponamiento en los oídos, mientras ingresaba en alguna región etérea y echaba suavemente la cabeza hacia atrás (¡para, nena, para!) y miraba el firmamento, y la música del cha-cha-cha envolvió su cabeza y flotó, y se estremeció, y creyó disolverse allí mismo… en el preciso momento en que Teresa (oh niña ingrata) frenó bruscamente al borde de la autopista y, con gesto desfallecido, ella también, apoyó la cabeza despeinada en el volante y dejó escapar un profundo suspiro.

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