En tiempo de vacaciones
He aquí que viene el tiempo de soltar palomas en mitad de las plazas con estatua.
Van a dar nuestra hora. De un momento a otro, sonarán campanas.
Jaime Gil de Biedma
En tiempo de vacaciones , cada viaje en motocicleta era una huida desesperada: los cabellos y los faldones de la camisa flotando al viento, agazapado sobre la rugiente máquina como un felino, perdida la mirada al frente y aparentando un desprecio absoluto por los placeres que giraban en torno vertiginosamente y que se iban quedando atrás, el murciano devoraba kilómetros por la costa envuelto en un halo de provocación y desagravio, en una gran suposición de caricias iniciadas y nunca satisfechas, y como un suicida adelantaba coches y autocares llenos de turistas, cruzaba pueblos y plazas en fiestas y dejaba atrás las bulliciosas terrazas, las villas iluminadas, los hoteles y los campings. Los muslos apretados a los flancos del depósito de gasolina, gobernaba y orientaba un temblor en el metal y en la sangre, controlaba con suaves movimientos de cintura y rodillas el ciego poder de la máquina con una vaga idea de manejar su propia voluntad y su impaciencia, como si el hierro y los músculos y el polvo que los cubría no fuese sino una sola y misma materia condenada a verse lanzada sin descanso a través de la noche: no sabía donde estaba la línea de llegada. A menudo surgían ante él, en medio de la noche, en el límite luminoso del faro proyectado en la carretera, los uniformes de criada colgados en la percha del cuarto de Maruja. Pero a pesar de las evocaciones fantasmales que la velocidad traía consigo, siempre tuvo conciencia del movimiento y del color que le rodeaba: era como si estuviesen proyectando velozmente dos películas a ambos lados de la motocicleta, dos series de fotogramas que él podía ver con el rabillo del ojo: el encadenado fugaz y caótico de visiones amables que paría la noche de la costa fecundada por el turismo, y que él adoraba y odiaba al mismo tiempo.
Desalmados veraneantes ateos y piadosos enamorados locales seguían disfrutando, pero él, en su cartera enloquecida, sólo veía la noche derramando sobre todos ellos su desapasionada ternura gris, destilando la vieja savia del silencio: veía cómo verdeaba sobre las copas de los árboles el. azul malhumor de la luna, cómo parpadeaba sobre el mar semejante a un charco de plata agonizante, cómo se arrastraba sobre las playas, sobre los chalets y los hoteles, sobre los jardines, las terrazas, los parasoles y las hamacas orientadas a poniente, todavía encaradas, con algo de su emoción diurna, a un invisible sol.
Una música suave, epidérmica, como un estremecimiento de la piel soleada al contacto con la brisa, una música que no parece venir de ninguna parte, que es un poco la canción íntima de todos, se esparce por el litoral todas las noches juntamente con una especie de invasión de termitas coloradas que salen de hoteles y residencias con los hombros despellejados y el corazón tropical, y llenan las salas de fiestas, los bailes y las terrazas. Pese a la velocidad, distingue a los indígenas, les reconoce por su mirada: oscuramente agraviados, pero dignos, cruzan la calzada con las manos en los bolsillos, mirándole por encima del hombro con arrogancia mientras la motocicleta se les echa encima (un ojo repentinamente loco, aterrado, traiciona su pretendida dignidad, su lamentable empeño de creerse todavía dueños de la tierra que pisan) y luego giran en torno como muñecos en una plataforma para hundirse seguidamente en la nada, tragados por la noche. Pero lo que más abunda son turistas: éstos son los ricos que se ven, piensa él, los que a veces incluso pueden tocarse, aquellos acerca de los cuales podemos decir, cuando menos, que existen; los que aún permiten, no sin fastidio por su parte, que los arrebatados indígenas llegados en bandadas los fines de semana, en trenes y motos, envuelvan con miserables miradas de perros apaleados sus nobles cuerpos soleados y su envidiable suerte en la vida. A estos compatriotas, endomingados siempre como para un domingo que no acaba de llegar, el motorista fantasma podía verles a veces reunidos en pequeños grupos alrededor de las terrazas y de las pistas de baile, acechando suecas de cabellos de fuego y grandes bocas fragantes con sus ojos amarillos que brillan en la sombra y en los que a últimas horas de la noche ya empieza a relucir, como una pátina secular, la agonía anónima del lunes en oficinas y talleres. Sus miradas son, según ellos sean de pasmados o respetuosos, como las de niños excluidos de un juego por sus propios compañeros, y arrinconados, olvidados por alguna razón que ellos parecen ignorar, están allí, cerca, por si les llaman. Su anhelo es ancestral y penoso, pero, infinitamente más moral en todo caso que la idea de acumular dinero, se reduce a una oportunidad de amor director y furtivo, a un baile conseguido por cara, a unos revolcones detrás de una barca.
