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– Y no se hable más, Marta. Llévate el coche, no lo necesito.

Sabía que Marta obedecería después de una leve resistencia, pero también temía una discusión. Miró a su mujer. Llevaba un vestido de algodón, con grandes apliques de badana estampados en rojo y azul, y una bolsa de playa del mismo género y color. Estaba erguida en su butaca, con las piernas muy juntas, de espaldas a la celosía. La favorecía mucho esa luz indirecta, flotante. Era una mujer bien conservada, mucho mejor que él. Llevaba muy bien esos 45 años del asombroso músculo sometido, milagrosamente tenso todavía, sin amenaza aparente de caída, y cuando se la veía correr en bikini por la playa, seguida por sus perros y sus sobrinos, bruñida la piel por el agua y el sol, el señor Serrat, admirado, tenía ocasión de calibrar una vez más el secreto poder de aquel cuerpo a la vez que intuía de repente que la vida no siempre es musical: era un hombre terriblemente celoso. Sin embargo, sin que él supiera exactamente por qué, cada vez que miraba las piernas de su mujer se tranquilizaba. Tenía Marta Serrat unas piernas firmes, un tanto gruesas, con tobillos deformados y rojos, quemados por el sol, de los cuales ella renegaba. Tenía también un delicado rostro ovalado, un poco inglés a causa del fino mentón y las pecas y los ojos de agua, amén de los cabellos pajizos y juveniles que le permitían peinarse casi como su hija y que mantenía en ella aquel aire de muchacha distinguida que el señor Serrat tanto había admirado en su juventud (una juventud difícil y pijoapartesca, por cierto, poco conocida entre sus amistades de hoy) y que todavía era causa de íntimos temores. Pero, no había que olvidarlo, su mujer poseía una pierna realmente catalana, recia, familiar, confortable, tranquilizadora, una pierna que atestiguaba la salud mental y la inquebrantable adhesión de su dueña, por encima de posibles pequeños devaneos, a las comodidades del hogar y a la obediencia al marido, una pierna, en fin, llena de sumisión y hasta de complicidad financiera, símbolo de un robusto sentido práctico y de una sólida virtud montserratina. Y dijo la pierna: “Como tú quieras, Oriol”.

Porque había crecido en un mustio jardín de pesadas enciclopedias y libros ilustrados (su padre, de distinguida familia pero arruinado, fue profesor de francés en el Instituto de Palma de Mallorca antes de la guerra) Marta Serrat tendía a aprobar cosas a veces sorprendentes -por ejemplo, el resistencialismo universitario de su hija en pro de la cultura-, pero en todo dejaba que decidiera su marido. “Saladich nos tendrá al corriente por teléfono -decía éste- y además, tú puedes venir de vez en cuando. Teresa que haga lo que quiera.”

– Yo me quedo, papá.

– ¿Y dónde comerás? -preguntó su madre-. Vicenta se viene conmigo, la necesito, la pobre Tecla no podría allí con todo, y menos ahora que llega Isabel con tus primos…

Además de Maruja y de la cocinera, había otra sirvienta, una vieja valenciana que permanecía en Barcelona hasta el mes de agosto para atender al señor Serrat, que por motivos de trabajo sólo podía pasar los fines de semana en la villa. Él protestó: “A Vicenta la necesito aquí”. “Por unos días -dijo ella- puedes comer en el restaurante.” El señor Serrat ya estaba más que harto. Se levantó. “No es cuestión de unos días, Marta, ya oíste a Saladich: la chica puede estar así lo mismo una semana que seis meses…” De pronto oyeron un sollozo apagado, en la ventana: Teresa se había levantado violentamente y estaba de espaldas. Sus hombros de miel, que el vestido rosa dejaba al descubierto, temblaban bajo las listas de luz que proyectaba la celosía.

– Teresa, hija -exclamó su madre yendo hacia ella-. Vamos, vamos, no llores…

– ¡Cómo podéis hablar de todo eso estando ella ahí! -acusó la rubia politizada.

Su madre la atrajo por los hombros y la hizo sentarse a su lado. Miró a su marido como diciendo: ¿ves lo que has conseguido? Pero lo que dijo fue:

– No, si el disgusto de esta criatura nos dará que hacer, ya verás.

– ¿Ha pasado ya Saladich? -bramó su marido.

– Hace media hora. Te pido por favor que ordenes a tu hija que se vaya a casa y se acueste…

Al señor Serrat, lo que le preocupaba ahora no era la llantina de su hija; lo que le preocupaba es que desde hacía tres días llegaba a todas partes con media hora de retraso.

