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En la ver… en una reunión de amigos (“a ésta no le digo yo que es el mismo de la verbena, igual se cree que también allí se coló para robar algo”). Sí, en una casa particular.

– Es un obrero ¿no? Estaba segura. -No tenía ningún interés en oír la respuesta: ahora había un desaliento remoto en la voz de la bella universitaria, un leve asomo de nostalgia, como cuando de niñas le preguntaba a su amiga sobre ciertos detalles de sus apasionantes correrías con los chicos. Por algún motivo, acaso porque de pronto notó la presencia sobrehumana del joven obrero, se subió los tirantes del bañador precipitadamente-. ¿Te lleva a menudo a estas reuniones?

Pues no… ¡Ay, Teresa, yo bien le digo y le suplico que no lo haga, que es muy peligroso, que lo mejor sería casarnos y vivir tranquilos, pero él…!

– ¿Dónde trabaja?

Maruja, sorprendida por el sesgo que tomaba el interrogatorio, iba a responder que desgraciadamente en ninguna parte, pero Teresa añadió:

– Y otra cosa: ¿tú le ayudas?

Maruja enrojeció de pura y santa indignación.

– ¡¿Yo?! ¡Dios me libre…! Si es un loco, un desagradecido, que sólo se acuerda de mí para…! ¡Si me tiene harta, harta, harta!

Bueno, cálmate -dijo Teresa con aire pensativo-. Y no hables así. Hay cosas que tú no puedes entender, Mari.

– ¿Yo…? ¿Y qué puedo hacer yo, pobre de mí? Le quiero, le quiero… ¡Y usted, usted, aún no sabe lo peor, señorita, la locura que se le ha metido ahora en la cabeza!

Iba a contar lo de las joyas. Pero la señorita no parecía escucharla; o mejor, la escuchaba y la miraba de una manera muy especial: la expresión de su rostro era la de una meló-mana: por un espejismo del entusiasmo imaginativo, miraba a la criada sin verla y atendía no exactamente a sus explicaciones, sino a cierta música que captaba entre las palabras. De pronto sonrió, rodeó de nuevo con el brazo la agitada espalda de Maruja (“todo se arreglará, chica, no te preocupes”) y luego se quedó mirando el mar con ojos soñadores. Ya estaba pensando en decírselo a Luis. Una sorpresa: el país no está tan mal como creen algunos, la vida no es tan monótona como se piensa desde esta agridulce almendra de nuestro veraneo, desde nuestra mala conciencia de señoritas. Se hacen cosas, se trabaja, se conspira.. Suspiró. Maruja no sabía qué hacer (luego recordaría una curiosa coincidencia: uno de los libros que halló sobre la cama de la señorita, al arreglar su habitación, se llamaba ¿Qué hacer?) y optó por recostarse de espaldas sobre la arena y secarse las lágrimas. En aquel momento se acercó por detrás uno de los niños, el mayor, con su pequeño cubo de plástico lleno de agua que vació sobre Teresa.

– ¡José Miguel, estúpido! -chilló Teresa-. ¡No te acerques o te doy una bofetada! ¡Mira lo que has hecho!

Mojado el albornoz, la toalla, los cigarrillos, el libro de Simone de Beauvoir, los rubios cabellos y los soleados pechos de Teresa. Estaba furiosa. De pie ante ella, inmóvil, su primo se reía con el cubo en las manos. Teresa se abrochó definitivamente los tirantes del bañador. Maruja le hizo una seña al niño

– Ven, José Miguel. -Cuando le tuvo delante le quitó los mocos con un pañuelo, le ajustó el slip sobre la barriguita y lo despidió con un cariñoso azote en el trasero-. Vigila a tu hermanita, que no se acerque demasiado a la orilla. O mejor, ve a buscarla y venid todos. Jugaremos a prendas.

Teresa, mientras se secaba, miró a su amiga con ojos tristes. En silencio, le dio la vuelta a la toalla y se tendió de nuevo sobre ella. Maruja se dejó caer de espaldas sobre la arena. Su cabeza quedó a menos de un palmo de la de Teresa, y de vez en cuando, por el rabillo del ojo, veía aquel perfil tan bonito de la señorita, tan dulce, ahora con los rubios cabellos mojados, la mirada azul perdida en el cielo. ¿En qué estará pensando? ¿Ya no quiere saber nada más de Manolo? Claro. A ella nadie podía ayudarla.

– Fuma -dijo Teresa ofreciéndole los cigarrillos. Sus cabezas se juntaron sobre la llama violeta de la cerilla, inclinadas para resguardarla del viento: por unos segundos pareció que las dos estuvieran leyendo el mismo libro o compartiendo la misma curiosidad ociosa-. ¿Dónde vive?

– ¿Quién? ¿Manolo?

– Sí.

– En el Monte Carmelo.

– ¿El Monte Carmelo…? Ah, sí, ya recuerdo.

