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– Temía que hoy no vinieras -dijo después de besarle.

Se tendió en la cama, junto a él. Tenía los ojos húmedos y chispeantes, sudaba, le ardían las mejillas y toda ella desprendía un calor febril. Sus ojos enfermos y retraídos, en los que erraba constantemente la sombra de una desgracia inminente, y que por lo general a estas horas estaban completamente apagados, parecían arder entre los párpados entornados.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él-. ¿Estás mala?… ¿Por qué vas vestida así?

– Esta tarde me he divertido mucho, me han llevado en el fuera-bordo…

– Quién.

– Teresa. Y el señorito Luis, ese amigo suyo que creo será su novio… Ha sido estupendo. Teresa me ha regalado estos pantalones y las sandalias. ¿Te gustan?

Manolo le puso una mano en la frente.

– Estás ardiendo, chiquilla. ¿Sabes lo que creo? Que estás enferma.

– Sólo me siento muy fatigada, con mucho sueño… Pero déjame que te cuente…

La pesadez de los párpados atenuaba aquel brillo de su mirada. Tendida junto a él, con la boca seca, desflorada y febril, con el pecho agitado, le contó que Teresa y su amigo la habían invitado a dar unas vueltas en la canoa y que luego habían ido juntos a Blanes, en coche, a un sitio divertido donde se bailaba. Se expresaba con cierta dificultad, debatiéndose en una confusión mental que iría en aumento a lo largo de la noche y que Manolo, desde un principio, creyó que sólo era sueño y efecto del sol. Por lo demás -o quizá precisamente por ello mismo- la muchacha estaba esa noche más hermosa que nunca.

– Yo no he bailado -decía-. Ellos se han dado el lote, ¡hoy estaba la señorita!… Pero no creas que me he aburrido. Al contrario. Había extranjeros. Teresa me ha estado hablando en francés, a mí, ¡qué risa…!

– ¿Y dónde están ahora, no venían contigo?

Paseando por la playa, o por el pinar… No sé, ya te digo que la señorita va hoy muy movida.

Manolo la escuchaba entre asombrado y divertido. “Ven”, dijo. Ella se echó a reír, se quedó repentinamente seria y luego se llevó la mano a la cabeza con aire pensativo. Se estremeció. Se arrimó a él, enlazó su cintura con las piernas y murmuró: “Bésame”. Él empezó a besarla y notó la fiebre y el castañeo de los dientes de la muchacha. De pronto ella le rechazó para desnudarse. Se quitó los pantalones. Manolo se levantó y fue a mirar por la ventana. Maruja dijo:

– ¿Sabes que esta noche nos han dejado solos?

Él tardó muy poco en calibrar la importancia de esta noticia. Se volvió bruscamente. Maruja, ya sin el jersey pero con los brazos todavía dentro de las mangas, estaba inmóvil, completamente estirada sobre el lecho, como si durmiera. Con voz desfallecida, añadió que los señores habían ido invitados a una fiesta en Barcelona y que no regresarían hasta mañana, y que la señorita Teresa y el estudiante paseaban por ahí y, a juzgar por la intensidad de las miradas que se habían dirigido toda la tarde, tenían paseo romántico para rato; la vieja cocinera dormía y los masoveros también, de modo que estaban prácticamente solos.

– Ven conmigo -dijo Manolo dirigiéndose hacia la puerta-. Acompáñame arriba. Lo quiero ver todo.

– Espera -dijo ella. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le miraba con ojos angustiados-. Primero ven, acércate…

– ¿Qué te pasa?

– ¡Ay Manolo!

Él se aproximó a la cama. Dijo:

– ¿Tienes miedo?

– No es eso… Pero tú… ¿Por qué siempre piensas en lo mismo?

– ¿En lo mismo? Habla más claro, niña.

– Ya me entiendes. Sé lo que estás pensando.

– No estoy pensando nada. Anda, ponte algo encima y acompáñame… ¿Qué esperas?

– ¡Me gustaría tanto hablar contigo, Manolo!

– Déjate de tonterías.

– Por favor…

– Esa gente está durmiendo, no nos verán. Sólo quiero dar una vuelta, curiosear. No temas, volveremos aquí en seguida.

Maruja apagó la lámpara de la mesilla y se tendió otra vez; no exactamente para atraerle a él. En realidad, sólo era un pretexto.

– Esto no puede seguir así, Manolo. No puede seguir así.

– ¿Qué puñeta te ocurre ahora? ¿Qué es lo que no puede seguir así?

– Todo, nosotros, esto… Compréndelo, no puede ser. El murciano se sentó junto a ella.

