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Juan Marsé

Últimas tardes con Teresa

Últimas tardes con Teresa - pic_1.jpg

Souvent, pour s’amuser, les hommes d’équipage

Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,

Qui suivent, indolents compagnons de voyage,

Le navire glissant sur les gouffres amers.

Á peine les ont-ils déposés sur les planches,

Que ces rois de l’azur, maladroits et honteux,

Laissent piteusement leurs grandes ailes planches

Comme des avirons trainer á cóté d’eux.

Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!

Lui, naguére si beau, qu’il est comique et laid!

L’un agace son bec avec un brúle-gueule,

L’autre mime, en boitant, l’infirme qui volait!

Baudelaire

Nota a la séptima edición

Si de algo puede estar más o menos seguro un autor acerca de un libro suyo recién escrito, es de la distancia que media entre el ideal que se propuso y los resultados obtenidos, pese al rigor formal con que intentó amarrar el deseo y la realidad. Pero si se trata de un libro no reciente, escrito por ejemplo diez años atrás, como es el caso de éste, aquella dudosa certeza ha dejado de importunar y en su lugar alumbra un cálido estupor. Mis relaciones actuales con Teresa, después de estos años de convivencia, no sólo son buenas sino incluso más estimulantes de lo que yo había supuesto.

La novela ha pasado a ocupar el rincón menos sobresaltado de mi conciencia y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia. De vez en cuando he buscado, tanteando entre la espesura del texto, como si evocara un cuerpo joven emborronado por el tiempo, aquella supuesta gracia de ciertos miembros, los músculos y tendones que un día constituyeron el vigor del relato, la expresión más personal de una sensibilidad dócil y atenta. Pero el carácter nostálgico de esa clase de relectura no excluye algunas sorpresas. Por ejemplo, aquellas amarras profesionales destinadas a acortar la famosa distancia insalvable, aquellas, tal vez triviales, soldaduras del relato, puentes de diseño o suturas de sentido, a las que concedí una desdeñosa y convencional funcionalidad, por una parte han adquirido con el tiempo una vida independiente y autónoma y por otra han enraizado secretamente con la materia temática que nutrió la historia, hasta el punto que podrían quizá llegar a constituir, para un lector de hoy, los auténticos nervios secretos de la novela, las coordenadas subconscientes mediante las cuales se urdió la trama.

Eso explicaría en parte el que jamás los críticos, ni los profesores de literatura, ni los eruditos, o como quiera que se llamen los que se dicen expertos en estas cuestiones, suelan ponerse de acuerdo sobre los propósitos del autor. Y precisamente con esta novela, el desacuerdo fue notable desde el primer momento. Pero no deseo (no sabría) aclarar aquí esta cuestión.

No.había releído Últimas tardes con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para evocar tal o cual imagen predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia, imágenes como la de Teresa en su jardín de San Gervasio, avanzando hacia Manolo con el pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas. Y al Cardenal sentado en su sillón de mimbres color naranja, con su raído batín y su bastón, decoroso y pulcro, espiando la vida efímera de un músculo dorsal del murciano. Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro. A Maruja remontando el Carmelo con su abriguito a cuadros y su pobre paraguas, deliciosamente emputecida. El despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. Teresa extraviada en el salón de baile dominguero, entre tufos de sobaco, pellizcos en las nalgas y zancadillas a su frágil mito de solidaridad. Y al murciano tendiendo la mano a Teresa por encima del charco enfangado que les separa en el cementerio, bajo la lluvia que amenaza inundar su isla estival y mítica, intangible. Y la tenaz mirada glauca de la Jeringa, acurrucada en la ceniza del último capítulo del libro como un insecto maligno y vengativo.

Sé que estas imágenes componen una especie de colección particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida carrera hacia Teresa.

Pero hay otros pasajes, aquellos que fueron concebidos con una recelosa convencionalidad, subtemas de transición o relleno, cosidos de tiempo y digresiones o repliegues de la trama, y que ahora, revisando el texto con vistas a una nueva edición, no me han parecido tan desvalidos como temía ni dejan de registrar, también ellos, el primer latido del libro, su impulso temático inicial. Podría citar como ejemplo la transcripción de la calentura ideológica estudiantil que abre la tercera parte de la historia, y que está entroncada con el tema central más firmemente de lo que creía; o la distraída descripción del jardín del Cardenal, con sus florecillas silvestres y borrados senderos que no llevan a ninguna parte; o el desorden de flores y besos que Teresa y Manolo dejan tras ellos en su última noche juntos, sobre el confetti de la calle en fiestas; o el inicio del capítulo que encabeza una cita de Virginia Woolf; o las pesadas cometas en el violento cielo azul del Monte Carmelo, alineadas al viento como estandartes guerreros; o la nupcial alborada de ilusiones flotando sobre la ciudad aún dormida y que Manolo divisa desde lo alto del barrio. Pienso también en los mortíferos pechos de la Rosa, y en los hombros encogidos de Mari Carmen Bori sugiriendo elegantes aburrimientos, dinero y negligencia, y en la pierna recia, confortable, sosegadamente familiar y catalana de la señora Serrat…

Pero tal vez todo eso no son más que espejismos que la novela irradia exclusivamente para mí, espectros de aquel claro ideal que rondarán siempre la dudosa realidad obtenida.

Por lo demás, sólo me resta añadir que esta edición presenta, con respecto a las anteriores, algunas supresiones y correcciones que, por supuesto, no alteran nada fundamental ni afectan a cuestiones de tono y estilo.

J. M.

Barcelona, febrero 1975.

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