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– Pero ¿qué haces aquí todavía?

Teresa, con los brazos sobre el volante, le miraba fijamente. -Te esperaba. Creías engañarme ¿no?

– Tonta…

– ¿Adónde vas?

– A dar un paseo. No puedo dormir… Y tú hazme caso, vete, es muy tarde. Si tus padres se enteran…

Ella sonrió tristemente. Sus ojos brillaban en la oscuridad. “Tienes miedo -dijo-. Nunca lo hubiera pensado de ti”, e inclinando la cabeza gimió: “¿Cómo quieres que te crea?” Manolo subió al coche y la abrazó tiernamente. “Teresa…” Al aplastar el rostro en los fragantes cabellos de la muchacha, presintió su disolución.

– Está bien, mujer, está bien, me quedo contigo. Aquí estoy, no llores… Sólo iba al bar ¿sabes? ¿Y quieres saber a qué? Pues a jugar un rato, tengo suerte con las cartas y necesito dinero… Ahora ya lo sabes.

– ¿Es verdad eso? ¿No me engañas? -Teresa le colgó los brazos al cuello. Él aplastó la boca en su hombro desnudo. Se sintió débil y cansado.

– A eso iba, de verdad. ¿Qué otra cosa puedo hacer mientras espero? Tú no puedes hacerte cargo de los problemas que tengo…

– Todo se arreglará, Manolo, esta noche no pienses más en ello. Quédate junto a mí, por favor. ¡Oh, sí, por favor…!

Dejó resbalar su cuerpo en el asiento. El olor de su piel y el brillo febril de sus ojos llorosos enardecieron a Manolo. La besó largamente. El gusto salobre de las lágrimas se mezclaba con la dulzura de sus labios. “Aquí hace frío”, murmuró ella. Eran más de las dos de la madrugada.

– Sí, vámonos.

Determinados ya a abandonarse a lo que la noche les reservara, prolongaron su deseo cuanto pudieron, en la misma calle en fiestas donde habían estado antes; volvieron a ocupar la misma mesa de mármol bajo los frondosos árboles; bailaron despacio, mirándose a los ojos, ausentes de todo -incluso de los acordes cada vez más desganados y desafinados de la orquesta. Luego de pronto cayeron cuatro gotas, un ligero chaparrón que duró unos minutos, la gente se refugió riéndose en los portales, amainó y todo volvió a quedar como antes. Participaron con las demás parejas en el fin de fiesta, se arrojaron a la cabeza bolas de confeti y serpentinas, se abrazaron, bailaron el baile del farolillo y los viejos valses de despedida y fueron los últimos en irse. La gente había empezado a desfilar y los vecinos entraban en sus casas, los músicos enfundaban sus instrumentos; los jóvenes de la junta de festejos de la calle, después de pasear en hombros a su presidente, según la tradición, amontonaron las sillas plegables junto al tablado, enfundaron el piano y apagaron las luces.

Tras ellos cerraron la pequeña taberna y luego, cogidos por la cintura, se alejaron lentamente calle abajo, en medio de una selva multicolor de serpentinas que colgaban del techo de papelitos y de guirnaldas estremecido por la brisa, mientras pisaban la muelle alfombra de confeti. La calle había recuperado su triste luz habitual, la amarillenta y sucia de los faroles de gas, pero aún ofrecía un esplendoroso sueño juvenil, algo de aquella materia tierna y vehemente que esta noche la había habitado durante unas horas, una sugestión de no se resignaba a ser borrada y aniquilada por el otoño. Y ahora ellos se la llevan consigo: los últimos noctámbulos les miran con curiosidad (la pareja de enamorados es extraña al paisaje, como su manera de vestir lo es entre sí) mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma, hacia el automóvil parado en la esquina. Pero antes de llegar al “Floride”, la primera bofetada de viento otoñal les hace cerrar los ojos y las blancas alas del confeti surgen de sus pies y se despliegan en torno a ellos, envolviéndoles por completo, extraviándolos.

Era la madrugada del 12 de septiembre, recordaría la fecha por el desorden de flores y de besos que dejaron tras ellos, el triste abandono en que quedó todo. Todavía llevaban confeti en los cabellos y brillantes espirales de serpentinas grabadas en la retina cuando llegaron ante la verja del jardín de Teresa. Las estrellas se apagaban y una claridad rojiza se extendía al fondo de la Vía Augusta. Unas nubes grises, arremolinándose amenazadoras, cubrían el cielo del Tibidabo.

