No, creo que no -meditó el Cardenal-. Hasta aquí podíamos llegar.
Tengo un amigo muy enfermo -mintió el murciano-, en Moncada…
– No y no.
– Mira que es urgente que le vea, caray, ¡no me seas cabrón!
Que no.
Además de negarse a prestarle la moto, le exigió el dinero que le debía, el dinero que últimamente le había sacado a Hortensia con “manitas y falsas promesas de noviazgo”.
Eso es mentira -protestó él.
El viejo leía un periódico sentado en el diván, Hortensia, con las mejillas todavía arreboladas, iba y venía por el pasillo con fajos de ropa lavada (tenía ya la tabla de planchar apoyada sobre el respaldo de dos sillas, en un rincón del comedor, junto a la lámpara de pie) hasta que por fin lo dejó todo y se sentó en la mesa a escucharles. Ahora llevaba los cabellos recogidos en un moño medio deshecho. Su tío se levantó, arrojó el periódico al suelo y súbitamente inició uno de aquellos rituales, solemnes y devotos peregrinajes por todo el chalet (Manolo siguiéndole de cerca, rozando los airosos y purpúreos faldones de su batín como un acólito que solicitara una audiencia especial), por la planta baja y el primer piso, bajando y subiendo escaleras, enderezando aquí un cuadro, allá un candelabro, soplando el polvo de una estatuilla, rectificando los pliegues de una cortina, la posición de una silla, de un jarrón, de unos almohadones. Con gestos de maníaco y desgranando su interminable monólogo de cornudo sentimental, el buen viejo rehusaba toda discusión con el muchacho y sólo parecía atender a una voz interior. “¿Dices un íntimo amigo, enfermo, en Mancada…? Embustero”, repetía como para sí mismo. La urgencia que veía asomada a los ojos del joven murciano tenía indiscutiblemente nombre de muchachita (ni siquiera de mujer). Pero eso no era lo peor; para un hombre como él, con ideas generales sobre la vida y habiendo ya llegado al difícil reconocimiento de sus propios errores cósmicos (se había equivocado de época, de país, de religión y de sexo) juntamente con ciertas conclusiones no por amargas menos ciertas, la verdadera razón de los males que de un tiempo a esta parte venían aquejando a un muchacho tan listo como Manolo se reducía a esta doble máxima que él repetía con frecuencia: “Qué poco amamos a los que amamos y cómo nos gusta salirnos de madre”. Por lo demás, él no tenía nada contra “esa muchacha” que le había sorbido los sesos, pero…”Conviene vivir un tiempo con una persona, lo sé, aunque sólo sea para darse el gusto de volver a ella; pero para darse el gusto de volver a ella es preciso antes abandonarla, y ahí está el problema. Hijo, las mujeres no saben comprender estos movimientos de ida y vuelta, tan sustanciosos en la vida del hombre”. “No me vengas con puñetas, Cardenal, y préstame la moto. ¡Tienes más rollo!”. “No, no y no”, y seguía explicándole la vida y sus peligros. Llevaba años haciéndolo, y como si nada. “Te vas a pegar una hostia por ahí que tendrán que recogerte con pinzas -profetizaba-. Pero claro, nadie quiere curarse de la juventud, que es una enfermedad”. Por la voz no parecía haber bebido mucho, pero desplegaba un inútil y frenético mimetismo y toda esa conmovedora actividad andariega y manual de los borrachos habituados a defenderse de la soledad.
