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– Sí, me molesta. Marchaos, por favor. Os lo contaré todo otro día…

Teresa les observaba desde la ventana del salón, esperando, con la bolsa de playa en el hombro, mientras se pasaba un peine por los cabellos. “Quieta, Dixi”, ordenó a la perrita, que se restregaba contra sus piernas. No podía oírles, pero vio como Manolo se enfurecía, gesticulaba, las empujaba hacia la calle. Ellas, riendo con una risa gruesa, se despidieron de él besándole en las mejillas (increíble: la más alta pretendió de pronto besarle en la boca, Teresa vio como se la buscaba ansiosa y desvergonzadamente, jugando con sus cabellos, echándole al cuello aquellos negroides y rollizos brazos, mientras él se defendía y la empujaba hacia la calle) y finalmente se fueron.

– ¿Qué querían ésas? -preguntó cuando él entraba. Y sin dejar de peinarse, remedando graciosamente con la expresión y el tono cierto tipo de interrogatorio que debía serle familiar, bromeó apuntándole con el dedo-: A ver, usted, jovencito, dígame: ¿conoce a esas chicas?

Manolo le volvió la espalda, pensativo, dirigiéndose hacia una butaca.

– ¿Era a usted a quién buscaban? -insistió Teresa, riendo-. Qué curioso… Todos ustedes son unos subversivos, unos rojillos, estamos bien informados. A ver, no mienta: ¿cómo sabían ellas que estaba usted aquí?

El murciano volvió la cabeza bruscamente. No se permitió ni un segundo de vacilación:

¡Por favor, te agradeceré que no me preguntes nada! -Suavizó el tono-. Dejé dicho en casa que siempre que hubiese algo urgente me encontrarían en la clínica o aquí… Una reunión, esta noche. Así que perdona la libertad.

Ella le miraba, azorada y bajó la cabeza.

– Por mí no te preocupes. Lo comprendo. Sólo quería bromear un poco.

Pues no bromees -dijo él secamente, pero con todo el dolor del alma: Teresina era un encanto de criatura, había que reconocerlo-. Y perdóname, no tengo ningún derecho a gritarte, pero la cosa es más seria de lo que te imaginas. No quiero mezclarte en todo eso, no hay ninguna necesidad.

Teresa guardó el peine en la bolsa mientras se acercaba a él, despacio. Le vio hundirse en la butaca y llevarse las manos a la cabeza con aire de fatiga, preocupado, abrumado por alguna razón. ¿Cómo escapar, viendo estas manos oscuras y fuertes, esta cara de facciones dulces y a la vez duras, casi mongólicas, cómo escapar a la sugestión de un futuro más digno? La idea de que detrás de todas las cosas había una conspiración era tan fuerte en ella por esa época, que le bastó suponer un leve estremecimiento de miedo en estas manos y en estos cabellos intensamente negros para penetrar gustosa en el supuesto círculo de peligros-: ¿Hay algo que no marcha bien, Manolo? -Estaba de pie ante él, muy quieta, las piernas juntas y enfundadas en los blancos y elásticos pantalones. Mesándose aún los cabellos, él levantó los ojos a la altura de las caderas de la muchacha (qué agonía ese encantador triángulo, el dulce leve tumor del centro), volvió a cerrar los ojos y dijo:

– Nada. Vámonos. -Se levantó-. Vámonos a la playa, te lo ruego, necesito distraerme un poco.

En el coche, durante el camino (dirección Castelldefels) Teresa sintió la imperiosa necesidad de formular un juicio sobre aquellas chicas, uno solo y en pro de la seguridad del grupo:

– Alguno de vosotros debería convencerlas de que no se pinten así. Parecen putillas. -Luego añadió-: He encontrado un slip, espero que te vaya bien.

– Seguro. Y ahora, ¡corre, corre más…! ¡Pásalos a todos…!

Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas

O que ma quille éclate!

O que j’aille à la mer!

