– Si la gasa te aprieta demasiado, dilo.
– No, no. Está muy bien.
Él nunca pensó que fuese fea, pero tampoco tuvo conciencia de que podía haber sido bonita ni en qué estilo. Ahora que conocía a Teresa, lo sabía: Hortensia era algo así como un esbozo, un dibujo inacabado y mal hecho de Teresa. Bastaba mirarla entornando los párpados: lo que se veía entre ellos, envuelto en una luz lechosa, era como una fotografía desenfocada de la hermosa rubia, un delicioso rostro gatuno sin facciones y con la lánguida melena trigueña (sí, el aire de aquella Teresa enmarcada en la mesilla de noche de Maruja, junto a su automóvil), la silueta borrosa, casi fantasmal, de aquella otra personalidad luminosa y feliz que florece espontáneamente en los barrios residenciales y que aquí, en el Carmelo, por alguna razón no había tenido tiempo o medios de realizarse. Versión degradada de la bella universitaria, imitación híbrida, descolorida, frustrada o tal vez envilecida, estar hoy junto a ella era como estar junto a una planta aromática y medicinal. A Manolo no le gustaban sus caramelos, pero cierto viejo sentimiento de culpabilidad (enraizado en los juegos de espuma y bronce del lavadero), cierto sentido cordial de la compensación le obligaba a aceptárselos cada vez que ella le vendaba la mano, inclinada ante él, muy atenta en su trabajo su frente era deliciosamente combada, y algo, una cualidad artificial de muñeca, la misma extraña sequedad del pelo hacía que su melena pareciese postiza, era una melena suelta cuyo color podía haber sido dorado. Una pelusilla sedosa estrechaba su frente, y aunque en algunos momentos -según diera la luz en sus pupilas- sus ojos podían parecer azules, era siempre un azul impuro, anacarado y de vida efímera.
– ¿Quieres caramelos?
– Bueno.
Ya casi había terminado de vendarle la mano. Estaban sentados en el diván del comedor, junto al maletín escolar que ella utilizaba a modo de botiquín. La muchacha levantó un instante sus ojos y le miró: sus delicadas aletas nasales tenían, como las de Teresa, una extraña vida anhelante, y, como en ella, llamaba la atención la pueril solemnidad de sus pómulos altos. El sol inundaba la galería que daba al jardín, a su espalda. En el jardín había dos eucaliptos, un naranjo que daba un pequeño fruto amarillento y áspero, y un cerezo que florecía en febrero. A Manolo siempre le había gustado mucho la torre del Cardenal, era grande, de techos altos, silenciosa; algunas habitaciones oscuras y poco ventiladas, que apenas se usaban, algunos cajones abiertos al azar, guardaban todavía un confuso aroma a estuche forrado de terciopelo, aquel arcano olor a ricos que él recordaba del palacio de los Salvatierra en Ronda. Arriba había una habitación empapelada, la de Hortensia, y hubo un tiempo en que la casa estaba llena de espejos, viejos espejos salpicados y con una nube ciega, y pesadas cortinas, sordas alfombras, curiosos objetos de adorno y muebles de todas clases (que de un tiempo a esta parte iban desapareciendo) más bien pesados y viejos, y el Cardenal tenía radio en casi todas las habitaciones, además de máquina de afeitar, nevera y tocadiscos. Pero actualmente, a causa sin duda de haber vendido muchas cosas y tener otras dispuestas para lo mismo (había objetos empaquetados y maletas abiertas en algunos rincones) la casa producía una fría sensación de provisionalidad, tenía el aspecto de la mudanza que precede al vacío.
– Cógelo tú mismo -oyó que le decía Hortensia, siempre sin mirarle-. En el bolsillo de arriba.
Parece que el Cardenal había sido un experto en muebles. Manolo nunca supo dónde guardaba lo que no conseguía vender, pero sospechaba de un cuarto trasero, arriba, junto al de Hortensia, que siempre estaba cerrado. El bolsillo de arriba estaba a la izquierda del pecho de la muchacha, y con los dedos índice y corazón, mientras intentaba pillar el caramelo (él no quería, pero resultaba imposible evitarlo) siempre rozaba la pequeña y dura cereza del pecho. “¡Demonio de chavala!”, pensaba, intranquilo. El delicado y laborioso vendaje y los caramelos debían ser, tal vez, la expresión tímida y callada de algún secreto sentimiento: la sensación de que la Jeringa tramaba algo se hacia particularmente aguda cuando sentía su mirada de ceniza clavada en la garganta.
