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Pero justamente por esas fechas, tan calenturientas en la Universidad de Barcelona, tan preñadas de sublimes y heroicas decisiones -que sin embargo no conseguirían todavía cambiar el vergonzoso curso de la Historia ni aún sacrificando por el pueblo lo mejor de nuestra juventud, según la propia Teresa Serrat le confesaría un día a su compañero en la lucha- había de darse aún otra circunstancia fortuita para que aquella recién estrenada imagen de una Teresa distinta, todavía extraña y lejana pero ya vulnerable en algún aspecto, volviera a cobrar relieve inesperadamente y se mostrara con todo su sentido. Ocurrió a últimos de mayo, en ocasión de una visita que Manolo hizo a la barriada del Pueblo Seco para cumplir un encargo urgente del Cardenal (entregar una pesada maleta que contenía cubiertos inoxidables valorados en quince mil pesetas) con Maruja, que tenía su tarde libre y se empeñó en acompañarle.

Anochecía. Caminaban por una calle enfangada, maloliente, desierta, pegados a la larga pared de una fábrica, cuando, de pronto, Maruja lanzó un grito de sorpresa al reconocer el “Floride” de Teresa parado frente a un pequeño portal. Maruja hizo nuevas consideraciones acerca de las extrañas amistades de su señorita. Manolo no dijo nada. Mientras se iban acercando al automóvil se oía cada vez más fuerte un ruido de máquinas que latía como un enorme pulso tras la interminable pared, un rumor sordo de fábrica. Manolo aflojó el paso y le ordenó a Maruja que se callara. Al pasar, sin detenerse, volvió la cabeza y miró al interior del portal: Teresa Serrat estaba allí, en las sombras, apoyada en la pared con un desfallecido gesto de entrega y abrazada a un muchacho. El desconocido, que se hallaba de espaldas y llevaba el pelo muy largo en la nuca y un jersey rojo de cuello cerrado, la besaba con esa falta de alegría en los gestos que revela inexperiencia amorosa y torpeza: parecía debatirse, no ya con ella, sino consigo mismo o con su propia sombra. Teresa se dejaba besar. Eso fue todo: una visión fugaz que Manolo había captado docenas de veces en su propio barrio, de noche, y cuyos pormenores nunca le habían interesado. Pero aquí dentro, una especie de entrada a oficinas, el ruido de la fábrica era ensordecedor y resultaba inconcebible que una muchacha como Teresa se dejara besar en tales condiciones. Su bonito y rápido automóvil, estacionado frente al portal, junto a un charco de colorantes y residuos de productos químicos, resultaba igualmente una visión casi insólita. La imagen fue por demás breve, turbadora y confusa como una aparición: sólo destacaban en la penumbra las rodillas soleadas de Teresa ciñendo las piernas del desconocido -con un fervor que éste no merecía, a juzgar por su torpe abrazo-, sus manos que subían y bajaban por la espalda, y su rostro, con los ojos cerrados, que emergía de las sombras por encima del hombro del muchacho. Cuando ya estaban más allá del portal, Manolo le preguntó a su compañera si sabía quién era el desconocido. Maruja, que se había colgado repentinamente de su brazo y expresaba su sorpresa con una risa nerviosa, casi de complicidad, respondió que apenas si había tenido tiempo de fijarse en él, pero que le había parecido, así de espaldas, uno de aquellos tipos raros con los que a veces salía la señorita. ¿Qué hacía la señorita aquí? Pues saltaba a la vista… ¿Por qué en esta sucia y olvidada calle precisamente, en el Pueblo Seco, un barrio tan distinto del suyo, en un portal y con un desconocido con pinta de chulo? Eso era difícil de responder. Una casualidad. ¿Ha tenido muchos chavales tu señorita? Bueno ¿novios quieres decir? Pues no, novio formal, lo que se dice formal, nunca.

