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A modo de respuesta la muchacha reapareció, seguida por un hombre vestido con una sudadera negra con la marca de la Universidad de Montreal en el pecho y una bolsa de papel en el brazo.

El pulso se me aceleró. ¿Se trataría de él? ¿Sería aquel rostro el que aparecía en la foto del cajero rápido? ¿El tipo que había huido de la rue Berger? Me esforcé por distinguir los rasgos del hombre, pero estaba demasiado oscuro y se hallaba muy lejos. ¿Y acaso reconocería a Saint Jacques aunque lo tuviera próximo? Lo dudaba. La foto era muy borrosa, y el hombre del apartamento corría demasiado.

La pareja miraba hacia adelante y no se tocaban ni hablaban. Como palomas mensajeras recorrieron el camino por el que Julie y yo habíamos tomado hasta llegar a Ste. Catherine, donde siguieron hacia el sur en lugar de girar al oeste. Dieron otros giros, internándose por zonas de apartamentos ruinosos y negocios abandonados, calles que estaban oscuras y eran muy poco acogedoras.

Yo los seguía a media manzana de distancia y me esforzaba por no producir el menor sonido por temor a ser descubierta. En aquel sector no tenía dónde ocultarme y, si se volvían y me veían, no tendría ningún pretexto, ni escaparates que contemplar, ni puertas donde meterme: ningún punto tras el que ocultarme física ni imaginariamente. Mi única opción sería seguir caminando y confiar en encontrar una bocacalle antes de que Julie me reconociera. Pero no se volvieron a mirarme.

Proseguimos nuestra marcha por una maraña de callejuelas y pasillos, cada una más vacía que la anterior. De pronto aparecieron dos hombres que venían en dirección opuesta, discutiendo en voz alta y tensa. Rogué porque Julie y su acompañante no siguieran a los hombres con la mirada, mas no lo hicieron. La pareja siguió su camino y desapareció por otra esquina.

Aceleré mis pasos, temerosa de perderlos en los segundos en que desaparecieron de mi vista.

Mis temores no eran infundados. Al volver el recodo no los encontré. La manzana estaba vacía y silenciosa.

¡Mierda!

Examiné los edificios de ambos lados, pasando la mirada arriba y abajo de cada escalera metálica y escudriñando todas las entradas. No se veía nada: ni rastro de ellos.

¡Maldición!

Avancé a toda prisa por la acera, furiosa conmigo misma por haberlos perdido. Me encontraba a medio camino de la siguiente esquina, cuando se abrió una puerta y el cliente de Julie asomó a un oxidado balcón metálico a unos seis metros delante de mí y a mi derecha. Estaba a la altura de los hombros y de espaldas a mí, pero la sudadera era inconfundible. Me quedé paralizada, incapaz de pensar ni reaccionar.

El hombre escupió una flema que proyectó directamente en la acera. Se pasó el dorso de la mano por la boca, volvió al interior y cerró la puerta sin advertir mi presencia.

Permanecí inmóvil con las piernas como dormidas, incapaz de moverme.

«¡Gran actuación, Brennan! ¡Presa del pánico y a punto de echar a correr! ¿Por qué no encender una bengala y hacer sonar una sirena?»

El edificio en el que el hombre había desaparecido formaba parte de una hilera de casas que parecían apoyarse entre sí para no caerse. Si hubieran apartado uno de ellos, la manzana se habría desmoronado. Un letrero lo identificaba como LE SAINT VITUS, y ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES. Habitaciones para turistas. Muy adecuado.

¿Era su residencia o simplemente su lugar de citas? Me resigné a seguir aguardando.

Una vez más busqué un lugar donde ocultarme. De nuevo distinguí lo que me pareció un hueco en la otra acera. Crucé y descubrí de qué se trataba. Tal vez estaba aprendiendo, tal vez podía considerarme afortunada.

Aspiré profundamente y me deslicé en las sombras de mi nuevo pasillo. Fue como reptar en un contenedor de basura. El ambiente era cálido y denso y olía a orines y a desechos.

Permanecí en el angosto espacio, apoyándome ora en un pie o en el otro. El recuerdo de las arañas y cucarachas muertas que había visto en el poste del barbero me impedían recostarme contra la pared. Y ni pensar siquiera en sentarme.

El tiempo transcurría lentamente. No apartaba los ojos de Saint Vitus, aunque dejaba divagar mis pensamientos. Pensaba en Katty, en Gabby y en san Vito. ¿Quién había sido en realidad? ¿Cómo le habría sentado que dieran su nombre a aquel cubil de la acera de enfrente? ¿No había una enfermedad con ese nombre? ¿O sería san Telmo?

Pensé en Saint Jacques. La foto del cajero automático era tan deficiente que apenas se distinguía su rostro. El viejo tenía razón: ni siquiera su propia madre lo habría reconocido.

Además, podía haberse cambiado el peinado, dejado barba o puesto gafas.

Los incas construyeron una red de carreteras; Aníbal cruzó los Alpes; Seti se instaló en el trono… Nadie entraba ni salía de Saint Vitus. Procuré no pensar en lo que sucedía en una de sus habitaciones. Confié en que el tipo fuera rápido.

En mi reducido espacio no corría aire, y los muros aún retenían el calor acumulado de toda la jornada. La camiseta se me empapó y pegó en el cuerpo. Tenía la cabeza mojada de sudor y de vez en cuando se deslizaba una gota por mi cuello o rostro. Me removía, observaba y pensaba. El ambiente era irrespirable. El cielo gruñía y destellaba discretamente: simples gemidos celestiales. De vez en cuando un coche iluminaba la calle y pasaba de largo dejándola sumida de nuevo en la oscuridad.

