Dio un lento paseo en torno a Maruja, con las manos en la espalda; y otro, y otro más, y en cierto momento tendió la mano, al pasar tras ella, y acarició su pelo y su nuca: aquí era posible pensar en el mañana, amar el mañana y al prójimo como a nosotros mismos, y aunque percibía un aburrimiento (algo en el aire inmóvil sugería las horas muertas, un ocio embalsamado) era un aburrimiento digno, decoroso y fecundo. Pero al cabo de un rato, la morriña que había invadido sus miradas y sus gestos se trocó repentinamente en mala leche. Se sentó en el diván, cogió a Maruja por los hombros y clavó sus ojos negros en los de ella:
– ¿Dónde está la habitación de la señora? -preguntó. Maruja adivinó sus intenciones en el acto y quiso levantarse. -No… Eso ni pensarlo, Manolo…
– Vamos, vamos, no empieces -dijo él-. Sólo quiero ver lo que hay.
Allí no había nada que ver, protestó ella con una voz que amenazaba llanto, allí no había joyas ni dinero ni nada que a él pudiera interesarle. “Por favor, por favor, olvídate ya de esa locura, son cosas que siempre acaban mal, me echarían la culpa a mí ¿es que no te das cuenta?, me harían responsable a mí y tarde o temprano me sacarían la verdad…”. “Escucha…” “Por favor, no quiero oírte, no quiero oírte”. Empezó a temblar, llorando, se debatía al borde la histeria. Sus nervios, que la habían estado devorando hasta ahora, se desencadenaron. Gritaba. Manolo la sujetó fuertemente por los hombros. Aunque no ignoraba la causa principal de su desquiciamiento -la chica siempre se enfurecía al oírle hablar de las joyas- empezó a pensar seriamente en la posible existencia de otros motivos. Pero todo fue demasiado rápido: lo que en un principio parecía una simple llantina, degeneró en una especie de ataque de nervios. Ante el temor de que alguien oyera sus gritos, la obligó a levantarse del diván y la llevó a su cuarto a la fuerza. La tendió en la cama y luego regresó al salón y apagó las luces.
Cuando volvió junto a ella la encontró sumida en un sopor inquieto, del cual la muchacha fue saliendo poco a poco, siempre con los ojos anegados en lágrimas. Le preguntó de nuevo si se encontraba mal y ella dijo que no, que sólo tenía dolor de cabeza.
– Espera -dijo Manolo, acercándose a la mesilla de noche-. ¿Tienes aspirinas?
– En mi bolso, en el armario…
Manolo fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Cuando regresó junto a ella y le tendió el vaso, Maruja le miró un momento a los ojos con aire suspenso, como si quisiera decirle algo, pero sin duda lo pensó mejor y se calló. É1 procuró tranquilizarla con mimos y caricias, intentó convencerla de que no debía tener miedo y de que todo saldría bien. “No puede pasar nada, tontina, esa gente ni siquiera sabe lo que tiene, ni se enterarán…” Ella, por toda respuesta, empezó a llorar de nuevo, silenciosamente, apretándose las sienes con las manos. Manolo iba irritándose cada vez más, el tiempo pasaba y no conseguía sacarle a la chica más que incoherencias. Se acostó con ella y desplegó aquella galantería pijoapartesca que nunca le había fallado. Todo fue inútil. Transcurrió una hora. “No me quieres -decía la muchacha en medio de sus sollozos-. ¡Nunca me has querido, nunca!” Él esperó a que se calmara, y luego, cuando ya no pudo más, la abofeteó suavemente un par de veces, sin convicción. La muchacha se abrazó fuertemente a él, temblaba como una hoja, con el cuerpo bañado en sudor. Ya no lloraba. “No me pegues -dijo-. Ven…” Y con manos torpes y temblorosas, sin vida, como si las moviese un mecanismo manipulado a distancia por una voluntad que no fuese la suya, se quitó la camisa lentamente y luego se quedó quieta, mirándole, respirando con fatiga. No habían encendido la luz: la de la luna entraba parcialmente