Siguieron caminando en silencio durante un buen rato. Manolo divagaba, con el infernal ruido de la fábrica retumbando todavía en su cabeza y reteniendo en las pupilas aquella expresión dulce y sometida de Teresa, cuando de pronto se produjo en su mente, acaso por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, algo que él identificó como la luz. No fue más que un rápido engarce de circunstancias fortuitas que, ni él mismo podía dejar de darse cuenta, apenas se sostenía por un hilo, una decepcionante sospecha que sin embargo iba a conformar a partir de este día su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal. Tal fidelidad a una amarga presunción, a una idea que le costaba admitir, el esfuerzo que hubo de realizar para valorar moralmente a una muchacha de la categoría de Teresa, denotaban, por otra parte, hasta qué punto el murciano estaba todavía lejos de hallarse en disposición ideal de combate. Esto es: el muchacho se resistía a admitir que una señorita como Teresa fuese una vulgar desvergonzada. Y no porque él ignorase la desvergüenza de este mundo -había tenido pruebas más que suficientes desde la infancia-, sino porque su sentido de las categorías sociales había estado demasiado tiempo ligado a un sentido de los valores. En cualquier caso, debemos otorgarle el beneficio momentáneo de aquella convicción, discutible pero merecedora de aplauso por el esfuerzo que comporta, y ser justos con el Pijoaparte sosteniendo hasta el fin que, con o sin la ayuda casual de este incidente ocurrido un atardecer de primavera, él habría igualmente, a fuerza de darle vueltas y más vueltas a la idea, obtenido la verdadera luz. Pues precisamente porque su creciente interés por la hermosa y fantasmal universitaria -la irrupción de Teresa Serrat en su vida se iba efectuando a ráfagas, caprichosamente- no tenía nada por el momento de la frívola y mecánica disposición de ánimo que caracteriza al cazador de dotes, el murciano necesitó hacer efectivamente un esfuerzo para admitir como buena semejante idea: que Teresa Serrat fuese lo que se dice lisa y llanamente una cachonda, una caprichosa y una irresponsable que gustaba de caer en brazos de chulos de barrio (no hace falta decir que él no se consideraba como tal) por pura calentura.

Y al mismo tiempo que sentía una vaga decepción, en su cabeza bullía un revoltijo de extrañas posibilidades. En primer lugar, su instinto le dictó la conveniencia de guardar para sí lo que acababa de ver con el oscuro fin de obtener algún día, si la ocasión se presentaba, un posible beneficio personal:

– Oye -le dijo de pronto a Maruja-. No se te ocurra decirle a tu señorita que la hemos visto. Ni siquiera en broma, suponiendo que tuvieras confianza para hacerlo. Podría enfadarse…

Con lo cual, aunque los rasgos característicos que había captado en Teresa Serrat no alcanzaban aún la total realidad con la que pronto había de ponerse en contacto, el Pijoaparte empezaba, contra todo pronóstico, a dar muestras de aquella inteligencia que le llevaría lejos.

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Transcurrió aquel invierno

¿Com ha d’assimílar-se aquesta pura poesía de la forma quan no es resol en l’orgasme?

Llorenç Villalonga

Transcurrió aquel invierno cargado de vagos presagios y, al llegar el verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa de Blanes con la servidumbre. Manolo reanudó sus alocadas visitas nocturnas al cuarto de la criada. Iba siempre en motocicleta, que robaba en el mismo momento de partir y que luego, al regresar a Barcelona, abandonaba en cualquier calle. Llegaba a la Villa irradiando una sensación de peligro que él parecía ignorar: electrizaban sus oblicuos ojos negros y su pelo de azabache, la nostalgia invadía sus miradas y sus ademanes; y del peligro y del esplendor juvenil de estas noches de amor, quedaría, al cabo, el arrogante y ambicioso sueño que las engendró. Porque no era solamente el deseo de poseer una vez más a la linda criadita lo que le empujaba como el viento hacia la costa, no era sólo el intrépido allanador de camas el que saltaba por la ventana de la imponente Villa amparándose en las sombras como un ladrón: algunas noches le daba miedo dormir en casa, eso era todo.

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