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Acaso porque, como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las viejas costas del Mediterráneo como una miel dorada, que flota en medio del estallido del sol como un germen de verdadera vida y que algunas noches especialmente cálidas y sin fin se introduce en la sangre como un alcohol. Lo que él realmente buscaba en los brazos de Maruja era todo lo que ella traía consigo al lecho al bajar de las terrazas iluminadas o de los grandes salones ya sumidos en el silencio nocturno, una vez terminado su trabajo y cuando ya los invitados se habían ido o dormían; algo recogía, en efecto, allí tendido en la cama, desnudo, algo indecible que emanaba del cuerpo de la muchacha. lo mismo que se recoge algo de la vas _edad del espacio al acariciar las alas de un pájaro: juntamente con el sabor a sal que hallaba en la piel, recogía fervorosamente restos de un día de playa, invisibles presencias, dulces deseos que establece el ocio, fragmentos de palabras vacías de contenido, un abandono corporal y una ternura desapasionada que ya no expresaban -felices ellos, los ricos- ninguna pena por todo aquello que nunca ha de alcanzarse en esta vida, por todo aquello que nunca ha de realizarse.

A veces, tumbado en la cama, sumido en la oscuridad, tenía que esperar a la criada durante horas. Sobre su cabeza abandonada en la almohada flotaba siempre un rumor de voces y risas que a él se le antojaba una fiesta; oía ladridos de perros que había que imaginar hermosos, grandes, majestuosos. Otras veces oía un griterío de niños. Nunca llegaría a verlos. Maruja le hablaba de aquellos chiquillos endiablados que estaban a su cuidado: eran los hijos de la hermana de la señora, todos los veranos venían a pasar quince días a la Villa. “Me dan mucha guerra -decía Maruja- y por la noche no hay quien les haga acostar, ¡pero son tan monos, tan rubios! ¿No les oyes correr cuando se me escapan? Su habitación queda justo encima de ésta.” En efecto, Manolo oía a menudo los piececillos desnudos correteando de acá para allá, los chillidos, su infatigable alegría, y cuando se hacía el silencio (señal de que Maruja no tardaría en bajar, si aquel día no había invitados) se ponía a pensar en los niños dormidos en grandes camas, arropados por indecibles atenciones presentes y futuras. A veces se dormía al mismo tiempo que ellos, como si a él también el alegre trajín de las vacaciones le hubiese dejado rendido. Se despertaba horas después con un sobresalto, malhumorado, descontento de sí mismo, preguntándose qué diablos hacía en el cuarto de una criada. Esto le ocurría particularmente después de haber estado repasando algunos cromos de su entrañable colección particular (siempre sin álbum), y en los que la rica