Rimbaud

Teresa Simmons en bikini corriendo por las playas de sus sueños, tendida sobre la arena, desperezándose bajo un cielo profundamente azul, el agua en su cintura y los brazos en alto (un áureo resplandor cobijado en sus axilas, oscilando como los reflejos del agua bajo un puente) después nadando con formidable estilo, surgiendo de las olas espumosas su jubiloso cuerpo de finas caderas ágiles y finalmente viniendo desde la orilla hacia él como un bronce vivo, sonoro, su pequeño abdomen palpitando anhelante, cubierta toda ella de rocío y de destellos. Jean Serrat sonriéndole a él, saludando de lejos con el brazo en alto, a él, al tenebroso murciano, a ese elástico, gatuno, apostado montón de pretensiones y deseos y ardores inconfesables, y dolientes temores (la perderé, no puede ser, no es para mí, la perderé antes de que me deis tiempo a ser un catalán como vosotros, caaaabrones!), que ahora yacía al sol sobre una gran toalla de colores que no era suya, como tampoco era suyo el slip que llevaba, ni las gafas de sol, ni los cigarrillos que fumaba, siempre como si viviera provisionalmente en casa ajena: ¿qué haces tú aquí, chaval, qué esperas de esa amistad fugaz y caprichosa entre dos estaciones, como de compartimiento de tren, sino veleidades de niña rica y mimada y luego adiós si te he visto no me acuerdo? Sólo por verla así, caminando despacio, semidesnuda y confiada, destacándose sobre un fondo de palmeras y selva inexplorada -¿acaso no era la isla perdida este verano?- valía la pena, y era suya, suya por el momento más que de sus padres o de aquel marido que la esperaba en el futuro, más suya que de cualquiera de los muchos amantes que pudieran adorarla y poseerla mañana. La colección particular de satinados cromos se abrió en su mano como un rutilante abanico: él y ella perdidos en la dorada isla tropical, solos, bronceados, hermosos, libres, venturosos supervivientes de una espantosa guerra nuclear (en la que desde luego y justamente hemos muerto todos, lector, esto no podía durar) construyen una cabaña como un nido, corren por la infinita playa, comen cocos, pescan perlas y coral, contemplan atardeceres de fuego y de esmeralda, duermen juntos en lechos de flores y se acarician y aprenden a hacer el amor sin metafísicas angustias posesivas mientras la porquería de la vida prosigue en otra parte, lejos, más allá de esta desvaída soltura de miembros bronceados (Teresa seguía avanzando perezosamente sobre la arena, hacia él) que ahora se arrastra con un ligero retraso respecto a la visión, con una languidez abdominal que se queda atrás: la sugestión de no avanzar en medio del aire caliginoso, una dolorosa promesa que arranca de sus hombros y se enrosca en sus caderas y se prolonga cimbreante a lo largo de sus piernas para fluir, liberada, derramándose como la luz, por sus pies, hasta el último latido de cada pisada. Venía con su sonrisa luminosa y un coco prisionero entre su cintura y el brazo, jadeante y mojada, trayendo consigo algo del verde frío de las regiones marinas, y se dejó caer lentamente a su lado, doblando las hermosas rodillas, y soltó el coco. Su cuerpo parecía tan habituado a correr y yacer en las playas, tal como si hubiese crecido en ellas, extrañamente dotado por la naturaleza para vivir aquí, siempre, bajo el sol…

– ¿No te bañas más? -dijo al llegar.

Teresa había soltado la pelota de goma. Sentada sobre sus propios pies, con la cabeza inclinada, buscaba ahora las gafas de sol en la bolsa. Los cabellos le tapaban la mitad del rostro y había una gracia animal en sus caderas mojadas, en su espalda erguida sobre la leve cintura. Qué agonía ese abdomen hundido, pueril, recogido en un puño, blanco favorito de los viajeros ojos del murciano.

– ¿Dónde diablos he puesto mis gafas? -preguntó-. ¿Las has visto?

No -mintió el, divertido (las había enterrado en la arena)-. Échate aquí anda, y olvida las gafas. Tengo que hablarte de algo, pedirte un favor.

– ¿Un favor?

Sí…

Tendido de bruces, con el mentón apoyado en el antebrazo, observaba atentamente los movimientos de Teresa. Meditaba. Sus cabellos negros y lacios le caían sobre la frente en diagonal. Poca gente en la playa (la parte más frecuentada era la de los pinos) poca y desdibujada a lo lejos en medio de la luz calina. Ellos estaban en un extremo, aislados, junto al nacimiento de una extensa franja de hierbas pantanosas que se perdía a lo lejos. Detrás, en una explanada de rastrojos próxima a la carretera, el blanco “Floride” dormía al sol como un perrito de lujo. Teresa se había traído un libro y había estado leyendo hasta ahora, entre el primer y el segundo baño. Fue precisamente entonces, viéndola leer con aquella tranquilidad un tanto hogareña (la cabeza recostada en la pelota y las rodillas cruzadas, oscilando suavemente de un lado a otro) cuando él se sintió un miserable descuidero y por su mente cruzó, como un relámpago, aquella idea que pronto iba a convertirse en una obsesión: probemos a hacer borrón y cuenta nueva, aquí está la oportunidad, Teresa (y con Teresa su padre), de obtener algún empleo, un buen empleo, quizá de esos para toda la vida y con posibilidades de…

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