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Oriol Serrat entró en la clínica

La generación mala y adulterina demanda señal; mas señal no le será dada.

San Mateo – 16 – 4

Oriol Serrat entró en la clínica Balmes, saludó familiarmente al conserje, subió las escaleras con una agilidad impropia de sus cincuenta años y luego avanzó por el pasillo de paredes estucadas, en el primer piso, hasta llegar a la puerta de la habitación 21. Se detuvo un momento antes de entrar, se secó el sudor de la frente con el pañuelo y luego, poniéndose la mano en el costado, como si le doliera el riñón, abrió la puerta y entró: “Ja estic emprenyat”. Eran las once de la mañana.

Su mujer y su hija, envueltas en la claridad lechosa que se filtraba por las blancas celosías entornadas, estaban sentadas en el saloncito contiguo a la habitación donde yacía Maruja, y hablaban en voz baja.

– ¿Cómo está? -preguntó él.

– Igual -dijo la señora Serrat, que sacaba pañuelos y algunas prendas de vestir de una bolsa-. No hace más que llamar a un tal Manolo… ¿Has desayunado?

– ¿Y quién es ése?

– Ya puedes figurarte. ¿Has desayunado?

– Sí, mujer.

– Es su novio, mamá -intervino Teresa, que estaba literalmente derrumbada en la butaca de cuero-. Su novio, ya te lo he dicho. Y habría que avisarle.

– Me parece muy bien, pero, que yo sepa, Maruja no tiene ni ha tenido nunca novio.

– Tú no sabes nada, mamá.

– Está bien, haz lo que quieras. A mí eso no me preocupa. A quien hay que avisar, y en seguida, es a su padre.

Al decir esto miró a su marido, como esperando una justa aprobación a su propuesta. Pero el señor Serrat, sin hacer caso, cruzó el cuarto dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de Maruja. Sus zapatos crujían sobre el mosaico verde pálido. Abrió un poco la puerta y miró dentro: la cabeza de la muchacha asomaba entre las sábanas con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y la barbilla levantada, como disponiéndose a beber en una invisible fuente. Su frente marmórea estaba cubierta de sudor. Cerca de la ventana, sentada en una silla y leyendo una revista, había una enfermera que levantó un momento la cabeza para mirar hacia la puerta. El señor Serrat sonrió levemente, a modo de saludo, y volvió a cerrar. Bien, la enfermera estaba allí, todo iba perfectamente, tal como él esperaba. Compuso una hogareña expresión de reproche y se volvió para mirar a su mujer y a su hija, que seguían hablando en voz baja, y cruzó de nuevo la estancia en dirección a la butaca. Embutido en su traje azul de verano, acalorado, respirando con fuerza por la nariz, caminaba con las palmas de las manos vueltas completamente hacia atrás, moviéndolas no con su habitual soltura sino con una discreta contención, como si temiera remover el aire contagiado de la clínica. Había cierta rigidez mecánica y funcional en este braceo, una cualidad de maquinaria recién engrasada y puesta a punto. Oriol Serrat era alto, recio, con el pelo blanco en las sienes y fino bigote canoso. El rostro largo y moreno, las interminables mejillas perdigueras y el mentón hermoso, algo intransigente o duro (de una dureza accidental, ocasionada en parte por el uso de la pipa, que había deformado sus mandíbulas en un gesto semejante al del que se dispone a escupir o a maldecir) guardaba todavía restos de una belleza viril que estuvo de moda en los años treinta, una especie de versión catalana y débil de Warner Baxter. Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito montón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se diría han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico. Pero por encima de cualquier consideración irónica que el atractivo adocenado de su cara pudiese inspirar, a Oriol Serrat le distinguía su pequeña boquita puntiaguda que exhibía siempre ese aire astuto de los rumiantes y de ciertos comerciantes catalanes, una boquita en verdad curiosa, especulativa, con vida propia, dispuesta a afilarse aguda y escépticamente ante cualquier muestra de lo que él consideraba inútil manifestación de inteligencia (por ejemplo, hablar de política). Antes de sentarse, miró a su mujer poniéndose la mano en el flato. Su mujer conocía ese gesto: precedía casi siempre a una explosión de mal humor.

– Marta -dijo al dejarse caer en la butaca-, te recuerdo que tu hermana llega esta tarde de Madrid y que tú deberías estar en Blanes para recibirla… Aquí ya no podemos hacer nada y esto va para largo. Me parece absurdo, mira, que te pases las horas mano sobre mano sabiendo muy bien…

– Oriol…

– …que ya hemos hecho todo lo que había que hacer. Hay una enfermera a su lado día y noche, ¿qué quieres? Regresa a la Villa, yo iré mañana o pasado, en cuanto haya resuelto unas cosas. Conque vengas a verla de vez en cuando…

– Oriol, por favor, baja la voz -rogó ella, y mirándole hizo una larga pausa que permitió, en efecto, evidenciar cierta bondad del silencio en favor de Maruja-. Se hará lo que sea mejor, pero con calma. -Se volvió hacia su hija-. Teresa, ¿tú qué piensas hacer…? ¡Pero si esta criatura no puede con su alma!

