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Teresa aceleró el paso, llegó junto a Maruja y se colgó de su brazo amistosamente. “Hola, mosquita muerta”, ‘dijo. La criada, que tuvo un ligero sobresalto, se echó a reír. “Sí, son el demonio -añadió Teresa, por los niños-. Pero ya te queda poco, mañana se van.” Maruja volvió a reír. Dijo que, en el fondo, les echaría de menos: con ellos se había divertido y no se había sentido tan sola. “Tienes razón, chica -dijo Teresa-a mí también empiezan a aburrirme estos veraneos que no se acaban nunca… Pero en Barcelona me aburro lo mismo. ¿Sabes una cosa?, tengo ganas de que empiece el curso.” Cogidas del brazo, mirando con una atención exagerada (de pronto no sabían qué decirse) donde ponían los pies, se internaron por el bosque siguiendo de cerca a los niños. Al fondo, por el lado de la villa, se oían las voces de los hombres.

– ¿No te desnudas? -dijo Teresa cuando llegaron. Se quitaba el albornoz.

– Hoy no me baño.

Maruja distribuía las pequeñas palas y los cubos de juguete entre los niños, que en seguida se fueron corriendo hacia la orilla. El sol se escondía de vez en cuando detrás de una nube y soplaba una brisa algo molesta. Teresa se tendió sobre la toalla, con el libro abierto (“Hemos empezado a plantearnos la terrible pregunta: ¿será posible que nuestra civilización no sea la civilización?”, decía la compañera de Sartre citando a Soustelle) que dejó apoyado un momento sobre el vientre para mirar a Maruja.

– Maruja, quisiera preguntarte algo…

Se aseguró de que sus primos estaban a suficiente distancia y, quizá por un reflejo inconsciente de aquellos locos deseos que tenía de comunicarse con Maruja, hizo lo que muchas veces había hecho sola, aquí o en la terraza, pero nunca en compañía: se bajó los tirantes del bañador para exponer sus pechos a la caricia del sol. Los ojos de Maruja, que seguían las correrías de los niños por la playa, se posaron de pronto sobre los rosados pechos de su señorita sin mostrar ningún cambio de expresión: sus pensamientos estaban en otra parte. Luego, al darse cuenta, esbozó una leve sonrisa y miró a Teresa, que también sonrió.

– Chica, es un gusto -dijo Teresa, volviendo a abrir el libro-. ¿Te acuerdas, Maruja, cuando de niñas nos bañábamos en la balsa de la finca, los veranos…?

Maruja cogió un puñado de arena con aire distraído.

– Sí… ¿Querías preguntarme algo?

(“Proletario o intelectual -decía Simone- está radicalmente alejado de la realidad: su conciencia sufre pasivamente las ideas, imágenes, estados afectivos que en ella se inscriben por azar; ora los producen factores exteriores, por un juego puramente mecánico, ora los crea el sujeto mismo, presa de los delirios de la imaginación.”) Se decidió: en pocas palabras y en un tono desenfadado, le reveló a Maruja lo que había descubierto anoche. No quería herir los sentimientos de la muchacha ni dejar entrever un pudor de novicia frente a una conducta que, en el fondo, ella aprobaba. Lo único que hizo fue mostrar su disgusto y su sorpresa ante el hecho, que calificó de suicida, de que utilizasen la villa para sus citas.

Criatura, ¿no comprendes que el día menos pensado os van a descubrir? Si en vez de ser yo quien bajó anoche a la cócina llega a ser mamá o tía Isabel, figúrate la que se arma. ¿Quién es él, se puede saber?

Lo primero que hizo Maruja fue echarse a gimotear (no había entendido que la regañina no iba por lo que había hecho, sino por hacerlo en su cuarto) balbuciendo una serie de excusas en su nombre y en el de su novio que de momento confundieron a la estudiante, pero que luego ésta, al interpretarlas de acuerdo con una singular idea que ella tenía de los jóvenes obreros que se parten el pecho en la vida (había decidido que el novio de la criada tenía que ser forzosamente un obrero) habían de dejarla sorprendida y encantada.

– Nos casaremos, señorita… -empezó Maruja.

Teresa sonrió. Incorporándose, se deslizó hacia su amiga y la abrazó cariñosamente.

– Si no hablo de eso, Mari. ¿Por qué lloras? ¿Estás enamorada?

