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Cuando su marido pasó a recogerla, la señora Serrat se levantó:

– Espero- le dijo a Teresa- que no hagas tonterías y vuelvas a Blanes en seguida. Pon esta ropa en el armario. -Abrió la puerta del cuarto de Maruja y echó una mirada a la cama (“hasta pronto”, dijo a la enfermera) y luego volvió a cerrar-. Y tenme al corriente de todo, llámame mañana por teléfono… Adiós, pórtate bien.

Teresa entró en la habitación de Maruja y puso la ropa en el armario. La enfermera le sonrió: “No necesita nada de eso”. “Cosas de mamá”, respondió Teresa. Se acercó a la cabecera de la cama. Maruja seguía inmóvil, los ojos cerrados con una acusada terquedad, cejijunta, obsesionada por quién sabe qué idea fija o visión. Tiene que verla, es preciso que él la vea, se dijo Teresa. Notaba un espantoso vacío cada vez que miraba aquella lívida máscara: en los párpados de cera, en el ceño doliente, abrumado por alguna voz o visión interior, y en los labios apretados y cenicientos, Teresa buscaba en vano durante horas, más allá de los signos de la virginidad perdida, del amor y de la muerte, otros que debieran distinguir a la criada por haber cuando menos rozado ciertas verdades no vigentes, penetrado ciertas regiones desconocidas del futuro, y el por qué aquella extraña criatura gris y desvalida iba siempre por delante de ella, vivía más deprisa, más apasionada e intensamente que ella…

– Oiga -dijo repentinamente mirando a la enfermera-. ¿Puede venir a visitarla un amigo?

La enfermera mallorquina hablaba en un susurro de paloma adormecedor, muy profesional.

– El doctor no quiere ver más de dos personas en la habitación. -Y después de un breve silencio-: Claro que si no es más que un momento… ¿Quién es?

– Su novio.

La enfermera bajo los ojos. Las medias blancas engordaban sus piernas.

Conducía el “Florida” hacia la cumbre del Carmelo

Muchachas lánguidas,

que salen de automóviles,

me llaman.

Pedro Salinas

Conducía el “Florida” hacia la cumbre del Carmelo lentamente, improvisando sobre la marcha una agradable y vaga personalidad de incógnito (los rubios cabellos sujetos con el pañuelo rojo y los ojos azules escudados tras las gafas de sol) y ya en la curva que roza la entrada lateral del Parque Güell, junto al Cottolengo, en la explanada de sol donde los niños juegan al fútbol, pudo contemplar con una impunidad perfecta el extraño grupo estatuario, los restos todavía disciplinados y humillados (estaban en posición de firmes) de lo que sin duda fue una banda cuartelera, dos viejos tambores y una corneta abollada que trenzaban una interminable y monótona diana en medio del abrupto paisaje, como ciegos o como tontos que al fin tenían una ocupación, un motivo de vivir, eran jovenzuelos flacos con anchos pantalones sujetos con cinturones de plástico y descoloridas camisas de mili, las cabezas rapadas, erguidas, obedeciendo lejanas órdenes con una patética marcialidad. No fue más que un instante, una señal, un guiño del sol en el latón bruñido y abollado de la corneta, una vibración desconocida en la tristeza neurótica de los tambores, pero a ella le bastó y la predispuso a cierta jubilosa y oscura promesa: “de hoy en adelante…” Siguió hasta lo alto del Carmelo y sólo cuando frenó (casualmente muy cerca del taller de bicicletas) y vio los chiquillos jugando semidesnudos y algunos mirones que se acercaban comprendió que, para empezar, debía haber dejado el coche abajo y subir a pie, para no llamar la atención. El sol de mediodía caía a plomo, no se notaba ni un soplo de aire y la corneta y los tambores parecían sonar desde todas partes.