universitaria desempeñaba un papel cada vez más destacado: fuego, un terrible y devastador fuego, la Villa arde por los cuatro costados, él salta de la cama y se mete entre la humareda, sube las escaleras, que se derrumban tras él, corre y rescata de las llamas a la rubia de ojos celestes (desmayada al pie del lecho, con un reluciente pijama de seda que habrá de quitarle en seguida porque el fuego ya ha hecho presa en él) y luego la lleva en brazos hasta sus padres; o bien otra noche, cuando al llegar esconde la motocicleta entre los pinos, la ve paseando sola por la playa, seguida de un gran perro lobo, soñadora, triste, aburrida, con los rubios cabellos movidos por la brisa, y entonces la tierra empieza a temblar, los pinos se abaten, surgen enormes grietas en la arena, un terremoto, rápido señorita, al mar con la canoa (la precisión dialogal no le interesaba, pero en cambio cuidaba la imagen en sus menores detalles): tres meses extraviados en alta mar, solos, sin víveres, muriendo casi, y ella en sus brazos… Naturalmente siempre acababa besándola; pero no eran sueños eróticos, o por lo menos no tenían como finalidad principal la posesión de la muchacha; eran sueños fundamentalmente infantiles, donde el heroísmo y una secreta melancolía triunfaban de lo demás, por lo menos al principio; el elemento erótico se introducía siempre al final de la historia, cuando él ya había salvado a la bella; cuando ya había dado pruebas más que suficientes de su honradez, de su valor y de su inteligencia, cuando la llevaba en brazos y se disponía a entregarla a sus padres ante la admirada y asombrada concurrencia, pues entonces sentía la imperiosa necesidad de detener el tiempo y la acción, y prolongaba todo lo que podía este momento, era como caminar sobre una tierra que rodaba en sentido contrario bajo sus pies: porque sabía, intuía que él no iba a sobrevivir a este desenlace, adivinaba que estaba irremediablemente condenado a volver a la sombra, y sólo entonces, como un consuelo, o quizá como una venganza por tener que separarse de ella, la besaba tiernamente en los labios. ¡Qué impunidad dulce, casi nupcial, la de tantas aventuras revividas cada noche, de niño, encogido en el duro camastro de su chabola de Ronda! Había siempre una niña de ojos azules (durante mucho tiempo fue la misma: la hija de los Moreau) a punto de despeñarse en el Puente Nuevo; después de la inevitable entrega a los conmovidos padres, él regresaba rápidamente al punto de partida: la chica volvía a pedir auxilio colgada en un matorral sobre el Tajo, balanceándose peligrosamente en-el vacío, y él se abría paso entre la gente, desafiaba el abismo, cogía a la francesita en brazos, la llevaba a sus padres… y antes de entregarla prefería empezar de nuevo, pero al final se dormía. Al día siguiente por la noche, nada más pegar la mejilla a la almohada, ponía en orden los personajes y el paisaje (profundos barrancos, llamas devoradoras, olas enfurecidas, terremotos, guerras) y vuelta a empezar.

De aquel singular juego infantil conservaba todavía hoy su íntimo secreto: la cita prometida. Tendido en la cama de Maruja se decía a menudo, para justificar su pérdida momentánea de acción: “Estoy aquí porque la raspa tiene un cuerpo muy bueno, eso es todo”, o bien: “En el fondo, lo que espero es la ocasión de hacerme con las joyas de una puñetera vez…”

Pero el mismo acto de poseer a la muchacha, el carácter decididamente sublimado, imaginativo, de sus besos y sus abrazos, su conmovedora relación de simple adolescente, por así decirlo, con el deseo, traicionaba aquellas frías reflexiones de hombre duro.

– Te quiero, te quiero, bonita, te quiero…

El azar vino finalmente a sacarle de su inercia, y de forma sorprendente: una noche de principios de julio, después de dejar la motocicleta entre los pinos (una “Guzzi” carmesí, esplendorosa, que le hubiese gustado conservar) y escalar la ventana del cuarto de Maruja, le llamó la atención el completo silencio en que se hallaba sumida la Villa. Era ya la medianoche pasada. Maruja aún no había bajado. Él se tumbó en la cama y, según tenía por costumbre, cogió la fotografía de la mesilla de noche (el rostro de Teresa siempre oculto bajo la sombra de su mano, el de Maruja reflejando siempre aquella inquietud por cosas superfluas) y la estuvo mirando largamente. Le pareció que algo había cambiado con el tiempo, notó que la imagen de Teresa Serrat exhalaba ese efluvio desangelado y doméstico, poroso, de los cuerpos ya conocidos y poseídos. Le entró una extraña depresión. De pronto oyó el rumor de un coche llegando a la Villa, un frenazo y ruido de puertas, luego voces, le pareció distinguir las de Maruja y Teresa entre la de un hombre, y finalmente unos pasos dirigiéndose a la entrada principal.

Poco después, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Maruja. No vestía el uniforme ni traía aquella máscara de fatiga que normalmente a estas horas se pegaba a su cara como un fino y resquebrajado barniz. Llevaba unos pantalones azules, un amplio y ligero jersey sport, demasiado largo para ella, y unas extrañísimas sandalias. Manolo la miró con sorpresa. Ella corrió hacia la cama y se arrojó en sus brazos. Las precauciones que siempre tomaba -entornar la ventana, apagar la luz y cerrar la puerta con llave- no las tomó esa noche.

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