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Vio en su cara la resolución que precede a las peleas de golfos: antes de atenazarle el brazo con su fuerte mano, él frotó la palma en la deslucida pernera de sus tejanos (un trinxaraire no lo haría mejor, tuvo tiempo de pensar en ella, evocando un nebuloso verano de su infancia, cuando el hijo de un refugiado de guerra la arrinconó bajo el hueco de la escalera, y la palmeó y la lastimó hasta que nudo escapar) y la rosa de los vientos se dilató en su pecho al aspirar hondo. Teresa notó en el acto la tibia transpiración de la piel del muchacho, un olor a almendras amargas que se mezcló con su propio perfume y repentinamente lo impregnó todo, envolviéndoles a los dos. Tenía su rostro a menos de un palmo, pero no le veía bien, sólo le oía gritar mientras la zarandeaba cogida del brazo: “¡¿Por qué no se me avisó antes?! ¡Di, por qué! ¡¿Por qué no la llevaste en seguida al médico, para qué coño la querías en la canoa?! ¡ Contesta!”. Teresa le miraba asombrada. “Por favor, que me haces daño…” Tocó con la mano, por la espalda, el pomo de la puerta. “No grites, por favor, salgamos fuera…” Pero no podía moverse, no podía hacer otra cosa que intentar contener aquel ímpetu irrazonable. Estaba asustada y fascinada por el espectáculo de su rostro, ese borrón de piel morena donde brillaban unos dientes blancos, unos ojos furiosos, el mechón de negros cabellos caído sobre la frente, y palabra tas y maldiciones lanzadas al absurdo; cada vez le tenía más cerca; vio con sorpresa su propia mano sobre la rosa de los vientos, no empujando o frenando el avance del pecho, sino simplemente posada allí, como si descansara a gusto. “Cálmate, te lo ruego, Maruja está muy grave…”. A partir de este momento ya no escuchó más lo que él decía, una querella torrencial: “¡Qué puñeta haces metida siempre entre las piernas de tus amigos, en aquel portal! ¡Vamos; di!” Pero lo primero era sacarle del cuarto. Consiguió abrir un poco la puerta, arrimándose a él para desplazarle, y, al ladear el cuerpo para salir, perdió el apoyo y quedaron un momento bloqueados los dos, entre las hojas de la puerta, sin poder dar un paso adelante ni atrás y envueltos en aquella oleada azul de las almendras. “Suéltame, ¿estás loco?”. La madera de la puerta crujía. Teresa se debatió como en una pesadilla, turbada por la voz frenética y el ardor de unas preguntas inconcebibles que la acusaban, dictadas no tanto por un supuesto amor a Maruja (podía darse cuenta de ello incluso en medio de ese ardor creciente en que se debatían los dos) como por la indignación y la ira. Pero ¿cómo sabía él, qué contactos podía tener para estar enterado de sus encuentros con un obrero de la fábrica del padre de Luis Trías, y sobre todo, de sus momentos de negligencia y de irresponsabilidad? El respeto, el miedo, la impresionante autoridad moral que vio de pronto en él fue como una nueva revelación, y el brazo le dolía y sus ojos empezaron a llenarse de dulces lágrimas; dulces como nunca en la vida hubiese imaginado. Rendida, sin fuerzas, había ya apoyado la cabeza en el pecho del muchacho cuando, de pronto, se abrió la puerta del cuarto de estar y apareció la enfermera. Su rostro no expresaba ninguna sorpresa (en voz baja, como hablando consigo misma, decía: “Qué fa aquest allot? Es doctor no vol escándol…”) mientras avanzaba hacia ellos. Lo primero que hizo fue apartarles de la puerta y cerrar la habitación de Maruja por fuera. Ellos se soltaron precipitadamente. Quedaron los tres en el saloncito. La enfermera atendió a Teresa. “No es nada”, murmuró ella. Manolo empezó a pasear de un lado a otro como un animal enjaulado, mirándolo todo como si buscara algo para romper, golpeó las paredes y los muebles mientras mentaba a Dios y al diablo en voz baja, seguido por la enfermera que intentaba sujetarle sin conseguirlo. Probablemente todo habría acabado de la manera más grotesca y humillante para él (¿cómo rematar aquellos fuegos de artificio, sino con excusas y el ridículo?) de no ser porque inesperadamente, por uno de esos golpes de suerte con que a veces el destino premia a los seres dotados de imaginación y de audacia, hizo su aparición el amor y la sangre, combinación omnipotente y omnipresente: en su formidable arrebato, al golpear la celosía con el puño y en el momento de murmurar: “Maruja, Marujilla…” como en una agonía, Manolo se hizo un profundo corte entre los nudillos. La sangre y el silencio brotaron aliviados. La enfermera se reveló algo prosaica, pero práctica: “Traiga el alcohol y la gasa, está en la habitación”, le ordenó a Teresa mientras sujetaba la muñeca del muchacho. La fascinada rubia obedeció con la rapidez del rayo. El corte se hallaba en mal sitio para cicatrizar. Y derrumbado en una butaca, vencido por los elementos, digno, pálido y ausente, el Pijoaparte se dejó curar y vendar la mano.