por la ventana y se quedaba, lechosa, sobre la revuelta sábana caída al pie de la cama. El cuerpo de Maruja y sus ojos relucían en la penumbra. Manolo, de pronto, la encontró extraordinariamente hermosa. Su piel ardía como una brasa. La besó susurrando nuevas palabras de afecto a su oído, acariciándola con una ternura que, él mismo se daba cuenta, iba más lejos de lo previsto y amenazaba, una vez más, con destruir sus planes. De pronto se sobresaltó; en los besos de ella parecía como si anidase algo que se debatía y pugnaba por expresarse, y aquel indecible y casi metálico sabor de alarma de sus labios, y la sombra de una desgracia inminente que nunca había dejado de nublar sus ojos enfermos, apareció repentinamente y le arrebató a la muchacha de los brazos como un huracán, sin darle tiempo siquiera a comprender lo que pasaba: se había deslizado suavemente entre sus piernas, cuando, de pronto, los brazos de Maruja resbalaron de su cuello y cayeron sobre el lecho como pesados leños al tiempo que él notaba las fuerzas escaparse por todos los poros de aquel cuerpo. “Mi cabeza, Manolo, mi cabeza”, murmuró, y todavía consiguió fijar en él unas pupilas horriblemente dilatadas, devoradas por alguna visión anticipada de lo que iba a ocurrir, mientras un estremecimiento sacudía todo su cuerpo -él había alzado un poco la cabeza de ella de la almohada, como si presintiera el desenlace y tal vez quisiera, por un reflejo inútil de la voluntad, evitar que se diera un golpe contra algo- una convulsión muscular al mismo tiempo que soltaba un grito e inmediatamente perdía el sentido.
La muchacha quedó en sus brazos con la cabeza caída hacia atrás, como una muñeca de trapos y arena, desarticulada. Manolo, presa del pánico, intentó hacerla volver en sí con unos cachetes:
– ¡Maruja…! ¡Maruja, contesta! ¡Qué te pasa, háblame, estoy aquí…!
Se incorporó llevando el cuerpo en brazos; su primera idea fue que le diera el fresco de la noche, dio unos pasos de ciego, sin saber qué hacer, y volvió a dejar a Maruja sobre la cama. Salió al pasillo dispuesto a pedir ayuda, pero tuvo miedo de provocar un escándalo, se dijo que tal vez no era más que un desvanecimiento pasajero. Al volver a entrar, le pareció que Maruja estaba muerta: la muchacha yacía atravesada en la cama, con la cabeza violentamente torcida a un lado y las piernas colgando junto a la mesilla de noche. Le golpeó las mejillas. “Mari, Marujita… ¡Despierta!” Pensó en darle agua o mejor una bebida fuerte, pero ya el pánico se había apoderado completamente de él, se sentía culpable, culpable desde el primer momento, desde el primer día que entró en esta habitación, y, sin tener plena conciencia de lo que hacía, se sorprendió vistiéndose apresuradamente. Desde la ventana, antes de saltar, miró a Maruja por última vez. Fuera, echó a correr hacia los pinos. Le costó encontrar la motocicleta, no recordaba dónde la había dejado. Se volvió, miró la villa bañada por la luna y se pasó varias veces la mano por el rostro: la idea de que Maruja estaba muerta se había ya establecido en su mente: “Chiquillo, vas listo”, se dijo. Finalmente dio con la moto, la sacó del pinar corriendo y tropezando, saltó sobre ella y la puso en marcha.
Estaba en la parte trasera de la villa, en el camino que iba hasta la carretera. Tuvo que darle al pedal tres veces, manejaba el embrague con mano torpe y temblorosa y se le calaba el motor. La esplendorosa Guzzi estornudó y eructó durante un rato y luego se quedó exhausta. “Eres un miserable, chaval”, se dijo. A la tercera, en medio de un ruido infernal, la motocicleta se le disparó debajo de las piernas y él fue arrastrado como un pelele. Después se afirmó sobre el sillín y se alejó a toda velocidad, dando tumbos, despavorido.