Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas
Si je mourais ta-ba sur le front de l’armée.
Apollinaire
Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas flota olvidado un cisne de goma. Con su vientre lleno de aire se desliza lentamente por la estela plateada de la luna, da vueltas sobre sí mismo, desorientado pero gracioso e indiferente, movido por contradictorias corrientes marinas y epidérmicos escalofríos, obedeciendo mandatos remotos y extraños que provienen de alta mar. Luego la brisa lo empuja y lo lleva directamente a picotear las caderas salobres del fueraborda amarrado al embarcadero. Sólo un reverberante espíritu de glaciar, inhóspito, insólitamente ártico, se derrama ahora sobre la villa v sus alrededores blanqueando el verde profundo de los pinos y las arenas de la playa. Horas antes el poniente había escapado con su capa roja, tras una entalladura de los montes cercanos, después que su último fulgor se abatiera un instante esquinado, rasante y en abanico sobre la villa, como una luz que saliera por el resquicio de una puerta entornada. La noche cerró tras la llegada de la brisa. De forma que ahora, como elegantes invitados a punto de emprender la aventura de los salones, los jóvenes abetos del jardín se inclinan ligeramente estremecidos, impacientes y excitados, atraídos por la piel centelleante de la mar.
El Pijoaparte arqueó la espalda y apretó entre sus muslos las ardientes caderas del depósito de gasolina. Corría con una trémula joroba de viento bajo la camisa, tragando distancias y noche junto con indicadores que ya no leía (sólo uno: Costa Brava y debajo la flecha). Esta vez cabalgaba una flamante y fogosa Ducati. Sabía que era una máquina de lujo, una maravilla cromada y violeta, una llama incendiaria y mítica, capricho de campeones y niños bien (él mismo, en sus tiempos de principiante, había soñado con tener una Ducati igual a ésta), pero sabía también que era, como las yeguas jóvenes, antojadiza y voluble. Los dientes apretados contra la furia del viento, ahora dio todo el gas adhiriéndose como una lapa a la nerviosa amiga, acompasando su corazón al trepidante y generoso ritmo de ella. Corría por la Avenida Virgen de Montserrat. Adelantó a un grupo de ciclistas que volvían del trabajo, a un Dauphine gris y a un Seat que un hombre de pelo blanco, junto a un enorme perro lobo y una joven que se reía con la cabeza echada hacia atrás, conducía por el centro de la calzada con un dedo (se fijó en los detalles porque le tuvo un buen rato pegado junto a él) y sin deseos aparentes de dejarse pasar. Pero Manolo no sólo le adelantó, sino que le cruzó peligrosamente, obligándole a pisar el freno. Atravesó el Paseo Maragall sin tomar precauciones y se metió por la calle Garcilaso hasta llegar a Concepción Arenal, quitando gas, donde dobló a la izquierda y embragó en dirección a San Andrés. Durante un rato corrió flanqueando por solares en ruinas, donde los niños hacían fogatas, y cruzó la Rambla de San Andrés despacio, bajo la mirada suspicaz del urbano. Inmediatamente volvió a alcanzar los ochenta, pero al llegar a los cuarteles redujo la velocidad disponiéndose a doblar a la derecha, dejando a su izquierda la carretera de Vich; allí, incomprensiblemente (creía haberle relegado al olvido para siempre), le dio alcance el Seat negro, que sin duda iba también a la Costa y con no menos prisa que él; al arrimársele brutalmente en el viraje, el perro ladraba y la mano del tío debía seguir en la rodilla de la hermosa sobrina, puesto que él se vio obligado a echarse de repente contra el muro de los cuarteles, por encima de la acera. Sin embargo, volvería a pasarlo poco antes de llegar al puente sobre el río Besós. Ya veía las luces de Santa Coloma. Tenía frente a él unos tres kilómetros de carretera ancha y recta, con bastante tránsito, y con una leve torsión del cuerpo se metió por la izquierda, zigzagueó entre el morro porcino de un autobús y la ventanilla posterior (con visillos floreados, un verdadero hogar) de una “roulotte” y finalmente adelantó