– No te suenes en la mesa, que es de mala educación.
Su mirada pretendía sin duda infundir respeto. Pero la chica, mirándole a su vez por encima del pañuelo con sus ojillos rencorosos, se sonó nuevamente, y todavía con más fuerza. El Cardenal, súbitamente, le golpeó las manos repetidas veces con la punta de los dedos, sin fuerza, como en una rabieta infantil, mordiéndose la lengua, hasta hacerle caer el pañuelo. Ella sonreía y seguía mirándole con su aire de insecto encogido. “Descarada”, dijo su tío. Estaba rojo de ira. Dotado de una urbanidad lunática de clase media, al Cardenal le salía a menudo el plumero en la mesa, sobre todo en la mesa, y con un decoro realmente de camarero (oficio que había desempeñado en su juventud) mostraba orgulloso un exagerado amor por las buenas maneras, que nunca había conocido bien pero que él resumía escuetamente en dos o tres principios elementales (lavarse las manos antes de las comidas, no cantar ni leer mientras se come, ponerse a la izquierda de las personas mayores) y que imponía a su sobrina severamente, pero sin éxito. Su obsesión era lo de sonarse en la mesa sin volver la cabeza. La muchacha recogió el pañuelo tranquilamente, se lo guardó en el escote y, tarareando entre dientes, se levantó para quitar la mesa. A partir de este momento, el Cardenal fue desmoronándose rápidamente. “Tan fina como era de niña”, murmuró.
– Bueno -dijo Manolo al pasar junto a él-. ¿Me haces este favor, sí o no?
– Primero reflexiona, hijo. Yo puedo resistir una temporada sin trabajar, pero tú no.
– No seas cascarrabias -dijo el chico palmeándole la espalda-. Tú no puedes hacerme eso.
– Es por tu bien -dijo el viejo dulcemente-. Y es que es una lástima…
– ¿Sabes qué te digo, Cardenal? Que eres un cabronazo de tomo y lomo.
La voz del viejo se hizo primero plañidera, luego susurrante:
Y es que es una lástima, cada año, cuando llega el verano, es una triste lástima, siempre haces lo mismo, te embarcas en alguna historia de faldas y durante un tiempo andas por ahí haciendo el primo con tus trajes nuevos, otras veces ha durado poco pero ahora lo veo muy negro, maldito desagradecido, que ya no eres un chiquillo, Manolo, que mira que soy viejo y conozco la vida, que te van a engañar, que se burlarán de ti, nunca has sido bastante mal bicho para defenderte… -y se apagó de pronto, como si le hubiesen taponado la boca. Manolo, presa de una extraña inquietud (pero más bien por Hortensia: ella se había quedado repentinamente inmóvil en la puerta del comedor, mirando a su tío, esperando algo) decidió largarse y probar otro día. Pero el Cardenal ya estaba iniciando uno de aquellos diálogos sordos que él tanto temía:
– ¿De veras no puedes quedarte un rato más?
– Ya volveré.
– Pues come algo, hijo, un día te caerás por ahí de debilidad.
– Si no es eso, Cardenal… Mira, me arreglaré con quinientas.
– ¿Por qué? ¿Tienes algo importante que hacer esta tarde?
– Con esto me arreglo, te digo, ¡puñeta!