Sonrió de pronto, como si acabara de ocurrírsele algo divertido, y se disponía a seguir hablando cuando oyó a su espalda las voces de su padre y de su tío Javier; ninguno de los dos, a juzgar por sus risas, hablaba de los desmanes cometidos en la valla por las parejas domingueras e impúdicas que invaden las propiedades privadas. Maruja se levantó antes de que llegaran y fue a reunirse con los niños. Teresa comprendió que se iba para que no vieran que había llorado.

Todo aquello no era más que el resultado de unas emociones confusas y negligentes. Maruja se arrepintió de la confesión hecha a la señorita y desde entonces, cuando Teresa le preguntaba por su novio, sólo contestaba vaguedades. Notó que el trato que le dispensaba la señorita se hacía más flexible, más inteligente, por decirlo así, de lo que sus funciones en la casa merecían: a menudo sorprendía a Teresa observando sus quehaceres habituales (poner la mesa, por ejemplo, o responder al teléfono) con una extraña fijeza en la mirada, como si investigara en sus movimientos Dios sabe qué naturaleza íntima, una mirada que inmediatamente, al ser descubierta por Maruja, se transformaba en una sonrisa afectuosa o en un guiño de ojos que implicaba cierta complicidad. En cuanto a lo que bullía en aquella cabecita rubia en tales ocasiones, para la criada era un misterio. Cuando meses después en Barcelona, en invierno, quiso la suerte que Teresa pudiera ver de cerca al guapo murciano y cambiar con él unas palabras a través de la verja del jardín, aquella arrogante idea que ya un día en la playa se había hecho del joven obrero, al interrogar a Maruja, se instaló en su mente con la fuerza de un dogma. Antes había notado la feliz posibilidad deslizándose sobre ella de igual manera que los rayos del sol en sus pechos desnudos: como una caricia soñada; pero después de conocer al chico quedó convencida. Luis Trías no quiso creerla cuando ella le contó su maravilloso descubrimiento, por cierto con gran riqueza de detalles (adornó su versión con atrayentes elementos de un supuesto obrerismo activo que habría asombrado a la pobre Maruja) y para asegurarse, el prestigioso estudiante, que en estas cuestiones de identidad alardeaba de una grave responsabilidad tout á fait comité central, que impresionaba grandemente a Teresa, quiso hacerle nuevas preguntas a la criadita, la cual en esta ocasión dio una prueba definitiva, si no de su inteligencia, sí de ese instinto de conservación que caracteriza -fue lo que pensó Teresa- a los miembros disciplinados de las sociedades secretas: había hecho como que no entendía el sentido político de las preguntas. ¡Sin duda su novio le había prohibido hablar a nadie de sus actividades por razones de seguridad! ¿Quería Luis una prueba mejor que ésta?

En esto y en cosas semejantes, relacionadas con la buena suerte de Maruja -en contraste con la suya de esta noche, que había sido pésima- pensaba ahora Teresa Serrat mientras bajaba las escaleras de la villa, sin decidirse aún a despertar a Maruja para charlar un rato. Al llegar abajo cruzó la entrada, encendió las luces del salón, se tendió en el diván y cogió un ejemplar de Elle. Luego tiró la revista al suelo, volvió a levantarse, sus ojos se humedecieron al recordar algo (nunca más, nunca), se dirigió hacia la cocina (no asomaba ninguna luz bajo la puerta de Maruja), se sirvió un jugo de frutas de la nevera, estaba a punto de llorar, el silencio de la casa le crispaba los nervios, apretó los muslos, volvió a recorrer el pasillo (ninguna luz bajo la puerta) entró en el salón y, el vaso en una mano y la revista Elle en la otra, se tendió de nuevo en el diván con las rodillas levantadas, moviéndolas, por expansión nerviosa, de derecha a izquierda. Apenas se oía el rumor del oleaje. Más allá de las rejas de la %entalla, en el horizonte del mar, asomaba una luz rosada. El albornoz se abrió sobre el monótono vaivén de las rodillas. Tendida de espaldas, Teresa hizo un esfuerzo por integrar su feminidad lastimada al mundo rutilante y acogedor de Elle, entre sedas y pieles de verdadero cariño. Inconscientemente, el suave balanceo de sus piernas encendidas se acoplo al ritmo del oleaje. Pronto amanecería. De repente, cuando ya habla conseguido poner cierto’ interés en lo que estaba leyendo (el horóscopo) algo distrajo su atención: era el roce de su propia piel. Se inmovilizó. Sus ojos celestes se humedecieron, quedaron velados por una escarcha. Y allí, encogida sobre el diván, la barbilla clavada en el pecho y los cabellos caídos sobre el rostro, como una niña temblorosa y ultrajada, las lagrimas vertidas amargamente por la muerte de un hermoso mito empezaron a resbalar sobre las páginas satinadas y esplendorosas de Elle, cuyo horóscopo, efectivamente, decía: Cet eté vous changerez d’atnour.

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