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Él le volvió la espalda y, repentinamente, acarició la cabeza rizada del niño que tenía más cerca: seguía asustado. ¿Qué pretendía la rubia? ¿Qué sabía?

– Está muy grave -dijo ella-. Resbaló en el embarcadero. Se golpeó la cabeza y lleva varios días sin conocimiento. Te llama…

El murciano había empezado a ponerse el niki (era negro, de manga muy corta, con una rosa de los vientos estampada en el pecho), lo tenía sobre su cabeza mientras tanteaba las mangas; los flancos del tórax y el revés de sus brazos eran de un color moreno pálido, casi luminoso. “¿Se cayó dónde?”, preguntó, ya más tranquilo. Pero ella parecía repentinamente abatida y le estaba hablando de otra cosa: “… culpa mía, en realidad, sólo mía, porque si no le hubiese regalado aquellas sandalias, si no le hubiese metido prisa… Ella es tan complaciente, tú ya la conoces “

– ¿Donde está? ¿En la villa?

– No, aquí, en una clínica. Chico, qué desgracia. Pensé que había que avisarte, que desearías verla…

– Pues claro.

– ¿Vamos ahora?

Él avanzó unos pasos hacia la carretera, los niños se apartaron, pasó junto a Teresa y se paró. Aún no comprendía nada, nada… Vio el coche sport estacionado a unos cincuenta metros y rodeado de mirones (libre de la Rosa por un rato -el tiempo de un vermut en el bar Delicias- allí estaba también Bernardo con su curiosidad simiesca, ya totalmente inofensivo, admirando las rutilantes formas del automóvil) y un poco más lejos, en la puerta del taller, a su hermano disponiéndose a cerrar.

– ¿Ahora? -meditó él-. ¿Tenemos tiempo?

– Si quieres -propuso Teresa poniéndose a su lado-, luego puedo acompañarte.

– ¿No te molesta?

– Oh, no, en absoluto. Tengo todo el día para mí. -Y había algo muy personal en la voz, que no le pasó por alto al joven del Sur, cuando añadió-: Se puede decir que estoy sola en Barcelona. Es la primera vez que me ocurre en época de vacaciones. -Y para equilibrar quien sabe qué misterioso sobresalto emotivo-: Bah, antes me habría puesto la mar de contenta, pero ahora, no sé… Me da lo mismo. Además, pienso en Maruja.

El tapizado del coche desprendía un olor dulzón a cremas. El pobre Bernardo estaba sencillamente anonadado cuando se apartó para dejar paso a Manolo: se movió un rato en torno al Floride, a distancia, como un lobo viejo y achacoso alrededor del rebaño que ya no puede apresar. El Pijoaparte cerró mal la puerta (tal como temía), con una torpeza que, contrariamente a lo que creía, a ella le pareció encantadora. “Deja, no te preocupes -dijo Teresa inclinándose hacia él (su hombro fragante le rozó la barbilla) para volver a abrir-. Así, ¿ves? Fuerte”, y cerró de golpe. El coche se puso en marcha y los niños corrieron tras él hasta la primera revuelta de la carretera, donde se pararon para seguirlo con los ojos mientras serpenteaba lentamente carretera abajo.

Antes de llegar al Parque Güell, Teresa ya le había contado la caída de Maruja en el embarcadero y cómo fue hallada al día siguiente en la cama, sin sentido, quince horas después de ocurrido el accidente. Se reservó para más adelante decirle que sabía que él, Manolo, había estado con Maruja aquella noche. Él la escuchaba mirando al frente con expresión grave, los brazos cruzados sobre su rosa de los vientos. Todo aquello resultaba bastante complicado. Cerró los ojos y vio otra vez a Maruja entrando en su cuarto con la mirada febril, somnolienta, caminando sin fuerzas: así pues, ya llevaba el mal dentro, y él no tenía la culpa. Lo que no comprendía era cómo Teresa y su amigo podían invitar a una criada en sus paseos en canoa, y por qué no la habían obligado a volver a casa después de la caída (una cosa estaba clara: por alguna razón, por negligencia quizá, a Maruja le habían hecho la pascua). “Eres boba, a ti siempre te engañarán”, recordó haberle dicho más de una vez. De nuevo sintió pena por ella y al mismo tiempo un alivio, ya que aquella noche, cuando la dejó abandonada en la cama, la creía muerta. Entre tanto, Teresa conducía su automóvil con una deliciosa idea mítica de las manos, se adornaba en torno al volante con todo el ceremonial que requería el momento, la compañía y el hermoso panorama de la ciudad extendiéndose a sus pies: expresaba una íntima satisfacción en cada curva, con el chirrido de los neumáticos, con los cambios de marcha, y sin darse cuenta fue adquiriendo velocidad. Manolo estaba atento a la carretera y al perfil de Teresa. Viéndola así, de perfil, el joven del Sur empezó a barajar nuevamente su preciosa colección de postales azulinas: un accidente, Teresa malherida, el coche arde, él la salva…

– Estás muy callado -dijo ella-. Afectado por lo de Maruja, ¿verdad?

