Quizá por eso ahora se entregaba sin resistencia, juntando instintivamente, como un ciego, las muñecas. Ni siquiera le extrañó saber, una hora después en la Comisaría de Horta, que había orden de detención contra él.
Hortensia, flor sin aroma, le había denunciado.
La mañana vibra
Un coeur tendre, qui hait le néant vasta et noir,
Du passé lumineux recuente tout vestige!
Baudelaire
La mañana vibra al paso de un tranvía que transporta racimos humanos en los estribos, hacia la playa. Es domingo. De los flancos de la ciudad fluyen lentamente interminables filas de automóviles en dirección al litoral. Los andenes de las estaciones y las paradas de autobús están atestadas de gente que se empuja, se apiña, vocifera. Hombres y mujeres forman largas y convulsas colas en la calle Trafalgar. Alegres grupos de muchachos y muchachas entran a empellones en los vagones del metro, arremolinándose y estrujándose, mientras arriba el sol castiga un asfalto insólito, abandonado, despanzurrado: en el Ensanche hay calles desiertas, sumidas en el sopor estival de una lenta combustión que ciega al paseante solitario y le envuelve en el eco de sus propios pasos. Desde lejos, a través de las avenidas y callejones, el perezoso gemido de una sirena de barco llega hasta él como una brisa fresca abriéndose paso en medio del sol corrosivo. Con los ojos del alma ve banderas flotando al viento, retorciéndose como lenguas sedientas en lo alto de los mástiles, lamiendo la piel bruñida y esplendorosa de otro cielo azul, los viajeros y juveniles flancos de otras nubes, mientras aquí se oyen gemir las radios en los balcones abiertos, rechinar tranvías subiendo de vacío y vagabundear taxis libres, sin destino.
Súbitamente, al doblar una esquina, se encontró en las Ramblas. Lo primero que le llamó la atención fue la gran cantidad de turistas extranjeros. Buscó la sombra de los árboles, bajando, y la añorada proximidad de las terrazas de los cafés. Una pausa en el tránsito, como un brusco destapona-miento de oídos, le permitió captar el tintineo de cucharillas y vasos, el trinar de los pájaros en los árboles y la brisa moviendo las hojas, y al internarse en las calles laterales ensayó por vez primera una zancada larga y presurosa, como si le estuvieran esperando en alguna parte, como si el domingo aún le reservara alguna cosa…
Del mismo día, he aquí lo que Luis Trías de Giralt consiguió grabar en la memoria, cuando ya vivía prácticamente exilado en la barra del Saint Germain y sin más ánimo para conspirar, cuando aquel regio equipaje mental que le había prestigiado ya estaba reducido a un triste maletín lleno de amargos oráculos e ideas fijas: afirmaría siempre que fue el día más deprimente y caluroso del verano, a esa hora de la mañana en que él aún sentía rondar en torno a su cabeza el espectro neurótico y alicaído de la noche del sábado. Le parecía estar flotando en medio de la infamante luz cruda que encendía el niki rojo de su amigo Filipo, cuando, repentinamente, percibió tras él el inconfundible paso de felino, el rumor amortiguado de las suelas de goma, y notó unos ojos clavados en su nuca. No le había visto entrar, pero como las resacas le dejaban siempre una punzante sensibilidad dorsal, cuya causa sólo podía explicarse por su natural tendencia a captar el lenguaje mudo de las miradas, adivinó al instante que era él. Sin embargo, al volverse sólo vio un perfil borrascoso a poca distancia de su rostro, y de momento no le reconoció: aparentemente absorto en la contemplación del cuadro que representaba a Encarna envuelta en gasas mojadas, el murciano permanecía allí de pie, con una vieja chaqueta de pana colgada al hombro y las manos en los bolsillos. Filipo también le miraba. Oyeron como la camarera le preguntaba qué deseaba tomar: “Una cerveza”, dijo. En el bar no había nadie más que ellos tres y la chica. Luis Trías le observó atentamente con una fijación por los detalles casi dolorosa: ¿qué le habían hecho en el pelo? El resol compuesto de partículas de luz que entraba por la puerta de la calle se mezclaba con una extraña materia nocturna que sólo provenía de él, que él llevaba consigo y que había removido y arrancado de alguna parte, de los muelles tal vez, de una sórdida pensión o de donde fuera que ahora viviese. Llevaba una camisa blanca sin cuello y demasiado estrecha, con los puños tristemente cerrados más arriba de las muñecas; sus zapatillas de basquet no tenían cordones y en los tejanos, sobre los muslos, los infinitos lavados y el roce habían formado dos hermosas manchas blancuzcas que ahora le daban al caminar (se acercaba lentamente a la barra para alcanzar su cerveza) un aire ágil e inquietante. Pero lo que más llamaba la atención era el corte de pelo brutal e ignomisioso que lucía su cabeza: nuca y patillas peladas deplorablemente evocaban cierto oscuro régimen disciplinario. La expresión de su rostro, mientras contemplaba de nuevo el cuadro de Encarna, mostraba una calma desdeñosa y remota: algo de una impaciencia consumida, aniquilada, flotaba ahora en torno a su cabeza y hombros ligeramente rendidos.