– ¿Ya no me quieres, Maruja?

– Sabes que sí, más que a nada en el mundo. -¿Entonces?…

– ¡Ay Manolo! Tenemos que casarnos.

Él intentó calmarla.

– No hay razón para llorar.

– ¿Quién llora aquí? Tenemos que casarnos y basta, esto no puede seguir…

– Oye, ¿estás preñada?

– No. Pero te digo que esto no puede seguir.

– Está bien -dijo él-. Luego hablaremos. Te lo prometo. Sí, haremos proyectos. Ahora ponte algo encima y salgamos de aquí… Así me gusta, buena chica. Y sécate las lágrimas, llorona. -La besó en la mejilla-. Anda, date prisa. Si sólo es por ver cómo viven esos hijos de puta de tus señores, mujer. -No digas palabrotas.

Refunfuñando incoherencias, Maruja se puso lo primero que halló a mano, la camisa rosa de Manolo, y le acompañó. Salieron a un pasillo, a oscuras, y la muchacha, después de rogarle silencio, le cogió de la mano y tiró de él. Descalzos los dos avanzaron a lo largo del pasillo, doblaron a la derecha y salieron a la entrada. La luz de la luna bañaba la estancia con una palidez verdosa y todo parecía sumergido en un acuario. El rumor del mar penetraba por las grandes ventanas con rejas de la planta baja. Maruja no quería encender las luces, pero él la convenció de que no debía tener miedo.

Para el joven del Sur fue, más que nada, una especie de recorrido sentimental. Ni siquiera quiso ver el ala izquierda de la villa, ocupada por las habitaciones de la servidumbre, la cocina, el garaje, un cobertizo para reparación de las embarcaciones y un anexo-vivienda para los masoveros (un matrimonio sin hijos, de Blanes). El ala derecha la componían el salón y la biblioteca, con suelo de parquet y una gran cristalera encarada al pinar y al mar. Completaba la planta baja el comedor, en la parte trasera, que comunicaba con el parque por medio de una terraza con grandes losas desiguales, entre las que crecía una hierba amarillenta y reseca. Desde la entrada, una amplia escalera alfombrada subía hasta las habitaciones del primer y segundo piso, donde también se hallaban las dos terrazas, una de las cuales daba sobre el acantilado y ‘el embarcadero. El interior de la inmensa villa no correspondía en absoluto a la idea que se había hecho el murciano al verla desde fuera, pero le impresionó: aquella esbelta y alada estructura de castillo de cuento de hadas se trocaba aquí dentro en un desenfadado estilo monacal, con níveos techos de bóveda, arcos y paredes encaladas, todo muy geométrico y aséptico, sin la gravedad ni la magia que anunciaba el exterior. Solamente una parte del mobiliario, el más recio y sólido -viejas consolas y camas de Olot, puertas de cuarterones, antiguos mapas enmarcados en las paredes, sillas mallorquinas, y especialmente un par de butacas de la biblioteca, que tenían los brazos y las patas rematadas en garras de león- parecía guardar aquella misteriosa conexión con la idea del lujo.

Pero no tardó mucho en darse cuenta de su error: el parquet olía a cera y crujía deliciosamente bajo los pies (el parquet siempre fue para él un indiscutible signo de riqueza) y la atmósfera tenía una discreta vida propia, flotaba en ella una invisible presencia obsequiosa, como la de un atento criado que siempre está al quite en torno a uno pero que nunca se ve, e incluso Maruja, que se había recostado cansadamente en el diván del salón y hojeaba revistas con indiferencia, parecía encajar perfectamente dentro de aquel orden con su camisa rosa que le llegaba a las caderas y dejaba al descubierto sus morenos muslos.

Al entrar en el amplio salón, Manolo había cambiado de una manera automática y apenas perceptible el ritmo de sus pasos: le rondaba la vaga sensación de haber estado allí alguna vez. De pie, inmóvil, en medio del espectáculo de aquellos grandes espacios iluminados, superficies lisas y muebles que no estorbaban ni parecían dispuestos a envejecer, captó la prolongación de un tiempo acumulado que allí flotaba como dentro de una campana de cristal, y que nada tenía que ver con el de su casa o de su barrio, acostumbrado a tocar diariamente las cosas y a dejarlas degradadas y viejas de repente, sino más bien con un pasado vivido no sabía cuándo ni dónde, como si ya en el vientre de su madre, en el palacio de los Salvatierra de Ronda, hubiera recorrido cientos de veces estos mismos salones y dependencias lujosas.

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