A la enfermera mallorquina le bastó una larga mirada a los ojos del novio para comprender lo que había pasado. Y como ella tenía sus ideas y su retórica acerca de los amantes pobres que se rebelan contra el dolor y la muerte, amonestó al chico:

– Tonto. ¿Ves lo que has conseguido? Comprendo lo que te pasa, pero nada ganarás desesperándote y haciendo escenas de mal gusto. -Además de menospreciar el espectáculo (carecía de imaginación plástica, sólo era sensitiva y melómana, como sus amigos los médicos, y además nunca se había visto envuelta en un verdadero olor a almendras amargas) se iba a equivocar igualmente en lo que añadió, ahora mirando a Teresa-: Y menos echando la culpa a quien no la tiene. Las desgracias ocurren de la manera más extraña, tu novia se cayó ella sola y nadie en aquel momento hubiese sido capaz de saber lo que iba a pasar… Tonto, más que tonto. Si vuelve a suceder esto avisaré al doctor y no permitiré que vengas a ver a tu novia. ¿No sabes que está muy enferma? Te has hecho una buena herida, y total, para qué. -Al terminar de vendarle la mano se dirigió hacia el cuarto de Maruja; antes de abrir se volvió-: ¿Entendido? A ver si sabes comportarte…

– Lo siento. No quería hacerlo.

– No ha sido nada -terció Teresa. Le temblaba la voz-. Los nervios…

La enfermera le guiñó un ojo, dándole a entender que la comprendía perfectamente. ¿Quién no sabe lo que es el amor? Y entró en la habitación de Maruja.

Teresa se arregló el vestido y los cabellos. Manolo seguía en la butaca, deprimido, con la frente entre las manos.

– Perdóname -murmuró-, no quería gritarte. La culpa ha sido mía. ¿Te he hecho daño?

– No…

– Sí, te he hecho daño. Lo siento.

Teresa se sentó frente a él y sacó cigarrillos. “No te preocupes por mí”. Sus manos temblaban. “¿Quieres fumar?” El Pijoaparte le ofreció lumbre y ella se aproximó. Oyeron el ruido metálico de un carrito rodando por el pasillo. Era la hora del almuerzo. “Bien, coño, bien”, murmuró él, levantándose. Teresa miraba su mano vendada.

– ¿Te duele?

– No. Vámonos.

Salió a buen paso, seguido de Teresa. Sobre sus hombros, mientras bajaba las escaleras, flotaba un aire de pesadumbre. En la calle, cuando ella (que no le quitaba el ojo, cómo si esperara verle derrumbarse de un momento a otro a causa de una pena) se adelantó para abrir la puerta del coche, él se inmovilizó sobre la acera.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Teresa.

– Sube tú primero.

– Sé que no es el momento -dijo Teresa- y además no nos conocemos mucho, pero quisiera hablarte de algo, Manolo… ¿Te llevo al Carmelo? -Puso el motor en marcha y luego le miró-. Se trata de Maruja y de ti. -Manolo se sentó a su lado. Esta vez cerró la puerta con seguridad y firmeza. Iba a decir algo pero ella se le adelantó-: No, no me refiero a vuestras citas en la villa (él la miró de reojo, sorprendido). Estoy enterada, hace mucho tiempo que lo descubrí, pero tranquilízate, en casa no lo sabe nadie más que yo. No, me refiero a lo otro…

– ¿A lo otro?

– Ya sabes.

El murciano no sabía, pero tenía buen olfato para el peligro.

– Otro día -propuso-. Si no te importa, hablaremos de eso otro día.

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