– Qué delgadísimo estás…
Los ojos clavados en el mantel, la cabeza gacha, vencida por el alcohol, al tiempo que hablaba iba apartando cuidadosamente todo lo que había ante él, los vasos, la copa, el cubierto y las botellas, alisando el mantel con la mano como si en el espacio libre que había quedado se propusiera hacer algo sumamente delicado. Hortensia y Manolo observaban sus movimientos con atención, temiendo que rompiera algo. Pero no rompió nada. Cuando ya toda la sangre se había retirado de su cara, cuando ésta ya no era más que una máscara lívida, repitió débilmente: “en qué mundo vives, mariposa”, y cayó suavemente de bruces sobre la mesa. Sus blancos cabellos eran como una llama sobre su frente, y dos mechones rígidos y engomados, como dos verdosas alas de pajarito, se levantaban sobre sus orejas. Quedó con la frente apoyada en el antebrazo. Manolo se precipitó hacía él, seguido de Hortensia. Entre los dos, cogiéndole por los sobacos, le levantaron de la silla. Manolo observó que la muchacha manejaba a su tío con gran soltura, como si estuviera muy acostumbrada a estas emergencias; sin duda los ataques del Cardenal se habían triplicado en los últimos meses. Él quería tenderlo en su cama, pero Hortensia, con una voz algo dura, dijo: “Afuera, al jardín, venga”. Lo sentaron en un sillón de mimbre, en el viejo cenador ya sin enredadera, hoy sólo un esqueleto de rejillas carcomidas y despintadas por donde se filtraba el sol. En el suelo había almohadones podridos por la lluvia y botellas vacías, y junto al sillón una paticoja mesilla de noche con una variada cantidad de frascos medicinales y de comprimidos. Inmóvil, siempre correcto, como esculpido en mármol sobre su propio mausoleo, el Cardenal yacía asaetado en diagonal por los rayos del sol que se filtraban por la rejilla vagamente azul del cenador. De pie junto a él, mientras ahuecaba un almohadón con las manos, Hortensia miraba fijamente a Manolo con la luz glauca de sus pupilas. Parecía tranquila. “¿Quieres alcanzarme aquel frasco? -dijo señalando la mesilla de noche-. Voy por un vaso de agua”. Desapareció en el interior de la casa. Manolo cogió el frasco e intentó desenroscar el tapón. Estaba muy duro. El Cardenal suspiró profundamente, movió la cabeza y murmuró algo. Su rincón favorito olía a polvo y a humedad, a ropas agrias, y el muchacho, mientras forcejeaba con el tapón y miraba al viejo, pensó oscuramente con qué rapidez, casi en un solo año, el tiempo había efectuado allí su deterioro al igual que en toda la casa, en lo que quedaba del jardín, en el mobiliario, en el noble rostro del Cardenal y en los ojos de Hortensia. ¡Cochina miseria!
Buscando algo para abrir el frasco, Manolo abrió el cajón de la mesilla de noche y vio, asomando por debajo de un viejo pasaporte y un fajo de cartas atadas con un cordón rosa, un par de billetes de mil pesetas.
– Este no -dijo la voz de Hortensia a su espalda; al mismo tiempo, la mano de la chica le arrebató el frasco y le dio otro-: Este. Coge uno. Sólo uno.
– ¿Cómo?
– Que cojas un billete, si quieres. No se enterará.
El murciano no lo pensó un segundo. El billete pasó a su bolsillo y cerró el cajón de golpe. No sabía qué decir. Estaba casi asustado. No le pareció notar nada especial en los ojos de la muchacha al hacer saltar los comprimidos en la palma de su mano, pero tuvo de pronto la sensación de haber caído en alguna trampa: algo parecido a lo que había experimentado a veces en brazos de Maruja. El Cardenal abrió los ojos bruscamente, con una expresión pícara, y los volvió a cerrar.
– Parece que ya está mejor -dijo Manolo.
– Sí, no es nada.
– Bueno, pues adiós. -Dio media vuelta-. Ya nos veremos.
La muchacha, que estaba introduciendo los comprimidos en la boca de su tío y le acercaba el vaso de agua, se volvió un momento para mirarle. Antes de entrar en la casa, Manolo dijo:
– Dale mucho café cuando se despierte.
Cruzó el comedor, enfiló el largo corredor oscuro y cuando llegaba al zaguán le alcanzó Hortensia y le pasó para abrir. Eso era algo que él no esperaba. La chica se quedó allí muy quieta, apretada al canto de la puerta abierta, cogiéndola con las dos manos en una actitud inconsciente de fervor posesivo. Ahora llevaba el segundo botón desabrochado, y el peso de los caramelos, en el bolsillo superior izquierdo, hacía que se le abriera la solapa de la bata mostrando la huidiza sombra azulada, la pequeña cola de pez entre sus senos. Manolo se inclinó un poco hacia ella para decirle alegremente en voz baja:
– Jeringa bonita, no pienso olvidar lo que acabas de hacer por mí.
La muchacha ni siquiera parpadeó. Empujó la puerta cuando él hubo salido, pero no cerró del todo: un ojo glauco, inexpresivo, le estuvo siguiendo mientras él se alejaba bajo el sol. Era ella la que no pensaba olvidarlo.