– ¿Qué planes tenemos?
– ¿Planes? No tengo ningún plan.
– Vamos, vamos, cuéntale todo al tío Fidel. ¿Qué te pasa, tenemos gastos extras, este verano? Qué delgado estás… ¿Por qué hemos dejado de trabajar? ¿La gente ya no va en moto? Tienes buen color, pero juraría que estás más delgado, que has crecido. ¿Qué, los turistas llegan en coches blindados, este año? A lo mejor es mucho más sencillo, a lo mejor nos hemos enamorado.
– Déjate de corlas -cortó Manolo. Una mancha blanca avanzaba suavemente hacia él, por la espalda, arrastrando una silla. El brazo de Hortensia, con la manga recogida, pasó por encima de su hombro y depositó una taza de café frente a él. El olor a almendras amargas le envolvió por completo. Añadió-: Mira, ya hace días que deseaba tener una explicación contigo… He estado reflexionando. Todo ha cambiado, ya te contaré, pero antes necesito urgentemente que me prestes algo, tres mil o así.
– ¿Es que piensas dejarnos? -preguntó el Cardenal.
– No es eso, caray, ya te contaré.
– No hace falta, ya veo que tienes un plan. ¿Y por qué no lo has dicho antes, cabrito?
– Aún no he decidido nada. Por una temporadita a ti no te va ni te viene, quiero decir que no te hago falta, tienes otros negocios (sabía que esto ya no era verdad) y también tienes a los demás, al Paco, al Fermín Pas, a las hermanas Sisters (tampoco eso era verdad: el Paco ya no quería tratos con el viejo, y a los demás, incluido Bernardo, no se les vela el pelo desde hacía tiempo). Siguen trabajando para ti, ¿no?
– No te hagas el angelito. Las cosas no marchan nada bien, y en parte por culpa tuya. La jugada que le hiciste al Paco fue el principio de todo. No se puede ser tan desleal con los amigos, hijo, te lo tengo dicho mil veces. Pero dejemos eso. ¿Por qué no quieres seguir trabajando?
– No me conviene. Estoy muy visto, tengo miedo…
– ¿Tú miedo? No me hagas reír. Lo que pasa es que te has echado novia. -Pensaba en aquella muchacha tímida que el invierno pasado subía al Carmelo en su busca, los jueves, con un ridículo abrigo a cuadros y un paraguas. Pensaba que a los otros sí podía haberles entrado el miedo, o colocaban el género en otra parte, o les habían trincado, o habían decidido que él ya era demasiado viejo y chocheaba… En cualquier caso, Manolo guardaba silencio: de pronto parecía desorientado: acaso porque muchas veces había tenido que correr perseguido de cerca por los vigilantes nocturnos, la angustiosa sensación de meterse sin querer en un callejón sin salida era en él muy frecuente y aguda. Y ahora además tuvo un sobresalto: la Jeringa, que se había sentado silenciosamente a su lado, con una taza de café, le estaba envolviendo con sus miradas de hielo, recortándole el perfil. El Cardenal vertió coñac en su copa y añadió:
– Por cierto, ¿no eras tú el que se reía de Bernardo?
– Bernardo se casó.
– Tiene esa disculpa, por lo menos. Pero tú es que debes estar loco. ¿De qué piensas vivir? A tu pobre cuñada no le sobra el dinero. Y tu hermano ya empieza a estar de ti más que harto, como antes. ¿Esperas que te mantengan de balde? ¿O acaso piensas convertirte en un chorizo?
– De eso nada, tú -dijo el chico con dignidad.
– Entonces, ¿qué piensas hacer? -El Cardenal se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Sudaba copiosamente. Manolo se fijó en sus ojos llorosos y amodorrados-. Di, ¿qué piensas hacer?
– Aún no lo sé. Puede que… (¿era realmente la rodilla de la Jeringa la que se restregaba contra la suya por debajo de la mesa?). Puede que busque un empleo. Sí, un buen empleo. He hecho amistades, me estoy relacionando… Bueno, es pronto para decir nada, pero quiero estar preparado.
– Vaya, vaya.
– Te devolveré hasta el último céntimo, o mejor te traigo alguna moto en cuanto pueda y listo. Pero ahora necesito unas vacaciones, tantear el terreno, y algo para los primeros gastos. De eso quería hablarte, Cardenal, a ver qué te parece.