a un carro abarrotado de panochas de maíz. En dirección contraria venía poco tránsito y se echó de nuevo a la izquierda para dejar atrás a dos coches, separados por menos de dos metros, aprovechando ya el gas, sin volver a la derecha, para pasar a distancia un enorme camión resoplante y lleno de luces piloto que parecía flotar en medio de remolinos azules y que cobijaba ciclistas igual que una gallina sus polluelos. Entonces se lanzó a tumba abierta en dirección al puente, siempre desafiando a los coches que venían por la izquierda. El huraño hocico de un 600 se le vino encima en línea recta, pero él estaba seguro de verle hacerse a un lado, y así fue. La Ducati le daba formidablemente los ciento quince, vibrando toda ella como una muchacha ansiosa, pero sin espasmos inútiles ni prematuros alborozos. Un bache y al carajo, Manolo, pensó. Los postes eléctricos y las luces surgían desde el fondo del espejo retrovisor y se alejaban vertiginosamente, engullidos por una vorágine negra y cóncava que les remitía a la nada. La carrera fue tan endiablada y temeraria que los automovilistas de este fin de semana no podían dar crédito a sus ojos. Hortensia Polo Freire iba quedando atrás, borrosa, deshaciéndose también en la fría memoria del retrovisor junto con el viejo inconsolable, el taller, la familia, su casa, el barrio entero. La extraordinaria rapidez con que todo se había desarrollado estos últimos días, desde la brusca desaparición de Teresa y la consiguiente locura de los relojes, el laberinto urbano, la fatiga de la búsqueda, la sorpresa de la carta con la invitación al delirio, los besos de Hortensia, el hambre (el horario de las comidas alterado y pulverizado desde hacía semanas, quizá meses) y el mismo olor a goma quemada de resultas de un frenazo ante el ridículo trasero de un 600, sería materia de reflexión durante años. Pero el tradicional vértigo de la carrera no podría explicarlo todo, no contenía toda la realidad del impulso inicial (demasiado nocheriego, excesivamente estival y verbenero): ciertos detalles sedosos, ciertos pormenores de cálida entrepierna, en fin, el poderoso circuito de fuerzas ocultas que actuaba en torno a la orgullosa cabeza del murciano.
Leves camisones de luz de luna desmayados sobre las torres de la villa, rumor de oleaje, soledad e impunidad completas al término de 65 kilómetros. Lo demás era incierto. Ella: probablemente desvelada, pero no esperándole. Lugar: (presuntamente escogido por madame Moreau) une chambre royale pour le Pijoaparté sur la Mediterranée. Hora: las doce o cosa así.
Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. Se inmovilizó, dudó, hizo una rápida finta para evitar una mariposa de alas fúnebres, una mariposa de cementerio, y, por una mala pasada de esas que juega el recuerdo, vio el rostro de Maruja suspendido sobre la almohada, anunciando a su vez la inminente caída (distinguió en el retrovisor a la pasmada monja caminando hacia atrás, con los brazos en alto y seguramente chillando, hundiéndose extrañamente en el asfalto como en las arenas movedizas) pero tocaría al fin con la mano el nervio rugoso de la hiedra y empezaría a trepar. En cada hoja bruñida había un destello de luna. Saltó a la terraza. Un parasol, una mesita y dos hamacas (roja una, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. Un gran tiesto, con una planta que derramaba florecillas blancas semejantes a copos de nieve, hacía guardia en la misma entrada. Dentro, un azulado paisaje lunar donde destacaba, al fondo, arrimada a la pared, la dulce cordillera de la sábana cubriendo un cuerpo femenino. Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?) ¡Vanau!, hizo una ola al romperse en el embarcadero, y un soplo de brisa apartó los cabellos caídos sobre su frente, y el cristal crujió. Pero él ya estaba dentro. Una oleada de somnolencia por bienvenida. Se sentía ligero y siniestro como un murciélago. Cuatro pasos sobre parquet, dos sobre alfombra, dos más sobre parquet y alunizaje en la blanca cordillera del lecho. Final de trayecto.