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Sensible siempre a los presagios y a los símbolos, víctima una vez más de una de aquellas asociaciones de ideas que para mentes poco sólidas como la suya eran una maldición, el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada: la cita frustrada con aquella maravillosa muchacha de la verbena había ya colmado el mundo de sus sueños y su recuerdo parecía impedir el paso de otros. Comprendió que Bernardo también acabaría por dejarle solo, como todos los de la pandilla, ninguno duraba más de seis meses y no se atrevían a grandes cosas, se desanimaban, embarazaban estúpidamente a sus novias, se casaban, buscaban empleo, preferían pudrirse en talleres y fábricas. Bernardo hablaba de resignarse. Pero ¿resignarse a qué? ¿A jornales de peón, a llevar al altar a una golfa vestida de blanco, a que le chupen a uno la sangre toda la vida? El murciano no pedía mucho para empezar: dadme unos ojos azul celeste donde mirarme y levantaré el mundo, hubiera podido decir, pero ahora le invadía de nuevo el desaliento, pensaba en el Mercedes de la Plaza del Pino y en todo lo que había visto en su interior, en todo lo que había perdido. Y la perspectiva de mañana no resultaba más halagüeña: la playa, la chorrada de la playa y la dichosa Lola con sus grandes caderas que están a punto, dicen. Levantó la cabeza: cuatro americanos borrachos discutían con una ninfa flaca y enana en la acera del Sanlúcar, detrás de la hilera de coches aparcados. De repente -lo miraba sin verlo- fue sensible a la inmovilidad sospechosa del desconocido que se había parado a su izquierda, a un par de metros, de perfil, y que también observaba a las motocicletas. Notó algo inconfundiblemente familiar en esta pupila centelleante, como de gato amodorrado, en la suave distensión de las mandíbulas que anuncia la inminente ejecución del acto. El Pijoaparte se levantó bruscamente, pasó por su lado mirándole a los ojos y se fue directo hacia la moto. Montó muy despacio, sin dejar de mirar al desconocido, liberó la dirección bloqueada (usaba para ello una técnica simple y eficaz, que consistía en darle un brusco giro al manillar: se oía el ¡clic! y el candado saltaba limpiamente) le dio con el pie al pedal de arranque y puso la moto en marcha sin más precauciones, sin pensar en nada excepto en el desconocido. Éste, a su vez, le miraba con una ligera sonrisa colgada en las comisuras de la boca, observaba sus movimientos con atención, calibrándolos con ojos de experto, no exactamente de rival que se ha visto ganado por la mano -la competencia ya empezaba a ser dura- sino simplemente de colega que contempla el trabajo de otro con sereno y divertido espíritu crítico. Incluso hizo más: hubo un momento en que escrutó con un rápido movimiento de sus pupilas lo que pasaba en torno, como si con ello quisiera cubrir la escapada del Pijoaparte, el cuál, encontrándose esta noche particularmente deprimido, incluso sintió deseos de abrazarle. La motocicleta inició un cerrado movimiento circular, él con los pies tocando todavía el suelo, equilibrando el peso, y sólo al volver a levantar la cabeza vio la señal de peligro en aquella pupila de felino sobre la que el desconocido hizo caer el párpado antes de dar media vuelta y alejarse de allí: el viejo guardián sin brazo les había visto y se acercaba, sin apresurarse pero con una expresión de curiosidad y una pregunta a flor de labios. El murciano había comprendido y demarró con fuerza dejándole atrás justo cuando le pareció empezar a oír su voz. “Voy listo”, pensó. Por eso, en el último momento, decidió cruzar el paseo central y bajar por el lado contrario, frente a los barracones de libros de viejo, y, en vez de subir por las Ramblas como había hecho Bernardo, lanzarse a toda velocidad hacia la Puerta de la Paz y luego por el Paseo de Colón hacia el Parque de la Ciudadela.