– No me parece nada, ratón. -Los más extraños calificativos salían de sus labios a medida que iba estando más borracho, pero su sobrina y el murciano ya estaban acostumbrados-. No te entiendo, eso es lo que pasa. Háblame de tu chavala…
– ¡No hay ninguna chavala! -cortó el Pijoaparte-. A mí no me hace cambiar ninguna golfa (a partir de este momento, y ya por todo el rato que seguiría allí sentado, la ceniza húmeda de los ojos de Hortensia se convirtió en una especie de succión, como de insecto voraz. Al mismo tiempo, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida crecía oscuramente en su interior). Te aseguro que esto es serio, Cardenal. Por favor, préstame aunque sean mil… Y no me hagas perder más tiempo.
– Quisiera saber -dijo el viejo- cómo te las arreglas para vivir sin trabajar. Seguramente apañas lo justo con un “tirón” de vez en cuando, poca cosa, vamos, para tabaco y cine y los helados de tu damisela. ¡La gran vida, coneja! Y naturalmente, de motos nada; las motos sólo para llevarla a la playa…
– Tiene coche, entérate -se le escapó (la mirada de Hortensia osciló un segundo, a su lado, para adquirir inmediatamente aquella inmovilidad, densa, y su extraña cualidad gris)-. Pero bueno, todo eso qué importa. Estoy sin una perra, por lo menos quinientas… Yo te he dado a ganar mucho, no puedes negarme este favor…
Desalentado, clavó los ojos en el fondo de la taza de café. Entonces notó que la Jeringa reclamaba su atención, golpeando su pierna con la rodilla. La miró: una leve sonrisa, una lenta caída de los párpados que tal vez quería decir algo. Pero ya estaba harto. Se levantó. El Cardenal murmuraba como para sí: “eso, un tirón de vez en cuando, a todos os ha gustado siempre. Salvajes”. Él sabía que el viejo siempre se había opuesto a la práctica del “tirón” (hacerse con el bolso de una mujer sin bajar de la motocicleta y escapar a todo gas) porque, según él, era muy peligroso. En realidad, y Manolo lo sabía, era porque no podía controlar el producto de tales robos ni le resultaba vendible. De todos modos, él no lo practicaba desde que conoció a Maruja.
De pronto el Cardenal se levantó y salió del comedor con paso rápido. Manolo le siguió. Envuelto en el batín y arrastrando las zapatillas, el viejo empezó a recorrer la planta baja, pasando luego a las habitaciones del primer piso. El murciano estaba acostumbrado a estos recorridos del viejo. Antes, por lo general, obedecían a unos repentinos y oscuros deseos de verificar el buen orden doméstico, eran como visitas de inspección (aprovechaba para poner en su sitio algunos objetos desplazados, para quitar el polvo, para comprobar una ausencia, etc.) pero ahora se hacían cada vez más rápidos y formularios, a un paso frenético, una zancada impresionante y majestuosa, hasta el punto que el muchacho casi se veía obligado a correr tras él si quería hacerse oír:
– ¿Me escuchas o no, Cardenal?
– No. Dime con quién sales y te diré quién eres -recitaba el gallego, avanzando veloz por los pasillos, dejando tras de sí el vuelo airoso de los faldones de su batín escarlata-. Pero ¿en qué mundo vives, mariposa? Nada como quedarse en casa, Manolo, yo sé muy bien que no se pierde nada con quedarse en casa.
– Sé cuidarme solo. Escúchame…
– Dime, dime.
– ¿Estás enfadado conmigo? Es que si lo estás, dilo. ¿De verdad no puedes prestarme ese dinero? ¿O no quieres?
El Cardenal nada dijo. Después de un rato dio por terminada la inspección, regresó al comedor, siempre seguido de Manolo, se sentó a la mesa y llenó otra vez su copa de coñac. Clavó sus ojos risueños en el chico, que también se había sentado, luego en su sobrina, y su mano, que buscaba algo a tientas sobre el mantel (el tapón de la botella) tropezó con un vaso de agua, que vertió. Manolo, levantándose: “me voy”, fue hacia la cristalera de la galería y miró al jardín. Decididamente, hoy no es mi día, se dijo. En aquel momento, Hortensia sacó el pañuelo y se sonó las narices ruidosamente. Su tío la miró con cierta dignidad ultrajada: