Resultaba curiosa esta sensación de seguridad que experimentaba aquí, en medio de este orden y este silencio confortables, en relación con la torpeza y dificultad cada vez mayor con que de un tiempo a esta parte se desenvolvía en su ambiente habitual, en su casa, en el mismo bar Delicias, o con el Cardenal y su sobrina (recordó la última visita que les hizo, y lo malamente que había sacado dinero), era como si hubiese perdido parte de su influencia y de su poder frente a ellos, por negligencia, por descuido, una sensación como de excesiva rapidez, de haber olvidado algo con las prisas, de haber cometido algún error que en el momento de la llegada (¿llegada adónde?) se lo iban a recordar y le pedirían cuentas. Tal vez por eso, a modo de aviso, se presentaban ahora inesperadamente las hermanas Sisters en funciones de su cargo. La tarde iba a resultar pródiga en sorpresas.
Había que aceptarlo serenamente, como un sarcasmo del destino: él, tras haberse ganado definitivamente la sumisión de la perrita, se hallaba de espaldas a la ventana abierta que daba al jardín, de pie ante el piano (no se decidía a pulsar unas teclas), por lo que no pudo ver, entre los árboles, más allá de la doble hilera de geranios, las dos figuras que bajo el sol de la tarde cruzaban en este momento la verja de la calle en dirección a la casa. Eran dos muchachas en tecnicolor (brazos y piernas de chocolate, labios violeta, ojos ribeteados de azul hasta las sienes, como diminutos antifaces), con altos peinados gonflés, rígidos, que despedían destellos, y ligeros y chillones vestidos de verano ceñidos al cuerpo como una piel. Sus rostros redondos tenían ese color moreno demasiado intenso y oscuro, que revela exceso de sustancias oleosas y de horas de sol en el terrado, y que produce acné. En su trotecillo rápido y nervioso había cierta determinación urgente, pero ficticia, que contrastaba con la expresión indiferente e incluso aburrida de sus caras de luna. Una de ellas, la más bajita, llevaba un enorme capazo de palma con dibujos de colores, y se cogía las caderas como si temiera dejar caer alguna prenda interior a causa de la prisa. Manolo oyó sonar el timbre. Nadie acudía a abrir. No vio llegar a las dos muchachas. De haberlas visto habría adivinado inmediatamente a qué venían y habría podido salirles al paso en el jardín. Afortunadamente, sin embargo, la vieja sirvienta se tomó su tiempo en acudir a abrir: ello hizo que el muchacho se decidiera a salir al recibidor en el momento en que ella ya acudía presurosa, moviendo con pesadez sus grandes caderas dentro del uniforme gris. Al pasar dirigió a Manolo una leve sonrisa convencional. Abrió. El chorro de luz fue lo primero, y por un instante a él apenas le dejó ver nada: desde la puerta del salón, vuelto a medias hacia dentro (se disponía a entrar de nuevo, ya vagamente decidido a pulsar unas teclas del piano), al reconocer a las dos golfas, Manolo se quedó helado: aquello no podía ser, aquello era sin duda una broma pesada, la suerte negra que persigue a los pobres, no la simple casualidad, sino tal vez un aviso, una advertencia que le llegaba desde su propio barrio.
En realidad, su sorpresa no debía ser tal, pues sabía muy bien que las hermanas Sisters operaban preferentemente en barrios residenciales y durante las vacaciones con el fin de encontrar solas a las sirvientas. Manolo no las veía desde el invierno pasado, sabía que ya no tenían tratos con el Cardenal pero que seguían practicando su especialidad, una operación conocida como el timo de “la prenda íntima”.
Sabía también el peligro que representaba aquella visita inesperada e inoportuna (un encuentro con la verdadera intriga, aquella que la joven universitaria no sospechaba), algo que amenazaba con echarlo todo a rodar: “Si estas golfas me reconocen delante de Teresa, listo”. Porque Teresa, en este preciso momento, con la bolsa de playa al hombro, pantalones blancos y sandalias, apareció en el recibidor. “¿Quién es, Vicenta?”, preguntó. La perrita corrió hacia ella meneando el rabo. “Quieta, Dixi”. Mientras, las dos hermanas, de pie en el porche (qué indecencia sus vestidos, cómo se transparentan, pensó él, alarmado) componían su más inocente expresión, evidentemente desconcertadas por la presencia de Manolo. Se produjo durante un instante una situación embarazosa: la sirvienta esperaba que las visitantes hablaran, éstas cambiaban inquietas miradas con Manolo, y éste con Teresa, la cual, captando sutiles vibraciones, cierta relación entre el obrero y las dos chicas, se lanzó a una rápida y generosa deducción mental cuyo resultado, por el momento, sólo alcanzaba a esto: “O son furcias o chicas de fábrica, o las dos cosas a la vez”. Manolo, por su parte, pensaba que las Sisters no se atreverían ya a nada y que se despedirían con alguna excusa. Pero vio con horror que no estaban dispuestas a volverse atrás puesto que una de ellas (la especialista en conversaciones amenas) se disponía a soltarles el rollo sobre el elástico de la braguita de su amiga, que se le había roto en la calle, cosa que… Entonces él se precipitó hacia la puerta, sin darles tiempo a que hablaran, mientras le decía a Teresa:
– Deja, es para mí.
Las hermanas Sisters, con la palabra en la boca, vieron como el muchacho se les venía encima. Una de ellas balbuceó: -Tú…
– Es para mí, no se moleste usted -repitió Manolo, esta vez a la sirvienta, que casi atropelló a su paso. La buena mujer se retiró de la puerta mirando a su señorita con cierta expresión resignada. Manolo cogió violentamente a las dos hermanas por el brazo y salió con ellas al jardín, alejándose lo que pudo de la casa. Los tres hablaron a un mismo tiempo:
– ¡Maldita sea, golfas…!
– ¡Manolillo, pero qué sorpresa!
– ¡Andando, fuera!
– ¡Eh, despacio! -exclamó la otra-. ¿Qué puñeta haces tú aquí? ¡Ésta sí que es buena! ¡Suéltame, guapo! ¿Acaso estás en tu casa?
– Cállate si no quieres que te rompa el brazo -dijo él-. Y camina sin mirar atrás. A otra parte con el cuento, chata. Sí, encima reíros. ¿Cómo se os ha ocurrido? ¡Precisamente hoy! ¿No habéis visto el coche en la calle, locas, señal de que había alguien…?
– ¿Qué pasa? Cuando encontramos a la doña pues nos vamos de vacío y sanseacabó. Pero cómo iba una a figurarse… -empezó la de la prenda averiada-. Suelta ya, rico, que haces daño. ¿Qué pintas tú aquí? ¿Te crees con derecho a avasallar?
– No tengo tiempo de explicaros. Fuera.
– Sin atropellar ¿eh? Y explícate…
– Sí, eso -dijo la otra-. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si es que puede saberse? -Quizá para atenuar el mal efecto de la repetición, la chica añadió, con igual fortuna-: Qué casualidad verte, oye, después de tanto tiempo sin verte…
Manolo las conducía hacia la verja.
– Largo ahora mismo. Esto lo sabrá el Cardenal.
La más alta se soltó y se encaró con él:
– ¡Oye, tú, con amenazas no! Ni Cardenal ni narices. Que no le debemos nada a ese viejo roñoso…
– No quiero discutir. Marchaos, hay gente.
– ¿Es que todavía sigues con él? No te creía tan pipiolo, hijo. ¡Menudo elemento el Cardenal! Ése el día menos pensado te lía, Manolo, ¡te lo digo yo! ¡Pero suéltame ya, caray!
– No grites, estúpida.
– Sin insultar, guapo.
Estaban en la verja. Él comprendió que no podía despacharlas así.
– Bueno, ya os contaré otro día… ¿Qué, cómo os va? ¿Cómo está el Paco? ¿Aún os juntáis en el terrado? ¿Y el Xoni…?
– Muy majo, más que tú, sinvergüenza. Y el Paco, pues ya verás si te echa la mano encima: todavía esperamos que nos pagues lo que nos debes, so cabrón!
– ¡Chissst…! Yo no os debo nada.
– ¡A ver! ¿Fuiste tú o el Cardenal?
– Fue éste, mujer -dijo su hermana-. ¿Qué no le ves la cara?
– Bueno, ahora marchaos…
– Decía yo -insistió la otra- que el Cardenal te chupa la sangre ¿es que no lo ves?
– Bueno, bueno.
– Ahora -terció la pequeña golpeándole el hombro- tenemos otro marchante. Se llama Rafael. ¿Le conoces? Su mujer acaba de tener dos mellizos nacidos de un mismo parto el mismo día. Pero bueno, ¿te molesta decirnos de una vez qué haces aquí, si no te molesta? -La menor de las Sisters siempre decía cosas insólitas, porque su lengua era mucho más rápida que su mente, pero hoy Manolo no tenía tiempo ni humor para celebrarlas-. ¿O te molesta?