En contra de lo que temía, no oyó ningún silbato ni le siguió nadie. Subió por el Paseo de San Juan, General Mola, General Sanjurjo, calle Cerdeña, plaza Sanllehy y carretera del Carmelo. En la curva del Cottolengo redujo gas, se deslizó luego suavemente hacia la izquierda, saliendo de la carretera, y frenó ante la entrada lateral del Parque Güell. Sin bajarse de la motocicleta proyectó la luz del faro hacia el interior del Parque: se desgarraron las sombras de la noche, vio algunos troncos de pino, la hierba, y en el límite de la luz una reluciente pelota negra rebotando y escurriéndose entre la espesura: un gato. Del Sans, ni rastro. Habían quedado en encontrarse aquí. “Habrá ido a comer algo”, pensó. Estuvo un rato sin saber qué hacer. Luego le dio de nuevo al pedal y siguió carretera arriba a velocidad moderada. En las revueltas, a la- derecha, la luz del faro se proyectaba sobre el vacío y la oscuridad de la hondonada; a lo lejos brillaban las luces de la ciudad; la iluminación de Montjuich, que en el verano se ve desde aquí como una explosión de fulgores simétricos hendiendo la noche, se había apagado ya. A la izquierda, hierba y rocas, las primeras estribaciones del Monte Carmelo. Cuando llegó a lo alto, en la última revuelta, aceleró hasta llegar a la calle Gran Vista, donde frenó y se apeó. Las tiendas y las casas encaradas al Parque Güell estaban cerradas y a la luz coagulada de los seis postes dormitaban herméticas, inhóspitas, a lo largo de la única fachada: las zonas de sombra le daban a la calle una profundidad que en realidad no tenía. No se veía un alma y el silencio era absoluto, pero para el joven del Sur flotaban en el aire enojosas presencias, un familiar latido humano, suspicaces esperanzas. En esta hora de la noche, el Monte Carmelo es como un enorme forúnculo dormido, envuelto en su propio fluido invisible y febril, en sus cotidianas punzadas de dolor, en su vasta aura sensual.

Descendió por la ladera poblada de casitas encaladas, colgadas casi en el aire, y de cuya especial y obligada disposición en la accidentada pendiente resultaba una intrincada red de callecitas con escalones, recovecos y pequeñas rampas. Bajó a saltos, apenas alumbrado por sucias bombillas, dobló a derecha y a izquierda varias veces, siempre por calles como de juguete y casi con la misma alegría infantil y tardía de sus primeras correrías por el barrio: esto, aunque ya no era el soleado laberinto donde hubo un tiempo en que todo parecía posible, guardaba todavía algo de lo que él se había traído del pueblo años atrás, cierta confianza en sí mismo que se derivaba de la fragilidad en torno, del carácter de provisionalidad con que había visto siempre marcadas las cosas de su barrio y del mismo aire de pobreza que las envolvía. Ya muy abajo en la ladera, rodeó la tapia de un jardín descuidado y se detuvo ante la pequeña puerta de madera que un día le había cautivado: se diferenciaba de las demás puertas porque era antigua, labrada con unos dibujos complicados que la lluvia había casi borrado, y sobre todo por la inverosímil aldaba, una mano pequeñita, delicada, torneada -una mano de mujer, pensaba él siempre- ciñendo una bola. En el barrio no había otra puerta como aquella. Pertenecía a una torre de dos plantas, pequeña y ruinosa. Enfrente se extendía el descampado con el chirrido de grillos. El Pijoaparte dio tres golpes con la aldaba y luego retrocedió para ver si se iluminaba la ventana de arriba. La noche era todavía cerrada y las estrellas parecían brillar con más intensidad. Oyó voces en el interior de la casa y el ruido de un mueble. “¿Quién?”, dijo una voz ronca. “Soy yo, Cardenal, abre”. Al poco rato se abrió la puerta y asomó la cabeza completamente blanca y despeinada de un hombre. Los largos y sedosos cabellos, a pesar del desorden, dejaban adivinar las formas nobles y hermosas del cráneo, y la cara, aunque ahora embotada por el sueño, mostraba la corrección de unos rasgos suaves y afables, la nariz un poco aguileña, las mejillas azulosas y admirablemente rasuradas. La piel bronceada de la frente contrastaba agradablemente con la blancura del pelo. ¿Por qué le llamarán el Cardenal?, pensaba él siempre.

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