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– Espera, mujer. No creerás que voy a dejarte ir así, ahora que he tenido la suerte de volver a encontrarte. ¿Sabes que me he pasado meses y meses buscándote como un loco? ¿Sabes que he pensado en ti día y noche, bonita? Di, ¿lo sabes? -No.

Maruja sonrió, bajando la cabeza. Estaban muy juntos. Sin querer, ella rozó con la rodilla la pierna del muchacho. En ese momento, alguien en la Villa encendió las luces de la terraza y un haz luminoso se esparció sobre las rocas, por encima de ellos. Al mismo tiempo, se oyeron apagadas risas de mujer y la música, repentinamente, aumentó de volumen. Para el Pijoaparte por lo menos -ya que para ella estos pequeños incidentes debían carecer de importancia y de valor simbólico- fue una especie de señal convenida, relacionada con Dios sabe qué viejo sueño. Y sin esperar más, manteniendo el hombro apoyado en la roca, en una postura tranquila, tendió el brazo y atrajo a la muchacha hacia sí en el momento en que a ella empezaban a resbalarle de nuevo los pies de pato. Antes de que su boca tuviera tiempo de recorrer el corto trayecto hacia la de ella, ésta se le pegó desesperadamente. Como aquella noche en la verbena, el Pijoaparte notó que la muchacha empezaba abrazándose a él con una intensidad y una fuerza extrañas, no exactamente en función de una voluptuosidad en pugna consigo misma, sino más bien de una oscura necesidad de protección, para luego relajarse y dejar paso al deseo, con esos imperceptibles movimientos regresivos y progresivos de la sangre, que él sabía controlar tan admirablemente en el cuerpo femenino. Era éste un lenguaje que comprendía mejor y que le tranquilizaba.

Recordaría durante muchos años el olor a polen de los pinos, el rumor de las olas, el suave chapoteo del agua en los costados de la lancha; recordaría siempre las imponentes torres de la Villa alzándose iluminadas contra el cielo estrellado, y sus grandes ventanales arrojando a la noche ráfagas de música, de luz e intimidad, fragancias conyugales, rumor de pasos y de risas, mientras la luna brillaba en lo alto ingrávida y solemne como una hostia. Desbordando aquel fino cuerpo de serpiente, el calor y las ansias de absoluto pasaron al vientre de la muchacha, que se abría como una planta sedienta recibiendo la lluvia, con tal intensidad y en una postura tan atrevida, que él no tuvo más remedio que dudar, por un instante, de su condición de señorita. De repente, la muchacha se bajó el niki y se despegó un poco, dejando la cabeza recostada en el pecho del murciano.

– Me están esperando para cenar -dijo con un hilo de voz-. Me están esperando…

El no lo pensó dos veces:

– Maruja, esta noche vendré a verte -murmuró en su oído-. Cuando todos duerman, entraré por tu ventana… -Cállate. Estás loco.

– Te juro que lo haré. Dime cuál es tu ventana.

– Déjame, déjame…

Quiso desprenderse, pero él no la dejó marchar. -No, hasta que me digas dónde duermes.

– Pero ¿qué te has creído? ¿Quién te has figurado que soy yo…? -empezó ella con el aliento perdido.

Y él la hizo callar con un nuevo beso, esta vez suavísimo, un roce apenas, ese abandonado, tierno beso de desagravio por el cual se afirma el propósito de enmienda de todos los pecados menos de aquel que se tiene intención de cometer inmediatamente. No tenía, sin embargo, esperanzas de que ella le indicara su habitación.

– ¿Es aquella ventana por donde te has asomado esta tarde?

La muchacha le clavó una mirada rápida y asustada. Antes de escabullirse entre las rocas, le apretó un brazo con fuerza y le miró con los ojos húmedos: “Por favor… Gritaré si vienes, te juro que gritaré”. Y echó a correr escaleras arriba, hasta desaparecer en lo alto.