– Sí.

Pasaron junto a la explanada donde la maltrecha banda seguía tocando bajo el sol.

– Mira, qué maravilla -exclamó Teresa-. Me encanta tu barrio. ¿Por qué tocan? ¿Quiénes son?

El Pijoaparte la miró con el rabillo del ojo.

– Meningíticos. Hijos de la sífilis, del hambre y todo eso. De ahí, del Cottolengo. Unos desgraciados.

– Ah.

– ¿Cómo supo usted… cómo supiste dónde vivo?

– Por Maruja. Lo sé desde hace tiempo. Sé muchas cosas de vosotros… Oye, ¿por qué has dicho antes que no sois novios?

– Porque es la verdad… Las cosas a veces no son lo que parecen. Yo no estoy comprometido con nadie, nunca lo estuve, no puedo. No sé lo que ella te habrá contado, pero sólo somos… amigos.

Teresa aprovechó una recta, en llano, para mirar al chico y poner la tercera. “Comprendo”, dijo y dio todo el gas. La sacudida echó a Manolo hacia atrás. “Chica moderna, sí señor, con otra cultura” pensó él. Pero lo que dijo fue:

– Sólo amigos. Una cosa corriente en la juventud de hoy.

– No disimules, hombre -dijo Teresa-. Ya te he dicho que lo sé todo.

El murciano decidió cambiar de tema.

Entonces, ¿Maruja está grave?

– No sabría decirte, está sin sentido. Pero yo creo que sufre mucho…

Así debía ser, porque al entrar en la habitación (la enfermera salió diciendo que tenía que hacer unas llamadas telefónicas) y ver a Maruja postrada, tan pálida, se impresionó mucho más de lo que había supuesto. Un delgado tubo de goma le salía de la nariz, quedaba sujeto a su frente con una tira de esparadrapo y caía sobre la almohada con una pinza en la punta. Parecía no sólo muerta, sino maltratada, ultrajada y luego olvidada, como si ya llevara años allí. ¿Qué extraña enfermedad era aquella? ¿Qué le había hecho? Sufría, en efecto (no había más que mirar su ceño fruncido) pero mucho antes de experimentar este sufrimiento y este abandono, mucho antes de ser una chica triste y de pocas luces, incluso mucho antes de tener conciencia de que ella nunca sería nada ni nadie, parecía ya como si algo espantoso se le hubiese hecho a la muchacha, algo sordo y sin nombre. Allí tendida, recogida en su silencio, inofensiva y frágil, sudando y sudando un sudor macilento y frío, no parecía ya tener vínculos con nadie, ni con aquel trémulo mañana que ella había soñado para los dos, ni con la esperanza, ni con el amor, ni siquiera con él (¿él la había amado alguna vez?, se preguntó) nada que le permaneciera fiel de algún modo. ¿Hasta qué punto también su mano, abofeteándola, la había postrado en esta cama?

Se sorprendió sentado en una silla y con la mano de Maruja entre las suyas, acariciándola. Un ardor le subía por el pecho. Notó una mancha rosa y perfumada desplazándose tras él con sigilo: la falda de Teresa. Guardó silencio durante mucho rato, y a una pregunta que le hizo Teresa en voz baja: “¿Por qué no pruebas a llamarla?”, cerró los ojos. Se le apareció durante un segundo aquella cabecita despeinada y húmeda, pero hundida en otra almohada, y escuchó un rumor de olas, un jadeo de cuerpos enlazados. “Marujita, chiquilla… ¿qué te han hecho?”. Entonces notó la mano de Teresa en su hombro. Y ante el temor de que la ternura o la compasión acabaran por jugarle una mala pasada, concentró su impulso vital, reprimido durante tres días a causa del miedo y los remordimientos, en un arrebato de indignación. Teresa, que se había quedado quieta tras él, apoyada de espaldas a la puerta, le vio levantarse de pronto y echársele violentamente encima: “¿Qué te pasa?”.

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