Vencida por la fatiga, Teresa se adormilaba.

– Yo me quedo -murmuró.

– Otra que hace tonterías -gruñó su padre-. Deberías irte a casa y acostarte.

– Estoy bien, papá.

– Lleva tres noches sin dormir y con los nervios de punta -dijo su madre intentando, sin conseguirlo, tocarle la frente con la mano.

– ¡Ay, mamá, déjame, estoy bien!

Sus ojos azules, entristecidos entre los párpados finos y tersos, vagaban esquivos. Hacía tres días que Maruja había sido internada en la clínica, en un estado de gravedad que persistía, y ella llevaba otras tantas noches, más otra anterior que sus padres ignoraban, sin apenas dormir. Desde la mañana que, adormilada en el diván de la villa (hacía horas que la revista Elle había resbalado de sus manos) la despertaron los gritos de la cocinera, no quiso separarse de su amiga. Fue Tecla, la vieja cocinera, la que descubrió a Maruja inconsciente en la cama cuando fue a despertarla, extrañada por su tardanza. Con su ayuda y la del masovero, que todo el rato estuvo hablando de corte de digestión y de insolación, Teresa, llena de angustia y de vagos remordimientos, había metido inmediatamente a Maruja en su coche, envuelta en una manta, llevándola al dispensario de Blanes; de allí, en una ambulancia municipal, la criada fue trasladada a una clínica particular de Barcelona, donde el señor Serrat, advertido por la llamada telefónica de su hija, había hecho disponer lo necesario y esperaba con su mujer y el doctor Saladich, director de la clínica e intimo de la familia. Teresa siguió a la ambulancia con su coche. El doctor Saladich se interesó por lo que Maruja había hecho el día anterior y Teresa le informó de su caída en los escalones del embarcadero. “Pero no se hizo daño -dijo-. Por lo menos eso creímos entonces. Estuvo toda la tarde conmigo, y a la noche fuimos a Blanes. Tenía mucho sueño y se acostó temprano… ¿A qué hora cree usted que perdió el sentido?” “Tal vez mientras dormía, o esta mañana al levantarse, es difícil establecerlo”, dijo el cirujano, afirmando que es frecuente el intervalo entre el accidente y la presentación de la inconsciencia, y que a veces incluso transcurren días enteros. Quirúrgicamente no había nada que hacer. Reposo absoluto. “No se puede operar -añadió-, es un cuadro difuso, sin hematoma, sólo son pequeñas sufusiones hemorrágicas extendidas por todo el cerebro” (pequeñas heridas no operables, aclaró el cirujano mirando a la descompuesta señora Serrat, cuyo ánimo acabó de abatirse del todo). Era muy grave, pero no se podía hacer otra cosa que esperar. Maruja no recobraba el conocimiento y sólo pronunciaba palabras de vez en cuando, palabras sin sentido, en un susurro. Aquella noche y la siguiente, Teresa las pasó sentada en una butaca junto a la cabecera de su amiga. A ratos, en medio del sopor, Maruja gemía débilmente y pronunciaba el nombre de Manolo. Una sola vez abrió los ojos y miró fijamente a Teresa, pero como si no la viera. Fue en la segunda noche. Desde entonces se hallaba sumida en un letargo mucho más profundo y alarmante. El doctor Saladich dispuso que hubiese constantemente una enfermera a su lado. “¿Has visto? -dijo la señora Serrat a su marido, con una sonrisa de conejo, al reconocer a la enfermera del turno de día-. Es aquella chica que Saladich nos presentó el verano pasado en Palma, en el hotel…” Su marido la atajó diciendo que sufría un error. Por su parte, Teresa recorría una y otra vez, con los ojos húmedos, el cuerpo postrado, inmóvil bajo la blanca sábana. Su madre, los dos primeros días, se quedó allí hasta la medianoche intentando convencerla de que se acostara. “Saldremos las dos -respondió Teresa- o yo sola, si no hay suerte. Mientras tanto, no, de aquí no me muevo.” La tercera noche, a eso de las cuatro, Teresa presintió la muerte de Maruja, y se sintió repentinamente sola y se echó a llorar en brazos de la enfermera. “Maruja, Mari…”, gemía. Aún la veía moviendo la mano en lo alto de las rocas, sus piernas agitándose, con aquellas malditas sandalias volando en el aire, y al acordarse de Luis Trías, de su conversación con él y de los besos, su llanto arreció y llegó a conmover a la enfermera, que era una mallorquina lúbrica de nariz aguileña, boca roja y anchas caderas, casualmente recién operada de apendicitis (y con pleno éxito) por el propio doctor Saladich. La enfermera la acogió en sus brazos (“No plori, confiem en es doctor…”) y la aconsejó que se fuera a casa, pero Teresa se empeñó en quedarse. Miraba el rostro doliente de Maruja, la frente bañada en sudor, los labios moviéndose de tarde en tarde para pronunciar siempre la misma palabra: Manolo. Hoy, a las nueve de la mañana, Teresa salió a tomar un café y al volver encontró a su madre -que no parecía prestar mucha atención a lo que ahora le decía su marido:

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