Durante cuatro horas la ventana permaneció cerrada. Unos metros más arriba, las luces de la terraza seguían festejando la noche, y él, sentado en el tronco cortado de un pino, con el mentón entre las manos y los ojos clavados en aquella ventana, creyó estar viviendo las horas más atroces de su existencia. Notaba frío en la espalda, y algo en su interior, allá dentro en las entrañas, empezaba a segregar la vieja tristeza que de niño corría por su sangre. “No quiere -se decía-, no quiere.” Oía música de discos, voces juveniles en la terraza, y vio llegar a un hombre en un coche, un caballero de pelo gris y aspecto distinguido, al que se recibió con alegres gritos de bienvenida. Luego, el miserable silencio de la hora de la cena, la despedida de unas amigas, de nuevo un rato de conversación, discreta, apacible, y por último un silencio total y definitivo. Ya ni siquiera miraba la ventana, tenía la frente abatida sobre el antebrazo, las últimas luces de la Villa, una a una, se apagaban, todo había terminado. “No quiere, maldita sea, no quiere.”

Jamás tuvo nadie una mirada tan perruna, una expresión tan triste, un conocimiento tan instantáneo y animal de la inmensidad de la noche, de la inútil vehemencia de las olas. La misma sensación de abandono le mantenía allí clavado, sin fuerzas, sin deseos, encogido sobre el tronco, con los ojos abiertos en la oscuridad e idéntica postula fetal que guardó en el vientre de su madre; abrazado a sus rodillas, la apatía del firmamento sobre su cabeza fue como un narcótico durante horas: era una inmovilidad tan perfecta del rostro (un tanto boquiabierto), una expresión tan petrificada, que parecía fundirse con la misma vacuidad cósmica que está más allá de toda frustración. ¡Aaaah…!, hizo sobre su cabeza la copa de un pino estremecida por la brisa.

Tardó un poco en darse cuenta. Primero fue el rayo de luz que se filtró entre los batientes de la ventana, y que volvió a apagarse en seguida, y luego el golpe seco de la madera en el muro: el Pijoaparte ya estaba en pie, tembloroso, iniciando con la mente más que con los pies una veloz carrera hacia la Villa, cuando aún, en realidad, permanecía inmóvil, alisando precipitadamente sus cabellos con la mano y comprobando el estado de su ropa. Luego, a medida que se acercaba al muro cubierto de hiedra, distinguió la ventana abierta y las sombras interiores, más densas aún que las de la noche. Tuvo que pisar un macizo de flores que flanqueaba la pared. Se detuvo. La ventana le llegaba al pecho. No oyó ningún ruido. Antes de saltar al interior se asomó: nada, excepto la mancha blanca de la sábana sobre la silueta informe de un cuerpo. Entró sin hacer ruido, deslizándose directamente hacia la cama.

Bocabajo, ciñendo la sábana a su cuerpo con los brazos pegados a los costados, y con media espalda dorada por el sol al descubierto, Maruja parecía dormir tranquilamente. Su perfil destacaba gracioso y nítido sobre la almohada. El intruso dudó unos segundos al pie del lecho, escuchando los latidos de su corazón, y luego se acercó a ella y se inclinó sobre su cabeza. Le penetró el cálido olor del lecho y de la piel femenina, el perfume de los cabellos, y su miedo se esfumó. Estuvo un rato susurrando el nombre de la muchacha, los labios pegados a su oído, la cogió luego muy suavemente por los hombros, pero de pronto se vio obligado a sujetarla. Maruja, con la sábana apretada al pecho, se incorporó.

– ¡¿Cómo-te has atrevido…?! ¡Te he dicho que gritaría!

– Y yo te he dicho que vendría. Tenemos que hablar, Maruja, sólo quiero decirte una cosa, no me iré de aquí sin decírtela…

Ella saltó de la cama, por el otro lado, y se quedó allí de pie, envuelta en la sábana. Él también se levantó, avanzó hacia ella, que murmuraba: “¡Dios mío, no puedo creerlo!”, arrinconada junto a la mesita de noche. Su cara y sus hombros morenos se confundían con las sombras de la habitación.

– Voy a gritar si no te vas ahora mismo -dijo en un tono próximo al llanto-. ¡¿Me oyes?! ¡Voy a gritar…!

El murciano se inmovilizó. Había notado algo que le hizo desechar repentinamente cualquier duda que aún pudiera quedarle sobre sus posibilidades de éxito; no fue el tono de las amenazas de ella -tono que ahora estaba al borde del llanto, ciertamente, pero al que había faltado convicción desde el primer momento-, sino un gesto de su mano que él pudo distinguir claramente a pesar de la oscuridad, el gesto que hizo de llevarse los dedos a la nuca para atusar sus cabellos, ladeando ligeramente la cabeza con ese aire de tranquila indiferencia que brota incluso, por reflejo espontáneo de la veleidad femenina, en los momentos menos a propósito. Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.

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