Sentado a la mesa, el Cardenal bebía coñac en una panzuda copa color violeta. Manolo observó que el plato que tenía delante (un enorme filete rodeado de patatas fritas de charcutería) apenas había sido tocado. “Ya no hace más que mamar”, pensó.
El Cardenal vestía un batín escarlata algo sobado, de solapas lila muy abiertas, por donde asomaba una tupida mata gris, y mientras saboreaba el coñac, sus ojos melancólicos no se apartaban de las dos juveniles cabezas inclinadas, rozándose, y en cuyos cabellos el sol de la tarde fulgía como un incendio.
Hortensia -dijo-, termina de una vez. Tengo que hablar con Manolo. -Vio que éste levantaba la mano vendada. Los dedos, traspasados por el sol, eran de ígneo carmesí-. ¿No me oyes, niña? Si no tiene nada, en la mano, este presumido. Le conozco. -Rio suavemente, como para sus adentros-. Y tú eres una tonta; sí, una tonta, y ya sabes por qué lo digo…
La muchacha chasqueó la lengua, contrariada, pero no apartó los ojos de su trabajo. Manolo observó su rostro: en los párpados de papel se transparentaba el más absoluto desprecio. Hortensia hizo un nudo con la gasa, cortó el sobrante con las tijeras y levantó la mano de Manolo a la altura de sus ojos.
– ¿Vale así, te gusta?
– Oh, muy bien, gracias. -Se levantó perezosamente, apretándose la muñeca como si le doliera. La Jeringa recogió sus cosas y se fue al otro extremo del comedor. Él se acercaba al Cardenal, rumiando el sablazo.
– Siéntate aquí, Manolo -invitó el viejo-. Aquí delante de mí, que yo te vea. Porque a ti te pasa algo. ¿Has comido hoy en tu casa? Tu cuñada me decía ayer que no te dejas ver para nada, apenas para comer y dormir. Eso no está bien.
– Es que ella no se entera. Me acuesto muy tarde y me levanto temprano.
– ¿Ah, sí? Creía que no trabajabas. ¿Y qué haces, adónde vas cada tarde, con quién sales…? Qué delgado estás.
Bajo la nariz aguileña, en los gruesos y bondadosos labios, la sonrisa del Cardenal aún resultaba cordial y confortante, según observó Manolo, pero ¡cómo había cambiado el resto de la cara en poco tiempo, qué extrañamente se le había hinchado y pulido! Sus mejillas baldeadas, abofeteadas por la soledad, tenían un triste temblor de carne cruda.
– Estuve en el taller -añadió el viejo-. Tu hermano tampoco te ye el pelo, está preocupado… Pero siéntate. ¿Quieres comer algo?
Manolo se sentó desganadamente y apoyó los codos en la mesa. “No, gracias”, dijo. Sobre el hule de la mesa, de un amarillo pálido, pendía una lámpara de flequillos rojos. El Cardenal, con los ojos bajos, parecía reflexionar. Manolo vio a la Jeringa poniendo una placa en el tocadiscos, en una mesita del rincón, y en seguida se oyó la música. “Quita eso -ordenó su tío-. Tienes toda la tarde para poner música”. La muchacha obedeció, remolona, y luego se encaminó hacia la cocina: inmediatamente se oyó el estrépito de un plato contra el suelo. El Cardenal ni siquiera parpadeó.
– Tomarás café -decidió de pronto, y alzando la cabeza-: ¡Hortensia, café para Manolo!
– ¡Vaaaaaaaaaa…! -se oyó en la cocina.
El Cardenal miró a Manolo:
– Vamos muy elegantes, últimamente. -Utilizaba mucho el plural hablando con Manolo: era una de las pocas frivolidades que se concedía con él, que ahora se miró a sí mismo, extrañado, por lo que el viejo añadió-: Lo digo por el traje que estrenaste hace días. Tu pobre cuñada me lo dijo.
– Ah. Pues está en la tintotería.
– Ya, ya -hizo el Cardenal-. Vamos bien, según parece.
– Tirando. -El murciano se echó los cabellos hacia atrás con la mano-. Sólo tirando, Cardenal. Precisamente quería hablarte… Necesito un anticipo.