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– ¡Miren cómo me han puesto todo! Estoy cansada de tener que limpiar todo esto de papeles y basura. Aquí no es sitio para merendolas, vayan a otra parte… -Y un tanto confusa por el giro imprevisto que había tomado la discusión, con la vaga idea de que le tomaban el pelo, dio media vuelta en dirección al coche y subió a él, añadiendo-: Espero que dentro de media hora se hayan marchado… Vamos, hija, vamos, ¡porque es que es el colmo!

Puso el motor en marcha. El muchacho avanzó hacia el automóvil, desesperado por cruzar otra mirada con la joven. Inútilmente. Ella parecía haberle olvidado. La vio sentarsejunto a la que debía ser su madre, con los ojos bajos y ruborizada. Él pensó en las burradas que había hecho. ¡Vaya espectáculo para una señorita! Llegar abrochándose la bragueta y encima decir aquello de la jeta a su madre. “Soy un desgraciado”, pensó mientras observaba, impotente, como el coche se alejaba hacia la Villa.

El resto de aquella tarde, el Pijoaparte anduvo vagando como un perro enfermo por la playa y el pinar, en torno a la Villa. La Lola nada pudo hacer por recuperarle. De nada sirvieron sus continuas llamadas de hembra rechazada y ahora sumisa que está empezando a comprender -al fin- que el sexo masculino está hecho de una materia mucho más cándida, soñadora y romántica de lo que ella creía; algo oscuro y difícil adivinó, en efecto, viendo la infinita tristeza que de pronto velaba los ojos de su compañero, algo intuyó acerca del por qué la actividad erótica puede ser a veces no solamente ese perverso y animal frotamiento de epidermis, sino también un torturado intento de dar alguna forma palpable a ciertos sueños, a ciertas promesas de la vida. Pero era ya demasiado tarde, y sólo obtuvo una mirada ausente y unas manos distraídas, frías, extraviadas, que recorrieron su cuerpo un breve instante y luego se inmovilizaron. El pensamiento de Pijoaparte, sus deseos, estaban muy lejos de allí.

Al anochecer, el muchacho seguía deambulando por los alrededores de la Villa con la esperanza de volver a ver a la señorita. Una sola vez, y sin que le diera tiempo a reaccionar, consiguió verla: fue un brevísimo instante en que ella se asomó a una ventana baja, en la pared trasera cubierta de hiedra, y sacó los brazos para cerrar los batientes con una precipitación que a él no le pasó por alto -y a falta de otra cosa, desplegó el rutilante abanico de su fantasía; y una vez más la imaginación fue por delante de los actos: corría como un loco hacia la ventana, que había vuelto a abrirse y dejaba ver a la indefensa muchacha debatiéndose en brazos de un señorito rubio, borracho, vestido de smoking… Pero por más que siguió atento a esa ventana, no volvió a verla abierta. El Sans no sabía si esperarle o marcharse con las chicas, puesto que las veces que le había llamado la atención sobre lo tarde que era, se había visto mandado literalmente a la m.

Al fin, cuando ya la noche iba a cerrarse, distinguió a la muchacha en el momento en que salía de la Villa en dirección al embarcadero; caminaba deprisa y se volvió dos o tres veces para mirar la terraza. El murciano le dio un codazo a su amigo, le cogió del brazo y se alejó un poco con él.

– Ya estás pirando con las chavalas.

– ¿Cómo…? ¿Y tú?

– Yo me quedo.

– ¿Qué te pasa? Estás loco, si es casi de noche… Además, oye, ¡qué cabronazo eres, con las dos niñas me clavan una multa!

– Pues la pagas. -Le dio un afectuoso coscorrón-. Venga ya, que gastas menos que Tarzán en corbatas. Llévatelas de aquí, sé bueno, Bernardo.

Palmeó su espalda y se alejó por la playa, arrimado al pinar. Se había levantado brisa y la luna sonrosada empezaba a reflejarse en el mar. Pasó por delante de la Villa, a unos cincuenta metros, en el momento en que se iluminaban dos ventanales, uno tras otro. Le pareció oír una música de violines, ahogada por el rumor de las olas.

