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La gran pregunta se había quedado en eso: ¿hasta dónde será capaz de llegar por mí?

La calle se parecía al lecho de un río

…armado

más de valor que de acero

Góngora

La calle se parecía al lecho de un río: lodo, hierbas y cantos. En menos de un año se había hundido, como si hubiesen pasado las impetuosas aguas de una riada, y Teresa se preguntó qué habría sido de cierto joven obrero de sonrisa inocente que nunca había oído hablar de Bertolt Brecht. Las altas chimeneas se alzaban contra el cielo, emborronándolo de humo. Al fondo de la calle se veían las primeras estribaciones de Montjuich. Ellos avanzaban en silencio por la maltrecha acera, junto a la larga pared de la fábrica tras la que latía como un pulso el sordo rumor de las máquinas. Nadie a la vista, aquella calle jamás había conducido a ninguna parte. Era por la mañana, cerca de las once, y el sol pegaba fuerte. El ruido de la fábrica le devolvía a Manolo la nostalgia invernal de cierto callejear y la turbadora imagen de las rodillas de Teresa ciñendo las piernas de un desconocido; evocó la risa de Maruja, su brazo colgado del suyo, la pesada maleta con los cubiertos… Un grupo de niños salió corriendo de un portal, persiguiéndole con pistolas de juguete. Al final de la calle, Manolo se paró:

– Aquí es -dijo señalando un pequeño portal -. Seguramente les encontraré en el terrado. Es mejor que me esperes aquí, o en el coche, como quieras. No les gusta que lleve a extraños… Pero si ves que tardo demasiado, sube. ¿De acuerdo?

Teresa no respondió, observaba a los niños que jugaban en la otra acera; pero había oído bien. Vio, con el rabillo del ojo, a Manolo entrando en el portal. Al quedarse sola, el corazón empezó a latirle con fuerza. Desde que se habían encontrado en la clínica, media hora antes, sólo una vez se había dignado hablar con su amigo. Más que enojada con él, estaba desconcertada: tan decidido le veía en relación con el asunto de los folletos, tan plena y candorosamente entregado a recuperar el afecto y la confianza de ella. Por otra parte, esta mañana había ocurrido algo en la clínica que aún la mantenía en cierto estado de asombro: cuando estaban junto al lecho de la enferma, en el momento en que Manolo tendía la mano hacia la frente de ésta para quitarle un hermoso rizo decapitado (le habían cortado el pelo muy corto), Maruja abrió súbitamente unos ojos de alarma y de súplica, afiebrados, clavándolos en Teresa por espacio de unos segundos. Dina también estaba allí, pero ni ella ni Manolo parecieron darse cuenta de nada, o no darle importancia. Sin embargo, había sido algo más que una simple reacción nerviosa de los párpados, algo más que el casual y ciego extravío de dos pupilas de muñeca rota, de dos cristales velados: ella hubiese jurado (al menos en ese momento) que Maruja pretendía hablarle, que incluso movió los labios, que aquello era una llamada directa y personal a su comprensión y a su condición de señorita, una repentina señal de lucidez que de alguna manera le pedía que confiara en el chico y no le dejara hacer más locuras… ¿O se lo había parecido? Al salir, mientras subían al coche, se disponía a contárselo a Manolo cuando éste, lacónicamente, le pidió que le llevara al Pueblo Seco. Durante el trayecto sólo habló él: qué cosa formidable el verano, las calles regadas, el aire parece perfumado, los barrios elegantes parecen dormidos, vacíos, oh Teresa, la ciudad es nuestra… “¿Qué te pasa? -añadió-. ¿Aún estás enfadada?” Ella conducía velozmente, abstraída y bella, con su peculiar estilo rebelde (bonito en verdad: muy echada hacia atrás en el asiento, los brazos tensos, completamente estirados y rígidos hacia el volante, la barbilla sobre el pecho, la mirada desafiante: así debió morir James Dean) y atenta al tráfico, pero desdeñándolo. Escondía su gran curiosidad y aquella musical vibración de su vientre, que aún le duraba de la víspera, tras una máscara de indiferencia. Por su parte, el murciano se había presentado en traje de campaña: camisa rosa con bolsillos y manga larga, zapatillas de basquet y unos ceñidos pantalones blancos, limpísimos, que le sentaban muy bien. ¿Qué se proponía? Cuando estaban en el Paralelo, le ordenó a Teresa que doblara por una calle a la izquierda y que parase en la entrada. Y al reconocer la calle, ella tuvo otra sorpresa.

– ¿Aquí? -había preguntado extrañada.

– Sí. Aquí dejamos el coche.

