Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Aún le veía la noche anterior, sentado junto a él en un banco de las Ramblas, encogido, abrazado a sus propias rodillas y atento a la menor señal que pudiera significar una orden. ¿Habría sido aquel su último trabajo juntos? Desvalijar coches le aburría y además el Cardenal ya no era el buen comprador que siempre fue, alegaba Bernardo cuando no quería trabajar, pero él sabía que la verdadera razón de sus negativas cada vez más firmes a colaborar era otra muy distinta: la razón era la Rosa, aquel estúpido lío con la Rosa que Bernardo se empeñaba en llamar amor pero que a él un particular sentido de las categorías en materia de pasión le impedía relacionar con el amor. Intuía que Bernardo era uno de esos buenazos en los cuáles todo indica que están irremediablemente predestinados a vivir sólo sucedáneos del amor con sucedáneos de mujer y aún en ambientes de ruidosa alegría familiar, suburbana, que al cabo no serían otra cosa que sucedáneos de familia y de alegría. Recordando ahora su conversación de la víspera, el Pijoaparte intentó localizar aquella pobre esperanza que latía tímidamente bajo las palabras del Sans, aquella nauseabunda ilusión nupcial de empleadillo que le estaba arrebatando poco a poco y de manera tan miserable a un buen amigo, al único que le quedaba: debía ser pasada ya la medianoche, estaban los dos frente al Dancing Colón de las Ramblas y el murciano observaba con una viva impaciencia en la mirada a los siniestros jovenzuelos más o menos vestidos con cueros de brillo metálico que estacionaban sus motos sobre la acera y en el mismo paseo central, a ambos lados del banco que ellos ocupaban. La extraña relación de fulgores metálicos, el difícil equilibrio que aquellos jóvenes rambleros habían logrado establecer entre su vestimenta y sus veloces máquinas, era algo que solía poner una mueca de infinita pena y desprecio en los labios de Pijoaparte, como si realmente tuviera conciencia de lo inútil y efímero de ciertos afanes humanos. Esos nunca serán nada, pensaba. Alguno iba con su putilla, gloriosamente vacante esta noche, y entre las parejas, al bajar de las motos y mirarse, se establecía rápidamente una corriente de íntima satisfacción. Poco a poco, las motocicletas se iban alineando en cantidad, dispuestas con un espectacular rigor estético que debía ser una natural expansión del mismo sentimiento vagamente erótico que sus rutilantes formas dinámicas provocaban en sus Imberbes propietarios.

– Miseria y compañía -había dicho el murciano-. ¿Qué me dices del coche que hemos visto en la plaza del Pino?

– No -se apresuró a responder Bernardo-. Te digo que no puede ser. Además, ¿con qué quieres trabajar? No hemos traído linterna ni destornillador ni nada…

– Llevo la navaja.

– Es igual. No. Quedamos en que sólo te echaría una mano para las motos y con la condición de llevar a las niñas a la playa mañana mismo.

– Para eso no me haces falta, sé arreglarme sólo.

– Pero yo también quiero hacerme con una, la necesito. -Calló un rato y luego añadió-: Manolo, piensa en lo buena que está la Lola y olvida ya ese coche.

– Nunca tendrás un céntimo -murmuró el Pijoaparte.

A partir de este momento, la depresión que le dominaba se agravó. Se retorcía las manos, y sus ojos intensamente negros, como anegados de tinta, se clavaron en unos marinos americanos que entraban en el Colón arrastrando de la mano a dos muchachas del Cosmos. Luego centellearon con una luz somnolienta y hundió la cabeza, hizo chasquear la lengua: le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario. La voz del Sans tenía ahora un leve tono plañidero:

– Yo no soy como tú, yo pienso también en otras cosas. Qué quieres, pienso en la Rosa, estos días no hago más que pensar en ella.

– Eres un estúpido, crees que te has enamorado. ¡Jo, jo!

– Hay que cambiar de vida, estoy harto.

– Nunca serás nadie, chaval.