El calor, el olor y el confinamiento comenzaron a hacer sentir sus efectos. Tenía un sordo dolor entre las cejas y sensación de náuseas en el fondo de la garganta. Traté de ponerme de cuclillas.

De pronto una sombra se cernió amenazadora sobre mí. Mis pensamientos estallaron en miles de direcciones. ¿Estaría el pasillo abierto en el otro extremo? ¡No había previsto una vía de escape!

El hombre se metió en el pasaje hurgándose en la cintura. Miré hacia atrás, a mis espaldas, que se encontraba oscuro como boca de lobo. ¡Estaba atrapada!

Entonces, como en un experimento físico en el que responden fuerzas iguales y opuestas, me levanté bruscamente y retrocedí torpemente con las piernas entumecidas. El hombre, sorprendido, también retrocedió unos pasos. Advertí que era asiático, aunque entre las lúgubres sombras sólo se distinguían sus ojos desorbitados y sus blancos dientes.

Me apreté contra la pared tanto para apoyarme como para protegerme. El tipo me miró con aire lascivo y movió perplejo la cabeza. Luego se marchó tambaleante por la acera metiéndose la camisa y subiéndose la cremallera.

Por unos momentos permanecí inmóvil, hasta que los latidos de mi corazón se regularizaron.

¡Tan sólo era un borracho que quería orinar y ya se había ido!

¿Y si hubiera sido Saint Jacques?

No era el caso.

«No te preparaste una salida. Has sido una necia. Vas a dejarte asesinar.»

«Sólo era un borracho.»

«Ve a casa: John tiene razón. Deja esto para los policías.»

«Ellos no lo harán.»

«No es tu problema.»

«Pero Gabby sí lo es.»

«A buen seguro que se encuentra en Sainte Adéle.»

«Allí debería haber ido yo.»

Ya más tranquila reanudé mi vigilancia. Seguí pensando en san Vito. El baile de san Vito. ¡Eso era! Aquello se habría propagado en el siglo XV. La gente se ponía nerviosa e irritable y sus extremidades comenzaban a contorsionarse. Creyeron que era una forma de histeria y acudían en peregrinación al santo. ¿Y qué se decía de san Telmo? Se hablaba del fuego. Algo que tenía que ver con el cornezuelo del centeno. ¿También aquello enloquecía a la gente?

Pensé en las ciudades que me gustaría visitar: Abilene, Bangkok, Chittagong. Siempre me había agradado ese nombre, Chittagong. Tal vez iría a Bangladesh. Me encontraba en la letra D, cuando Julie salió del Saint Vitus y se marchó tranquilamente. Me mantuve en mi puesto: ella había dejado de ser mi objetivo. No tuve que aguardar mucho. Mi presa también se marchaba.

Dejé que cruzara la mitad de la acera y entonces lo seguí. Sus movimientos me recordaban las ratas que escapan de la basura. Se escabullía con los hombros encorvados, la cabeza hundida, la bolsa aferrada al pecho. Comparé su figura con la que había visto salir disparada de la habitación de la rue Berger. No me parecían muy similares, pero Saint Jacques había sido demasiado rápido y su aparición totalmente inesperada. Aunque era posible que fuese él mismo, yo no había tenido bastante tiempo para verlo la vez anterior. Evidentemente aquel tipo no se movía tan deprisa.

Por tercera vez en muchas horas me internaba por un laberinto de calles transversales y laterales. El individuo giró por fin y se dirigió hacia una casa de piedra gris con fachada en forma de arco. Era como cientos de otras ante las que había pasado aquella noche, aunque algo menos sórdida, y la escalera oxidada se remontaba en forma de curva hasta las puertas con la pintura estropeada.

El hombre subió rápidamente la escalera con un veloz repiqueteo metálico de sus pies y luego desapareció por una puerta vistosamente tallada. Casi inmediatamente se encendió una luz en el primer piso del arco, tras unas ventanas semiabiertas cuyas cortinas pendían lacias e inmóviles. Se distinguía una figura que se movía por la habitación velada por el grisáceo encaje. Pasé a la otra acera y aguardé. En esa ocasión no había ningún callejón donde ocultarse.

Durante unos momentos el hombre se movió de un lado para otro y luego desapareció. Aguardé.

«¡Es él, Brennan! ¡Está ahí!»

«Acaso esté visitando a alguien o haya acudido a entregar algo.»

«Ya lo tienes. Puedes marcharte.»

Consulté el reloj: las once y veinte. Aún era temprano, así que aguardaría otros diez minutos.

No tuve que esperar tanto. La figura reapareció, levantó las ventanas por completo y desapareció de nuevo. Luego la habitación se quedó a oscuras. ¡Era hora de acostarse!

Aguardé cinco minutos para asegurarme de que nadie salía del edificio y ya no precisé más señales para convencerme. Ryan y los muchachos podían comenzar desde allí.

Anoté la dirección e inicié mi camino de regreso hacia el coche confiando en poder encontrarlo. La atmósfera seguía siendo densa y el calor tan intenso como a primera hora de la tarde. Hojas y cortinas pendían inmóviles, como recién lavadas y colgadas a secar. El anuncio de neón de St. Laurent resplandecía por encima de los edificios a oscuras e iluminaba el laberinto de callejuelas por el que yo avanzaba a toda prisa.

El reloj del salpicadero señalaba la medianoche cuando entré el coche en el garaje. Iba mejorando: llegaba a casa antes de que amaneciera.

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