Y así supo lo que quería, lo que ya no se atrevía a preguntar: cómo Teresa, a primeros de aquel mes de octubre, extrañada por su silencio, fue personalmente al Monte Carmelo y se enteró de su detención; cómo estuvo un tiempo sin querer ver a nadie, excepto a un primo suyo, madrileño, con el cual entonces salía a menudo; cómo meses después se lo contó todo al propio Luis, en el bar de la Facultad, riéndose y sin dar con las palabras, igual que si se tratara de un chiste viejo y casi olvidado pero sumamente gracioso; cómo aquel mismo invierno se supo, en ciertos medios universitarios, que Teresa se había desembarazado al fin de su virginidad, y cómo al año siguiente terminó brillantemente la carrera, iniciando en seguida una gran amistad con Mari Carmen Bori, en compañía de la cual frecuentaba ahora a ciertos intelectuales que él, Luis Trías, ya no podía soportar; cómo, por cierto, si Manolo había conocido a los Bori, le interesaría saber que terminaron por separarse, y que Mari Carmen vivía ahora con un pintor; y, por último, cómo él mismo, Luis, después de abandonar los estudios y ponerse a trabajar con su padre, vivía al fin en armonía, si no con el país, sí por lo menos consigo mismo, con su poquito de alcohol y sus amistades escogidas, sin echar de menos nada y sin resentimientos para con nadie, despolitizado y olvidado, pero deseando sinceramente más perspicacia y mejor fortuna a las nuevas promociones universitarias…
– De todos modos fue divertido -dijo para terminar.
Fugazmente de acuerdo con el espíritu de cierto verano, vinculado por un brevísimo instante al vértigo de la seda y la luna, el sombrío rostro del murciano no acusó ninguna de estas noticias, ni siquiera aquellas que hacían referencia a Teresa: se hubiera dicho, pensó Luis Trías, que había venido buscando simplemente una confirmación a lo que ya sabía, y que esta confirmación no podía afectarle para nada, porque siempre, desde el primer momento, desde la primera noche que estuvo aquí con Teresa defendiéndose contra todos a fuerza de embustes y a golpes de chulería, la había llevado escrita en sus ojos sardónicos de una manera cruel e irrevocable.
Manolo se disponía a pagar su cerveza.
– Deja, te invito -dijo Luis Trías-. ¿Te vas ya? Toma una copa y seguiremos hablando…
– Gracias, tengo prisa.
Luis volvió a ponerle la mano en el hombro.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Ya veré. Adiós.
Y dando media vuelta, con las manos en los bolsillos, el Pijoaparte salió de allí.