Más tarde, los rambleros empezaron a escasear, algunos se inmovilizaban en medio del paseo, reflexionaban, dudaban, habían perdido aquel apresuramiento que les lanzaba de un local a otro escopeteados por Dios sabe qué afanes comunicativos, y las últimas energías eran gastadas en disputarse los taxis. Ellos esperaron un poco más. Habían observado muy atentamente, pero sin demostrar ningún interés ni ansiedad, sino como en una fijación accidental de las pupilas provocada por el mismo vacío mental o la inmovilidad, los rápidos movimientos de un individuo con pinta de provinciano en juerga de sábado aparcando su moto con indecisión y torpeza junto a un árbol y corriendo luego hacia un grupo de amigos que salían de un taxi un poco más arriba del Colón. Iban endomingados y se palmearon la espalda antes de alejarse por la acera en dirección al Cosmos. Seguramente, pensó el Pijoaparte viéndoles fumar sendos puros y arrastrar aún cierta pesadez de sobremesa, digestiva, seguramente han estado comiendo en un restaurante de la Barceloneta y ahora vienen en busca de puta. “Chaval, este polvo te costará caro”, se dijo observando al que acababa de dejar la motocicleta.

El Pijoaparte llevaba unos guantes de piel negra prendidos del cinturón; ahora se los ponía lentamente. “Vale -dijo-. Tú primero.” “Esperaré un poco”, respondió el Sans. “No hay nada que esperar, este es el momento.” “Es mejor asegurarse -insistió el Sans, y se volvió para mirarle-. A ti, si no fuera por mí ya te habrían trincado no sé cuántas veces.” “Cállate, Bernardo, que hoy me pones de mala leche.” “Está bien…” “Hablarás cuando yo te lo diga y no olvides quién manda aquí.” “Está bien, pero que conste.” “Venga ya, qué diablos esperas.”

Casi tuvo que empujarlo. No es que el chico tenga miedo -se dijo al verle alejarse-, Bernardo nunca le tuvo miedo a nada. Pero ¡cómo lo ha cambiado esa golfa! ¡Se lo ha tirado bien!

Permaneció sentado en el banco, y ahora se puso una luz viva en sus pupilas, que giraban en la cuenca de sus ojos sin dejar escapar ningún movimiento de los tipos que merodeaban por allí cerca. Vio al Sans avanzando hacia la motocicleta con las manos en los bolsillos, despacio, balanceándose como un mono sobre sus piernas torcidas, divertido e inofensivo, entrañable, y de pronto sintió por él una gran ternura: fue un momento de distracción y de debilidad -con razón él procuraba siempre evitarlos- que podía haberles costado muy caro a los dos. Cuando volvió en sí y se dio cuenta, el Sans ya había montado la motocicleta y estaba a punto de cometer un disparate. Parecía tranquilo. No oyó el primer silbido del Pijoaparte ni le vio saltar del banco como impulsado por un resorte. ¡Imbécil!, ¿dónde tienes la cabeza? Otro silbido de alarma, pero ya era demasiado tarde: Bernardo se había equivocado de máquina -las dos eran Ossa y estaban juntas, amorosamente cuidadas y frotadas, rutilantes-, cuyo propietario, un jovencito esmirriado y pulcro, acababa de dejarla allí y en el último momento, cuando ya se iba, había vuelto la cabeza para mirar a su moto por encima del hombro con los mismos ojos devotos y derretidos con que habría mirado a su novia al despedirse de ella (y sin duda, teniendo en cuenta los tiempos que corren, movido por oscuros imperativos sexuales que acaso hallaban más satisfacción en la motocicleta que en la novia) en el preciso momento en que Bernardo, ignorante de su error, se acomodaba en el sillín. Con la sorpresa en el rostro, el desconocido increpó al Sans, que se quedó helado. Desde donde estaba, el Pijoaparte no podía oír lo que hablaban: Bernardo, bajando de la motocicleta, abría los brazos en señal de disculpa y se reía; acabó por convencer al peripuesto ramblero de que se trataba de una simple confusión de máquina, sobre todo cuando se subió a la otra. El joven se alejó hacia el Venezuela y el Pijoaparte, suspirando aliviado, volvió a sentarse en el banco.

Sin embargo, el Sans, sin duda para dar satisfacción a su vanidad profesional humillada, o simplemente porque había vuelto a encontrarle gusto al peligro, se apeó de la moto en cuanto vio desaparecer al tipo, volvió a montar la “suya”, hizo saltar el candado y luego le dio al pedal tranquilamente -el Pijoaparte pudo distinguir su sonrisa simiesca a pesar de la distancia-, arrancando con una brusca sacudida. Saltó del paseo al arroyo rozando el suelo con los pies, maniobrando con habilidad y en medio del ruido infernal del motor, encogido como un gato, y enfiló Ramblas arriba hasta desaparecer más allá de la plaza del Teatro.

14
{"b":"99068","o":1}