– ¿Y qué ha dicho?

Mientras le tendía un pañuelo a Teresa, la mujer suspiró:

– Qué quieres que diga, lo mismo que ayer. Que hay que esperar, que no se puede hacer nada. ¡Dios mío, yo no comprendo esta chica cómo pudo darse un golpe así…! Ya debía tener algún mal en la cabeza.

– Cálmate, Marta.

– Te digo que hay que avisar a Lucas.

– De momento no lo creo necesario. Se está haciendo todo lo que hay que hacer. Nada se pierde con esperar un poco, y si a ese hombre se le puede ahorrar un disgusto…

– Ese hombre, Lucas, era el padre de Maruja, que estaba en la finca de Reus. Resoplando de calor, el señor Serrat se dirigió hacia la puerta. “En todo caso -añadió- veré de hacer una escapada a Reus. Ahora voy a ver a Saladich. Cuando vuelva te llevo a casa.” Salió cerrando la puerta con cuidado. Teresa se había levantado de nuevo y estaba ante la celosía, de espaldas a su madre y con los brazos cruzados.

– ¿Sigues con tu idea de ir al Carmelo? -le preguntó su madre.

Teresa cerró los ojos con expresión de fastidio. Al principio, la señora Serrat no se había opuesto a que se avisara al novio de Maruja, incluso se alegró de saber que la chica estaba prometida y que había alguien más dispuesto a compartir aquella desgracia; pero luego, al saber donde vivía, su actitud cambió radicalmente.

– ¡El Monte Carmelo! Yo soy responsable de Maruja ante su padre -dijo-, y tú debías haberme advertido de sus relaciones con ese tipo.

– Es su novio, mamá.

– ¡Su novio! Uno de esos desvergonzados que se aprovechan de las criadas, eso es lo que debe ser. Además, vive en el Carmelo. Anda, anda, hija, olvídalo. En aquel barrio nunca se sabe lo que puede pasar…

Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro mundo. A través de la luminaria azul de su vida presente, a veces aún le asaltaban lejanos fogonazos rojos: un viejo cañón antiaéreo disparando desde lo alto del Carmelo y haciendo retumbar los cristales de las ventanas de todo el barrio (entonces, cuando la guerra, vivían en la barriada de Gracia, y al horrendo cañón aquel la gente lo llamaba el “abuelo”). Y recordaba también, de los primeros años de la postguerra, las tumultuosas y sucias manadas de chiquillos que de vez en cuando se descolgaban del Carmelo, del Guinardó y de Casa Baró e invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con sus carritos de cojinetes a bolas, sus explosiones de carburo y sus guerras de piedras: auténticas bandas. Eran hijos de refugiados de la guerra, golfos armados con “tiradores” de goma y hondas de cuero, y rompían faroles y se colgaban detrás de los tranvías. Pensando en ello, ahora le dijo a su hija:

– Tú ya no te acordarás, pero cuando eras una niña, un salvaje del Carmelo estuvo a punto de matarte…

Teresa sonrió extrañamente: por espacio de un segundo respiró de nuevo la humedad de aquel oscuro rincón de la escalera de su casa, cerca del Paseo de San Juan, notó el aliento perdido, el intenso olor a cetona que transpiraban las ropas del muchacho y su mano roñosa al agarrar sus trenzas, obligándola a girar la cara lentamente y a pronunciar varias veces la extraña palabra (“ ¡Di zapastra, dilo!” “Zapastra.”).

– Sí que me acuerdo, mamá.

– Por lo menos que te acompañe Luis.

– Te he dicho que no necesito compañía.

Se volvió, sonriendo, y fue a sentarse junto a su madre. Rodeó sus hombros con el brazo: todo aquello ocurría antes, cuando las cosas iban mal para todo el mundo, ella era todavía una niña miedosa, hoy todo había cambiado, ya no había golfos en el Monte Carmelo, dijo besándola en la mejilla; con el beso daba a entender que, de todos modos, ella haría lo que quisiera. Iría sola. Y ahora fijó en su madre unos ojos entre risueños y tercos, anunciando que en todo aquello había algo más que un simple capricho de niña mimada. Cuando tuvo problemas con la policía y estuvo a punto de ser expulsada de la Universidad, ocho meses antes, su madre recibió esta misma mirada de ahora. Lo mismo que entonces, ahora dijo con cierta inquietud: “eres igual que tu pobre abuelo, hija”, y lo mismo que entonces, también ahora se equivocaba.

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