Tal vez porque el espectáculo no era nuevo para ella, la Jeringa no les siguió en su recorrido por la casa. Pero luego, cuando su tío, presa de una repentina fatiga, se dejó caer sentado en el sillón de mimbres recostando la cabeza en la almohada (en su complicado y disparatado quehacer doméstico había dejado una cama sin cabezal para recalar seguidamente en el cenador del jardín, bajo el iluminado esqueleto de madera donde parecía haberse recogido toda la luz del cielo en su declinar) Manolo sorprendió a la muchacha tras él, de pie, mirando algo en el suelo con fijeza; hundía las manos en los bolsillos de su blanca bata de farmacéutica, presionando hacia abajo todo lo que la tela daba de sí, y acababa de soltarse el pelo otra vez y de calzarse sus zapatos de tacón. Estos detalles él no los recordaría hasta más tarde: al extraer el paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa para invitar al Cardenal, la Jeringa aún esbozaba aquella sonrisa sin luz; pero luego él no la vio, sólo notó que se le acercaba por la espalda y que se inclinaba hacia el suelo para volver a alejarse rápidamente. Mientras, el Cardenal seguía negándole la moto con terquedad, y él amenazó distraídamente con irse de esta casa para no volver más. Pero aún probó a invitarle de nuevo, recibiendo otra negativa (“¿Un cigarrillo? ¡No! ¡De rodillas, de rodillas, mal hijo!”) y luego le cogió el cabezal, se lo ahuecó amablemente golpeándolo con la mano y volvió a ponérselo al revés. “¡Quita, hipócrita!”, dijo el viejo dando un manotazo en el aire (por un sarcasmo del destino, esa costumbre del muchacho de ahuecarle los cabezales habría de adquirirla el propio Cardenal años después, ya muy anciano y sólo, en favor de los enfermos de la cárcel Modelo, recorriendo diariamente las camas de la enfermería: último y emocionado homenaje a los cuerpos ya no angélicos, cansados y agostados). Todavía entonó el murciano una última y melodiosa cancioncilla de súplica; pero el Cardenal no quería escuchar nada excepto su música interior (como un Beethoven gallego, sordo y solitario en su cumbre), ninguna de las amables tretas del murciano dio resultado, y éste decidió largarse. Suponía que Hortensia estaría planchando, pero al cruzar el comedor la vio junto a la mesa, de espaldas, con la cabeza gacha. La muchacha se volvió repentinamente, sorprendida, manteniendo las manos atrás (como si ocultara algo, pero él no se fijó en eso) y siguió a Manolo con los ojos húmedos mientras él cruzaba el comedor, hasta que los bajó sobre los propios pómulos, que de pronto parecían haberse hinchado. Antes de llegar al pasillo, él se volvió: “¿Qué te pasa, Hortensia?”. Fuera, al otro lado de los cristales de la galería, una ráfaga de viento nocturno movió los plateados cabellos del Cardenal, postrado en el sillón de mimbres: “No te vayas, cabrito”, le oyeron decir. Decididamente, el Cardenal era un limón exprimido del todo. Sin comprender muy bien, pero presintiendo la borrasca, Manolo se precipitó hacia el pasillo. Notaba clavados en la nuca los ojos garzos de la Jeringa, pero siguió hasta la puerta de la calle sin volverse. Al abrir empezó a oír las llamadas del viejo desde el jardín: “¡Manoooooooolo…!”, como si llegaran desde un pozo o desde lo más profundo de un barranco, era un risible, coqueto, agónico y lejanísimo eco que sin embargo debía oírse perfectamente desde todas partes de esta ladera del Carmelo, incluso desde arriba, desde el barrio: “¡Manoooooooo…!” Adiós, maestro, puñetero, entrañable viejo. Todo había sido inútil, y además estaba perdiendo un tiempo precioso. Pero iría a la villa aunque fuese a lomos de burra, no permitiría que nada ni nadie le retuviese aquí. Vería a Teresa, reanudaría el interrumpido noviazgo, obtendría un empleo, y, más adelante, convicto y confeso, los buenos oficios del suegro Serrat (qué remedio: un rubio pijoapartisto saltando en sus rodillas, locuras de juventud, Murcia es hermosa, a pesar de todo) le darían el definitivo empujón…
La audaz percepción de estos vastos horizontes le impidió sin duda observar el crepúsculo de cada día, puntual e inevitable. Y cuando vislumbró la precoz combustión interna de la Hortensia ya sería demasiado tarde: para empezar, ella había salido tras él, se había deslizado carretera abajo como una sombra, le había seguido a distancia hasta la plaza Sanllehy, y por supuesto le había visto acechar esta motocicleta, en cuyo sillín él acababa ahora de saltar; le estaba mirando fijamente desde un portal, a unos veinte metros, en cuclillas y mordiéndose las uñas, y Manolo comprendió en el acto (la mano se le fue como el rayo hacia el bolsillo de la camisa) que había perdido la carta: seguramente se le había caído en el cenador al sacar el paquete de cigarrillos, y desde luego esa mocosa la había leído… No tenía tiempo, debía escapar cuanto antes si no quería ser descubierto por el dueño de la moto, quienquiera que fuese, y no obstante se quedó mirando a la muchacha con ojos hipnotizados, una rodilla doblada en el aire, el pie paralizado a unos centímetros del pedal de arranque. ¿Qué estaría pensando la Jeringa? El mismo sobresalto causado por la respuesta que se dio disparó sus nervios y éstos dispararon su pierna; abrió paso al gas inconscientemente y la máquina retumbó bajo él. Miró a la Jeringa por última vez. Más tarde pensó que debió haberle dicho algo, cualquier cosa, que le esperase en casa, que volvería pronto y que mañana la llevaría otra vez a pasear en moto, o mejor al cine, adonde quisiera ella, acaso habría bastado un gesto de la mano, una sonrisa, quién sabe (todo eso pensaría luego), pero no hizo ni dijo nada, excepto darle gas a la máquina y salir á escape en dirección a la Costa, dejando a la chica en este portal, agazapada y con aquel flujo inmensamente felino en sus pómulos anchos y húmedos, en sus malignos ojos de ceniza.