La velocidad difuminaba los contornos y era como una sucesión de imágenes: viejos y apacibles matrimonios nórdicos de rostro lozano con hijos rubios y bellos como flores, rebaños de encantadoras y rosadas viejecitas llegadas en autocar con sus deliciosos sombreros multicolores, y fulgurantes, paradisíacas, inaccesibles suecas, y francesas angulosas y cálidas salidas de las páginas de revistas (cet été vous changerez d’amour, decía el horóscopo de Elle), inglesas híbridas que van al baile con chales y amplios vestidos que crujen, como si fuesen a una recepción, y que acabarán dejándose besuquear por pescadores y camareros libres de servicio, etc. Todos estos se dejan ver, son bellos y su contacto suscita a veces un escozor nostálgico, aunque no es grave.
Pero hay otros aún más ricos, los que apenas se dejan ver, los verdaderamente inaccesibles. De ellos se podría decir que no existen si no fuese porque algunas veces han sido vistos en lugares públicos. En sus raras visitas al pueblo sonríen con desinterés mirando a las parejas, se ve que están habituados a la felicidad, que sus pasiones están en otra parte. Su encanto y su silencio sugiere lejanías placenteras, sus cuerpos parecen haber recogido un polvo dorado en el camino, mientras venían indiferentes a sentarse un rato aquí con nosotros, en las terrazas, y eternamente el aura fría y serena de un clan embellece sus frentes, les distingue, les acompaña donde quiera que vayan, les preserva de la curiosidad general, del olvido y del desdén: entre ellos, ciertos hombres maduros impresionan muy particularmente al borrascoso motorista. No son ni turistas ni indígenas: viven en villas de recreo, que tampoco apenas se ven, rodeados de jardines y pinares, entre silencios y rumorosas frondosidades de ocio, nos miran sin vernos, sus ojos están podridos de dinero y su poderosa mente marcada con viejas cicatrices de sucios negocios. Igual que gangsters retirados, reposan impunemente junto a piscinas disimuladas, apenas visibles a través de los setos, junto a campos de tenis donde juegan muchachas que podrían ser sus hijas pero que nunca se sabe, ni si viven allí o han sido invitadas, ni siquiera sin son realmente tan jóvenes como parecen vistas de lejos; entre ellas estaba Teresa Serrat con su amigo Luis Trías de Giralt, invitado a pasar el fin de semana en la villa. $i bien es cierto que esta noche se había dejado ver en Blanes con su amigo y su criada, Teresa salía poco de sus dominios y si lo hacía no era casi nunca para ir al pueblo, sino a la ciudad; pero debido en parte a una circunstancia favorable (sus padres ausentes) hoy la joven universitaria se había visto de pronto en Blanes, empujada por su amigo y por ciertos imperativos que ahora, amargamente, intentaba analizar.
Afuera, desgarrando el silencio nocturno, vibraron en el aire las primeras explosiones del motor de la motocicleta con un desespero que anunciaba la huida desenfrenada. Su eco se elevó nítidamente por encima del siseo de las olas y penetró por la ventana abierta del dormitorio de Teresa, que estaba tendida en la cama con los ojos fijos en la penumbra, reflexionando. Despacio, la muchacha ladeó la cabeza sobre la almohada con una expresión de melancólico pesar. Al oír por segunda vez el petardeo de la máquina, que no conseguía arrancar, Teresa Serrat se levantó y abandonó el lecho dirigiéndose lentamente hacia la terraza contigua al dormitorio. La núbil languidez de sus movimientos era sólo aparente: después de cada desdeñosa flexión de las rodillas, en la rigidez repentina de las corvas y en la indolencia felina de sus caderas sueltas, un tanto anticipadas en relación con los hombros, asomaba una extraña agresividad, un aire conscientemente agraviado o despechado. Mientras caminaba, descalza, se abrochó la blusa con manos inertes y dobladas como tallos rotos. Los pequeños shorts amarillos se le habían pegado a las ingles y tiró nerviosamente de los bordes hacia abajo con el pulgar y el índice, aislando los demás dedos, igual que si tocara una materia infectada y temiera contagiarse. Y al mismo tiempo que cerraba los ojos, en su boca pálida se dibujó una sonrisa despectiva: no tenía conciencia de su cuerpo, sino de la enojosa presencia que aún había en él de otro cuerpo. Al llegar a la puerta de cristales, una ráfaga de viento movió sus largos cabellos lacios, desnudó su’ cuello alto y redondo, y durante unos instantes, al sumergirse en la luz de la luna que viniendo de la terraza entraba en el cuarto como una espuma blanca, su figura se inmovilizó como por efecto de un repentino flash.