Fue la única vez que ella había hablado. “¿Por qué me resisto tanto al desengaño, si tal vez el desengaño me reserva lo mejor del chico?”, se preguntaba ahora. Se dedicó a curiosear dentro del portal. Era una oscura y estrecha escalera, con una barandilla de hierro y una sola puerta en cada rellano. Teresa apenas resistió cinco minutos sola (él había calculado quince): silenciosamente, tanteando las paredes y la barandilla, subió hasta el último piso, un tercero. Desde allí, una docena de escalones conducía hasta una áurea explosión de luz: una pequeña puerta de madera carcomida, traspasada por los rayos del sol como un saco viejo al trasluz y con dos agujeros como monedas por los que se filtraban dos espadas incandescentes. Teresa subió despacio, temblorosa, se aproximó a aquel incendio y miró por uno de los agujeros. De momento quedó cegada por el sol. Luego vio el suelo de un terrado cubierto de arenilla, ropa tendida en alambres y un precioso niño con bucles rubios que correteaba desnudo. Al fondo, sentados en el suelo, la espalda recostada contra el pretil, cinco muchachos en camiseta leían revistas y tebeos. Teresa distinguió el que estaba en medio, que acariciaba un pequeño gato negro echado en su regazo; tomaba el sol con el torso desnudo y llevaba gafas oscuras. A sus pies había dos muchachas en traje de baño, tendidas de espaldas sobre una toalla y con las caras untadas de crema (las barbillas levantadas, suspendidas en un fervoroso gesto como de equilibrio o de disponerse a dar un beso) que Teresa reconoció en el acto: las mismas que una tarde se habían presentado en su casa preguntando por Manolo. En torno a ellas, en el suelo, había novelitas y revistas gráficas, botellas de cerveza, un cubo de agua y una pequeña radio portátil que bramaba una música de baile. El campo visual de Teresa a menudo era totalmente invadido por la rubia cabeza del niño, que iba y venía del cubo de agua a la puerta agitando sus manitas mojadas. El joven de las gafas oscuras parecía mirar fijamente a alguien que Teresa no podía ver (debía ser Manolo) y al cual dirigía la palabra de vez en cuando y no con simpatía, a juzgar por su expresión. Hizo señas con la mano, muy chulamente, para que el otro se acercara, pero Teresa no pudo oír lo que decía a causa de la música. De pronto reconoció la voz de Manolo, muy cerca de ella, y le vio entrar en su campo visual lentamente, de espaldas. El sol fulgía en sus pantalones blancos. Ella se apretó a la puerta para verle mejor, excitada por su propia situación de impunidad, esa ocasión que le permitía ver sin ser vista (oscuramente atraída, todo hay que decirlo, por una dulce mano de luz que hurgaba en su entraña: el rayo de sol) y entonces hubo una pequeña pausa en la radio que le dejó oír las palabras que escupió Manolo: “… no he venido a pedir nada que no sea mío, y si algo me revienta, Paco, son las mentiras de tus hermanas”. “¿Será cabrón, el tío? -oyó que decía uno-. ¿Pues no viene exigiendo, en vez de pagar lo que debe, él y esa loca del Cardenal…?” Las hermanas Sisters levantaron pesadamente sus caras aceitosas para mirar a Manolo. “¡Ese ha venido a insultarnos, a provocarnos, ¿es que no lo veis?!”, gritó una de ellas. La música volvió a estallar metálica, arañando los oídos: era una marcha militar. En medio del chin-chin, Teresa les oyó hablar de cierta relación entre el acusado y una tal Jeringa; decía la Sister más joven a propósito de una fiesta íntima en casa del Cardenal: “Que me muera aquí mismo si no es verdad: la niña iba completamente desnudita debajo de la combinación (un poco extraño le sonó eso a Teresa) y éste sinvergüenza la tenía en sus rodillas; me acuerdo muy bien, fue entonces cuando negó con todo descaro haber tocado un solo cubierto de la maleta…” El joven de las gafas oscuras se incorporó lentamente, el gatito saltó de su regazo y se quedó clavado en la tierra, bufando, arqueado y fiero, en una actitud ideal de gato disecado. “Te dije que te partía la boca si volvía a verte por aquí, Manolo”, dijo. Un golpe de viento movió la ropa tendida, muy cerca de la nuca de Manolo, mientras aquella monada de crío, con el sonrosado traserito al aire, se apretaba a sus piernas y tiraba del blanco pantalón con la manita. La escena hizo sonreír a Teresa. Al volverse para apartar al niño, Manolo clavó repentinamente sus ojos en la puerta, en el agujero (en su mismísimo ojo azul que espiaba, hubiese jurado ella). Pero sólo fue un instante. Luego se produjo la graciosa caída del niño entre las piernas de Manolo, la admirable flexión de la cintura de éste al inclinarse para ponerle en pie, su sonrisa deslumbrante y cariñosa, todo lo cual produjo un repentino cambio de posiciones que ella ya no vio: había apartado el ojo del agujero porque la luz la hacía casi llorar. Cuando volvió a mirar, otro muchacho, con aire