Era hermosa la combinación muchacha-automóvil, casi irreal, se deshacía entre los párpados igual que un sueño de sesteo›: la vieron bajar del coche con su precioso vestido rosa de tirantes y sus blancos zapatos de tacón alto no sólo los niños, que ya formaban corro, sino también algunas vecinas desde los portales. Ella estuvo un momento desorientada, y luego, a un niño: “Oye, guapo ¿conoces a un chico que se llama Manolo?”. La respuesta le llegó desde la puerta de una panadería, eran dos amplias sonrisas o muecas derretidas por el calor, dos mujeres gordas y todavía jóvenes que defendían sus ojos del sol haciendo visera con la mano: “Aquí, usted, en el taller…”, dijo una de ellas, fijando una mirada torva en los hombros desnudos de la muchacha. Pero ya el niño señalaba hacia un extremo de la calle, por el lado de la ermita: “Que no, que está en la fuente”. Teresa dio las gracias y se puso en marcha precedida por la improvisada expedición infantil, al son de los tambores y la corneta. Al pasar frente al bar Delicias escuchó piropos indecentes, de una vulgaridad que sin embargo no conseguía ahogar una nota plañidera, triste, y vio en la puerta a dos jóvenes en camiseta rodeándose los hombros con el brazo, sosteniéndose mutuamente mientras la seguían con los ojos. Más allá, en torno a la fuente, Teresa vio otro grupo de niños que apenas dejaba ver el fulgor cobrizo de un pedazo de espalda desnuda, mojada, inclinada bajo el chorro de agua. Las cabezas giraron todas a una: ella avanzaba despacio, desanudando el pañuelo bajo la barbilla (las gafas de sol no pensaba quitárselas) y apareció el oro de su melena laxa. Los chiquillos la flanqueaban con su paso menudo y rápido, braceando alegremente, las cabecitas casi pegadas al vuelo airoso de la falda rosa igual que peces-piloto que la guiaran o la custodiaran. Cuando Teresa se detuvo a un par de metros de la fuente, un pequeño enviado especial se destacó voluntariamente de la expedición para señalar con el dedo: “Ése es Manolo”. Seguía con la nuca bajo el chorro y su torso desnudo oscilaba (ella evocó una noche en que le vio inclinarse sobre Maruja en el lecho, besándola) y los niños empezaron a zarandearle. Parecía dormido o drogado. No oyó el saludo de Teresa pero sí la tímida pregunta (“te acuerdas de mí, ¿verdad?”) y volvió la cara un instante para mirarla, pensó: “Maruja está muerta”, y siguió echándose agua con las manos y luego se incorporó. “Sí, hola”. El agua resbalaba sin dejar rastro sobre su piel, que relucía al sol como una oscura seda polvorienta, y sacudió la cabeza resoplando, tenso el poderoso cuello, los cabellos mojados. Tendió la mano, tanteando a ciegas, y reclamó el niki que le sostenía un niño; su abdomen, negro y musculado como el caparazón de una tortuga, registraba el ritmo de algún esfuerzo, un latido casi animal: estaba asustado.

– Usted por aquí.-Traigo malas noticias… -dijo ella-. De Maruja.

– ¿Quién?

– Maruja, tu novia…

Manolo miraba el sol con los ojos entornados, ladeó la cabeza y se frotó el cuello. Tenía el niki en la mano, no se lo ponía. ¿Quería secarse más o solamente dar vida a uno de aquellos luminosos cromos que coleccionaba desde niño? Probablemente era eso, no en vano todos los chicos le miraban como esperando algo: su instinto captaba la aventura en torno al Pijoaparte, siempre, aun cuando le vieran solo y aburrido deambulando por el barrio. Ahora, allá abajo, los tambores y la corneta tocaban llamada general.

– Yo no tengo novia -dijo de pronto-. Yo no conozco a ninguna Maruja.

Teresa quedó momentáneamente sorprendida. Luego sonrió y dijo: “comprendo”, mientras el murciano parecía reflexionar, con los ojos en el suelo y los brazos en jarras. Miró a la muchacha. Aquellas gafas negras. Siempre le había irritado hablar con la gente que esconde sus ojos detrás de gafas negras. Tres días horribles, desesperantes, sin saber si había dejado a Maruja viva o muerta y ahora tenía que adivinarlo a través de unas malditas gafas negras. “¡Eh, chavales, a correr, largo de aquí!”, gritó a los niños, que apenas se movieron.

– Comprendo -volvió a decir Teresa-. Pero no tienes nada que temer. -Y en el mismo tono intencionado que un día le dijo “todos estamos con usted”, añadió-. Puedes estar tranquilo, lo sé todo.

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