Maruja asintió con la ‘cabeza: “Tú…, tú no dirás nada ¿verdad?, no me descubrirás ¿verdad?” A veces tuteaba a Teresa, cuando estaban solas, nunca delante de alguien, y menos de la familia; sin embargo, pese a que hacía los imposibles por evitarlo, Maruja caía con frecuencia en el usted, arbitrariedad dictada por un respeto estúpido que irritaba a Teresa.

– No diré nada -prometió Teresa-. ¿Cuánto tiempo hace que os veis aquí, en tu cuarto?

– Unas semanas. Nos casaremos… Por favor, Teresa, no digas nada y yo le pediré que no vuelva más por aquí… Él es lo que es, pero es muy bueno, es como usted, muy así a veces,muy revolucionario, se enfada por cualquier cosa… Pero lo malo es que… yo creo que necesita esconderse, algunas veces, y que pot eso viene a verme. Sólo por eso.

– ¿Qué quieres decir?

¡Ay, señorita, no sé si debo…! No.me atrevo. Prométeme que no se lo dirás a nadie.

(“La mujer, que echa sangre y que alumbra, tendrá de las cosas de la vida un «instinto» más profundo que el biólogo. El labrador tiene de la tierra una intuición más justa que un agrónomo diplomado”, le había aclarado Simone.)

– Vamos, mujer, no seas tonta, ¿es que ya no somos amigas? ¿Por qué iba a esconderse tu novio, y de quién?

Estaba casi segura de saberlo, pero deseaba una confirmación. Aparentaba indiferencia, con el libro abierto ante sus ojos y la mirada perdida entre líneas: ciertamente, leía entre líneas, atenta a las palabras de Marujita de Beauvoir, compañera envidiable de Manolo Sartre o Jean Paul Pijoaparte, como se prefiera.

– Y bien…

– Es una cosa tan vergonzosa -decía Maruja-. Si algún día él llegara a saber que te lo he dicho se pondría furioso. Y además, que no se puede hacer nada, que es una desgracia…

– Pero bueno, hija, cálmate, ni que estuvieras hablando con mamá. Anda, cuéntame, que a lo mejor te puedo ayudar…

Maruja tragó saliva, miró a la señorita dos veces y por dos veces dijo que no con la cabeza. Teresa, que sostenía el libro con una mano y con la otra se apretaba el bañador sobre el pecho, suspiró y se tendió de espaldas otra vez, visiblemente afectada por la desconfianza de su amiga. “Como quieras, hija” (“todo burgués está prácticamente interesado en disimular la lucha de clases”, deslizó Simone a su oído).

Es ridículo -exclamó sin mirar a Maruja-. ¿Sabes que te digo? Que tú también tienes muchos prejuicios tontos, Mari.

Volvió a bajarse el bañador. Ahora el sol brillaba con fuerza. Notó una tibieza, una inyección de dulzura en la entraña de los senos, y, bruscamente, por una expansión nerviosa de sus manos, se los cubrió haciendo hueco con las palmas. Lo hizo con una especial premura, de autodefensa, pero sin pensar en nada: no sabía que, en realidad, una atmósfera sensual largamente deseada habíase adueñado de ella y de sus ideas -intuía vagamente que aquel muchacho, aquel obrero anónimo, al rondar la villa y su propia vida ociosa simbolizaba en cierto modo la evolución de la sociedad-. Cerró los ojos, quiso retener con las manos el calorcillo de los senos, y sus puntas, semejantes a uvas primerizas de color lila, asomaron entre sus dedos. Y de pronto tuvo la certeza; no supo si era la brusca irrupción del obrero en su mente o la misma caricia del sol lo que la hizo estremecerse hasta la raíz de los cabellos, pero algo la obligó a incorporarse; acaso fue lo que al fin Maruja, con una falsa decisión en la voz, le estaba confesando acerca de su Manolo; pero la criada se interrumpió nada más empezar, no se atrevió a pronunciar la terrible palabra (ladrón) que lo habría explicado todo, y el recuerdo del proyectado robo de las joyas de la señora, aunque todavía estaba en el aire, le arrancó un sollozo que disparó definitivamente la imaginación heroica de la rica universitaria.

Estaba segura -dijo Teresa como hablando consigo misma-. No sé por qué, pero estaba segura. ¿Cómo le conociste?

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