“Mañana lloverá”, dijo Manolo. Se miraron a los ojos. A él le parecía que los dedos del destino estaban a punto de rozar su frente. Cruzaron la verja y se adentraron por el jardín. Teresa abrió con su llave. “Vicenta duerme”, advirtió en voz baja. Avanzaron a oscuras y cogidos de la mano hasta llegar al salón. Teresa encendió las luces. Entonces sonó el teléfono del vestíbulo. Teresa se precipitó a descolgar ante el temor de que Vicenta pudiera despertarse. El teléfono estaba en una mesita, entre una gran planta de hojas esmaltadas y la barandilla de la escalera. “¿Sí…?” “¿Eres tú, Tere? -dijo una voz femenina, adormilada, susurrante-. ¿Te he despertado? Perdóname…” “No, no -dijo Teresa, que había reconocido la voz de Mari Carmen-. Estaba leyendo…” Un silencio. “Sí, te he despertado, y lo siento. -No había ningún tono de disculpa en la voz, al contrario, era como un satisfecho run-run de paloma-. No son horas de llamar, pero ya sabes, fastidiar a las amigas por la noche es mi especialidad.” Un nuevo silencio, susurros, risas lejanas, jadeos. Luego Teresa oyó durante un rato la respiración anhelante de Mari Carmen. “¿Dónde estás, Mari?” “¿Dónde voy a estar? En casa, en la cama. ¿De verdad no te hemos despertado?” “No, mujer, tranquilízate…” “Es que Alberto no quería que te llamara…” Repentinamente soltó una risa nerviosa, como si le hicieran cosquillas, su voz se hizo lejana, y Teresa captó un sordo rumor de sábanas revueltas, de cuerpos removiéndose en el lecho. Se volvió a Manolo, que la esperaba en la puerta del salón, y le hizo señas para que se acercara. “¡Qué par de locos!”, dijo cuando él llegó, tapando el auricular con la mano. Conteniendo la risa, invitó al muchacho a escuchar con ella y juntaron las caras. El vestíbulo estaba casi a oscuras. De nuevo la voz de Mari Carmen Bori, llegándoles desde un pozo: “¿Oye…? Perdona, chica. Primero una cosa: ¿te has acordado de decirle a Manolo que me disculpe por la despedida?” “Sí, mujer, sí…” “Bueno. Otra cosa: ¿tiene teléfono tu Manolo?” “No.” “Es igual… ¡¿Quieres estarte quieto, pesado?! -añadió riendo, y luego a Teresa-: Es Alberto, que está haciendo el indio todo el rato. Nos hemos dicho cuatro cosas divertidas, ¿sabes? Mira, tengo buenas noticias, y estoy tan contenta que no he resistido a la tentación de llamarte: tu Manolo está colocado, dalo por hecho. Que me llame pasado mañana sin falta. Acabo de despertar a varias personas y supongo que aún me estarán maldiciendo, pero tu amor podrá empezar a trabajar el mes que viene. Seguro, sabes que yo hago las cosas bien.” “¡Eres un cielo, Mari!”, exclamó Teresa mirando a Manolo. “Lo que yo quería: en la sección de ventas. Estupendo ¿no? Pero que se mueva desde ya, que haga unos cursos por correspondencia, aunque sea, cualquier cosa, porque tendrá que ponerse al corriente de todo en muy poco tiempo.” “Sí, claro, le ayudaremos entre todos…” “Alberto cree que podrá empezar sobre una base de cinco o seis mil…” Teresa notó el aliento de Manolo pegado a su cuello. Un nuevo silencio al otro lado del hilo, luego murmullos, risas y caídas amortiguadas, mientras la mano de él se deslizaba por su estómago y apretaba sus costillas, obligándola a volverse lentamente. Teresa experimentó una indecible sensación de bienestar, provocada en parte por la ternura conyugal que le llegaba desde el otro extremo del hilo, pero también una remota inquietud: qué repentino entusiasmo el de Mari en favor del chico. Y su voz revolcándose como en un lecho de hojarasca…: “¿Estás ahí, querida? Perdona, es ese monstruo, que no me deja hablar…” Riendo, ella también, Teresa levantó el codo por encima de la cabeza de Manolo, sin apartar el auricular de su oreja y de la de él, apartó el cable que molestaba, se dio la vuelta obedeciendo a las manos que la acariciaban y recostó la espalda contra la pared. Las grandes hojas verdes de la planta olían intensamente en la oscuridad. No podía moverse, y dejó que la boca de él rozara sus labios, oír crujir la falda de su vestido y a él moviéndose furtivamente, acoplando su cuerpo al de ella -para poder oír mejor a Mari Carmen, al parecer: ‘‘En fin, Tere -la oyeron decir ahora con una voz que se debatía con algo (se oía también la voz de Alberto, ronroneando)-. No olvides decírselo al chico, y que pasado mañana llame aquí o a la oficina de Alberto. Chao, querida, sé feliz. Y cuidado con hacer locuras ¿eh? Alberto me dice que te diga que el amor te sienta divinamente… Cualquier día te llamo para charlar un rato, tú y yo a solas. Adiós.” “Sois un par de locos encantadores, de veras -dijo Teresa en un susurro-. Gracias. Hasta pronto.” “Buenas noches, querida.”

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