La muchacha estaba en el interior del fuera-bordo amarrado al embarcadero. Descalza, en cuclillas, con unos pies de pato colgados al hombro, buscaba algo entre unas toallas de colores. Llevaba una falda amarilla muy liviana y un niki sin mangas, blanco, tan ceñido que parecía que se le hubiese quedado pequeño. La embarcación, cuyos costados lamían las olas con lengüetazos largos y templados, se balanceaba suavemente. Después de dar un pequeño rodeo trepando por las rocas, el Pijoaparte saltó al embarcadero y se detuvo allí un instante, contemplando a la muchacha. Ella aún no había notado su presencia. Así encogida, con la cabeza sobre el pecho, inmóvil, sumergida en esa gravedad de los solitarios juegos infantiles, cuán indefensa y frágil parecía frente a la inmensidad del mar -y cruzó por la mente del murciano un fugaz espejismo, residuo de los sueños heroicos de la niñez: aquello era un terrible tifón, la muchacha estaba sin sentido en el fondo de la canoa, a merced de las olas enfurecidas y del viento mientras él luchaba a pecho descubierto, ya la tenía en sus brazos, desmayada, gimiendo, las ropas desgarradas, empapadas (¡despierte, señorita, despierte!), sangre en los muslos soleados y ese arañazo en un rubio seno, picadura de víbora, hay que sorber rápidamente el veneno, hay que curarla y encender un fuego y quitarle las ropas mojadas para que no se enfríe, los dos envueltos en una manta, o mejor llevarla en volandas a la Villa: el haber sabido respetar su desnudez abría una intimidad fulgurante que le daría acceso a las luminosas regiones hasta ahora prohibidas (“papá, et presento al meu salvadó…” “Jove, no sé com agrair-li, segui, per favor, prengui una copeta…”) y él, que se había herido en una pierna al trepar por las rocas con la bella en brazos (¿o era un esguince de haber jugado al tenis?) cojeaba, cojea-ba, cojeaba elegantemente, melancólicamente al avanzar ante la admiración y la espectación general hacia el cómodo sillón de la terraza, hacia una bien ganada paz y dignidad futuras…

¡Xarnego, no fotis!, parecía decirle el chapoteo monótono y burlón -y desde luego sin ninguna esperanza de verle elevarse a la dignidad huracanada que requería la ocasión- del agua en los costados del fuera-bordo. El murciano carraspeó, se despejaron los vapores de su mente y se acercó con paso decidido al borde del embarcadero.

– Deberías llevarte también el motor, Maruja -dijo sonriendo-. Por aquí merodean tipos que no son de fiar.

La muchacha levantó la cabeza tranquilamente. En su cara se reflejó primero una vaga sorpresa, y luego devolvió la sonrisa.

– ¿De veras? -dijo, fijando de nuevo su atención en lo que hacía.

Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? -dijo él-. Me estaba preguntando, mientras venía a disculparme por lo de antes (una broma pesada, lo reconozco, pero en fin, una broma), me estaba preguntando si te acordarías de mí.

Maruja no contestó, aunque sonreía y le lanzaba furtivas miradas, siempre ocupada con sus toallas. A él le pareció que esta ocupación era ficticia, que la muchacha quería ganar tiempo. Debido a la postura, el niki se le había subido en la espalda y podía verse un pedazo de piel negrísima, con las vértebras muy marcadas.

– Bueno, prácticamente -añadió él-, esos que me acompañaban no son amigos míos. Les he conocido casualmente, en Blanes… Cuando tú has llegado con tu madre, me estaba despidiendo, prácticamente.

La chica se incorporó, y, con algunas toallas bajo el brazo y los pies de pato colgados al hombro, saltó del fuera-bordo al embarcadero. Al hacerlo se le cayeron los pies de pato. El Pijoaparte se apresuró a recogerlos y se los colocó de nuevo, aprovechando para dejar un rato la mano en el hombro de la muchacha.

– ¿Por qué no acudiste a la cita? -preguntó cambiando el tono de voz, acercándose más a ella-. ¿O es que ya no te acuerdas?

– Sí que me acuerdo. No pude ir.

Se apartó y empezó a caminar hacia los primeros escalones de la roca, pero él, con un par de rápidas zancadas, se le plantó delante y le cortó el paso, sonriendo:

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