amenazador, arrojaba el tebeo que había estado leyendo. Por encima de la música, la voz de Manolo trajo en dos o tres ocasiones las palabras “impresos y lipotimia” (¿era una broma o no sabía ni siquiera pronunciarlo?) y también su nombre: Teresa. Pero ellos no le hacían caso; parecían no exactamente desinteresados o extrañados, sino irritados cada vez más. “Está chalao”, dijo uno de los muchachos. Cambiaban entre sí miradas de impaciencia, y el joven de las gafas oscuras movía la mano en señal de calma. Teresa estaba fascinada. Oyó un aleteo muy cerca de ella: un palomar, tal vez. Vio a Manolo avanzar un poco más hacia el grupo sin dejar de gesticular; había sacado las manos de los bolsillos pero exhibía la misma postura indolente de antes, serenamente provocativa. ¿Qué se propone ahora?, pensó ella. Evidentemente exigía algo que, a juzgar por las caras de su auditorio, resultaba insultante. Con el ojo clavado en la nuca del muchacho, ella se apretó más a la puerta, al dedo de luz, y al mismo tiempo observó que una de las chicas se levantaba (qué horror, qué culo de pera) para quitar al niño de en medio. “Aquí va a pasar algo. ¿Empujo la puerta y salgo ahora? Ha dicho que si tardaba… Pero no han transcurrido ni diez minutos”, se dijo consultando su reloj. No quería sacar ninguna conclusión acerca de lo que estaba viendo en este vulgar balneario casero (no, desde luego aquello no era una célula clandestina, ¡qué idea!, más bien parecía una pandilla de golfos o de obreros parados), en este remoto terrado del Pueblo Seco suspendido frente a un inquietante fondo de chimeneas de fábrica, azoteas con ropa tendida y un cielo sucio de humo: ella había determinado atenerse a los hechos. En consecuencia, observaba el insólito espectáculo sin tomar partido a favor de nadie (excepto, tal vez, de aquella soberbia estampa en blanco y rosa que desafiaba al sol) y atendía, con escrupulosa objetividad, a ciertos detalles y a sus consecuencias inmediatas, como por ejemplo la luz que dañaba sus ojos, tal vez un poco menos intensamente que antes, porque en este momento una nube deshilachada cubría el sol. Pero algo raro estaba ocurriendo: el perfil del niño tapó repentinamente la visión con sus bucles de oro y su mejilla manchada de carmín, y ella comprendió que las muecas de la criatura eran el reflejo horrorizado de lo que estaba viendo. Cuando se apartó (la mano de su madre tiró de él violentamente) vio a Manolo acorralado y comprendió que la paliza era inminente. Oyó perfectamente su voz repitiendo: “¡No te consiento que hables así de Teresa, no la mentes siquiera!”, mezclada con la música y con los insultos pausados, rabiosos, pronunciados entre dientes por el tipo de las gafas oscuras, y luego el golpe seco del puño de Manolo, un gemido, “Está loco”, dijo alguien. Obedeciendo seguramente a un ademán amenazador que ella no pudo captar, los otros dieron un paso atrás y se miraron consultándose. El llamado Paco se había abalanzado sobre Manolo, ella vio ahora muy de cerca un pedazo de espalda desnuda, un deliquio de brazos y hombros, y entonces chilló, empujó, pateó la puerta, pero ésta no se abría. Más allá del agujero Manolo se debatía con la camisa desgarrada, su abdomen oscuro y musculado se doblaba a los golpes (ella, entonces, se apretó a la puerta con los brazos completamente en cruz, presionando con las manos y con el vientre recalentado por el sol, pero no conseguía abrir, no lo conseguía) y le vio retroceder y tropezar en las piernas de una de las chicas, y caer hacia atrás. Todos se abalanzaron sobre él, que, haciendo un supremo esfuerzo, torciendo violentamente el cuello sudoroso y vigoroso, volvió la cabeza hacia ella y gritó: “¡Teresaaaaaa!…” con una voz que desgarraba el alma. Ella creyó morir. Sollozando, seguía empujando la puerta en vano (le pareció que transcurrían años) y cuando al fin consiguió salir al terrado y corrió hacia él, ya le habían dejado y yacía boca abajo, junto al transistor, que ofrecía melodías solicitadas. Su aparición repentina sorprendió a todos, y se apartaron, apresurándose a recoger sus cosas. Teresa ni les miró, sólo había gritado: “¡Dejadle, dejadle ya!”, arrojándose sobre él. Manolo respiraba con dificultad, se volvió con la ayuda de Teresa, abrió un ojo hinchado y la miró forzando una sonrisa. Tenía una ceja partida, un lado de la cara cubierto de arenilla y sangre, el pelo revuelto, los pantalones blancos completamente manchados y la camisa rota, sin un botón, abierta de arriba abajo. Temblando, Teresa le ayudó a arrastrarse un poco (incomprensiblemente, pues no parecían quedarle fuerzas para nada, él alcanzó el transistor con mano furtiva y se llevó la música consigo) y lo apoyó de espaldas contra el pretil. Cuando levantó la vista y miró en torno, todos habían desaparecido.

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