Luis le llamó. “¿Ya no te acuerdas de los amigos?”, dijo tendiendo la mano, apartando de su mente el recuerdo de cierto puñetazo. Manolo se acercó a él con una ligera sonrisa. El estudiante no vio que mostrara sorpresa alguna: evidentemente el chico ya le había reconocido al entrar; pero no había querido ser el primero en saludar, quizá porque su visita, después de tanto tiempo, sólo podía obedecer a una razón, ingenua por cierto: saber de Teresa.
– Vaya con Manolo -decía Luis-. Cuánto tiempo. Dos años va a hacer, ¿no?
– Dos años, sí.
– Y qué, hombre, qué me cuentas. Qué tal te ha ido… -Sonrió, cambió el tono de voz-. Bueno, es un decir, ya supongo que mal.
– No. Estuve de viaje.
Desde lo alto de su taburete, oscilando un poco, Luis Trías se echó a reír. Disimuladamente le dio con el codo a su amigo Filipo, y, por alguna razón, decidió que esta nueva y candorosa mentira del murciano bien valía la primera ginebra del día. Así que encargó una para él, con mucho hielo, y otra para su amigo Filipo.
– ¿Tú quieres, Manolo?
– No, gracias.
Entonces Luis le palmeó la espalda, volvió a reír y dijo:
– Conmigo no tienes por qué disimular. Sé que has estado en la cárcel -hizo una nueva pausa para ver el efecto que producían sus palabras, pero Manolo no pareció inmutarse: le miraba a los ojos, muy fijamente, y eso era todo. Luis añadió:
– ¿Cuándo has salido?
– Hace unos días -dijo él con desgana, e inclinó un poco la cabeza para acomodarse la chaqueta que llevaba colgada al hombro, y que le resbalaba.
– No es ninguna vergüenza, hombre -afirmó Luis, y, mientras en su mirada y en su voz brotaba algo de su antigua superioridad, añadió en tono zumbón-: Alguien dijo que moralmente es lo mismo atracar un banco que fundarlo…
– Yo no atraqué ningún banco, déjame de puñetas.
– … y por si te sirve de consuelo te diré que yo también me pasé una temporada encerrado, hace cuatro años, aunque no fuese por las mismas razones que tú. Pero, bien mirado, si quieres que te diga la verdad, ya no veo la diferencia. En el fondo los dos queríamos lo mismo: acostarnos con Teresa Serrat. A que si.
Se rió con una mezcla de tos y de ahogo, cabeceando penosamente. Era la primera vez que nombraba a Teresa delante del muchacho. Pero también ahora esperó en vano que él le preguntara algo, que le confesara el motivo de su presencia aquí: Manolo guardó silencio, sólo sus ojos parecían tener vida, una extraña vida inteligente pero en función de un solo estímulo, como de animal al acecho. Luis quiso saber qué hacía ahora, a qué se dedicaba, dónde vivía. “Ya te digo que acabo de salir”, rezongó él sin dejar de mirarle, y aunque el estudiante insistió no obtuvo sino vaguedades y alguna distraída referencia al carácter provisional de cierto oscuro empleo en perspectiva. Y de pronto, el murciano le preguntó: “¿Cómo te enteraste de lo mío?” “Por Teresa”, respondió Luis rápidamente, y con un júbilo imperceptible en la voz, añadió: “¿Quieres saber lo que hizo Teresa cuando lo supo”? “Bueno.” Luis Trías le puso una mano en el hombro. “Se echó a reír, Manolo. Como lo oyes. Creo que todavía se está riendo.” Calló, esperando que él se decidiera a preguntarle más cosas. Manolo no abrió la boca, pero su modo de mirar y su actitud seguían indicando que estaba dispuesto a oír lo que fuese.