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– Ya hemos hablado de esto, querida. Si no te gusta la universidad de Virginia podrías probar McGill. ¿Por qué no te tomas un par de semanas, vienes y lo hablamos?. Podríamos considerarlo como unas vacaciones. Me cogeré algún tiempo libre. Tal vez podríamos ir a las Maritimes, dar una vuelta por Nova Scotia unos días.

«¡Dios!, ¿qué estaba diciendo? ¿Cómo iba a arreglármelas? No importaba. Ante todo estaba mi hija.»

Ella no respondió.

– No se trata de las notas, ¿verdad?

– No, no. Son muy buenas.

– Entonces podrías transferir los créditos. Podríamos…

– Quiero ir a Europa.

– ¿A Europa?

– Sí. A Italia.

– ¿A Italia? -No tuve que reflexionar mucho-. ¿Es donde jugará Max?

– Sí. -A la defensiva-: ¿Por qué?

– ¿Por qué?

– Le dan mucho más dinero que los Hornets.

No respondí.

– Y una casa.

Nada.

– Y un coche: un Ferrari

Silencio.

– Libre de impuestos.

Su tono era cada vez más desafiante.

– Me parece estupendo para Max, Katy. Practica un deporte que le gusta y por añadidura cobra por ello. ¿Pero y tú?

– Max quiere que lo acompañe.

– Max tiene veinticuatro años y está licenciado. Tú tienes diecinueve y sólo llevas uno de carrera.

Se percibía la irritación de mi voz.

– Tú ya estabas casada a los diecinueve.

– ¿Casada?

El estómago me dio un triple vuelco.

– Bueno, eso hiciste.

Estaba decidida. Contuve mi lengua preocupadísima por ella pero sabiendo que no podía hacer nada.

– Ya te lo he dicho. No vamos a casarnos.

Transcurrieron unos instantes de silencio que parecieron eternos entre Montreal y Charlotte.

– ¿Pensarás mi propuesta de venir aquí, Katy?

– Desde luego.

– Prométeme que no harás nada sin hablar conmigo, ¿de acuerdo?

Nuevo silencio.

– ¿Katy?

– Sí, mamá.

– Te quiero, cariño.

– También yo, mamá.

– Saluda a tu padre de mi parte.

– Así lo haré.

– Mañana te dejaré un mensaje en tu correo electrónico, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Colgué con mano temblorosa. ¿Qué sucedería? Los huesos eran más fáciles de interpretar que los hijos. Me procuré una taza de café y llamé.

– El doctor Calvert, por favor.

– ¿Puedo preguntar quién llama? -Se lo dije.

– Un momento, por favor. -Y retuvo la llamada.

– ¿Cómo estás, Tempe? Pasas más tiempo en el teléfono que un ejecutivo importante. Eres muy difícil de localizar.

Su voz sonaba muy vibrante entre las diferencias horarias.

– Lo siento, Aarón. Mi hija se propone colgar los estudios y largarse con un jugador de baloncesto -barboté.

– ¿Es capaz el tipo de situarse en la banda o disparar de tres?

– Supongo que sí.

– Déjala ir.

– Muy divertido.

– No es cosa de risa alguien que puede situarse en la banda o disparar desde fuera del arco. Buena cuenta bancaria.

– Aarón, tenemos otro descuartizamiento.

Había hablado a Aarón de los casos anteriores. Solíamos intercambiar impresiones.

Oí su risita.

– Ahí no habrá pistolas, pero disfrutan cortando.

– Sí. Pienso que este psicópata ya se ha ensañado lo suyo. Todas son mujeres, pero por lo demás no parece existir otro vínculo entre ellas. Salvo las marcas de los cortes que son muy singulares.

– ¿En serie o en masa?

– En serie.

Permaneció pensativo unos segundos.

– Vamos. Explícate.

Describí los rebordes y cortes de los huesos del brazo. De vez en cuando él me interrumpía para formularme alguna pregunta o para pedirme que fuese más despacio. Lo imaginaba tomando notas, inclinando su alta y enjuta figura sobre algún pedazo de papel del que aprovechaba hasta el último milímetro de espacio en blanco. Aunque tenía cuarenta y dos años, su rostro moreno y severo y sus ojos de cherokee le hacían aparentar noventa. Siempre había sido así. Su ingenio era tan árido como el desierto de Gobi y su corazón de iguales dimensiones.

– ¿Son muy profundos los falsos inicios? -inquirió con aire muy profesional.

– No. Bastante superficiales.

– ¿La armonía es clara?

– Mucho.

– ¿Dices que la hoja deriva en el reborde?

– Hum… Sí.

– ¿Te fías de las medidas de distancia del dentado?

– Sí. Los arañazos eran claros en distintos lugares al igual que algunas islas.

– ¿Por lo demás los fondos quedan muy lisos?

– Sí. Es muy evidente en los moldes.

– Y con salidas melladas -murmuró como para sí.

– Muchas.

Una prolongada pausa mientras su mente se imbuía de la información facilitada y calculaba las posibilidades. Yo observaba pasar la gente delante de mi puerta, oía sonar los teléfonos, zumbar las impresoras y detenerse después. Giré en mi silla y miré hacia el exterior. El tráfico cruzaba por el puente de Jacques-Cartier, Toyotas y Fords enanos. Los minutos transcurrían.

– Estoy trabajando algo a ciegas, Tempe -me dijo por fin-. No sé cómo has logrado implicarme en esto. Pero ahí va mi opinión.

Giré de nuevo en mi asiento y apoyé los codos en la mesa.

– Apostaría a que no se trata de una sierra eléctrica sino de alguna especialidad de tipo manual. Probablemente algún tipo de las que utilizan los cocineros.

¡Sí! Di una palmada en mi mesa, levanté el puño en lo alto y lo descargué con fuerza como un ingeniero que tirara del cordón del silbato. Las notas de color rosado volaron hacia el suelo.

Aarón prosiguió, ignorante de mis aspavientos.

– Los rebordes son demasiado grandes para tratarse de una clase de sierra de arco de dentado fino o de cuchillo en sierra. Además parece que los dientes están demasiado apretados. Con esas configuraciones en el suelo, dudo que te refieras a ninguna clase de tronzadora. Tiene que tratarse de una sierra de doble filo. Todo ello, desde luego sin poder verlo, me sugiere que se trata de una sierra de carnicero o de cocinero.

– ¿Qué aspecto tendría?

– Como una gran sierra para metales. El juego de dentado es muy amplio, para que no se atasque. Por ello aparecen a veces las islas que describes en los falsos inicios. Suele haber mucha deriva pero la hoja atraviesa el hueso perfectamente y corta con gran limpieza. Puede tratarse de sierras pequeñas muy eficaces que atraviesan huesos, cartílagos, ligamentos, lo que sea.

– ¿Cualquier otra cosa que sea consistente?

– Bien, siempre existe la posibilidad de que te encuentres con algo que no se adapte a las pautas regulares. Esas sierras no leen los pensamientos, ¿sabes? Pero a primera vista no se me ocurre nada más que se adapte a todo cuanto me has explicado.

– ¡Eres fantástico! Es exactamente lo que yo pensaba pero deseaba oírtelo decir, Aarón. No sabes cuánto te agradezco lo que haces.

– No tiene importancia.

– ¿Querrás ver las fotos y los moldes?

– Desde luego.

– Te los enviaré mañana.

La segunda pasión de Aarón en la vida eran las sierras. Tenía catalogadas descripciones por escrito y fotográficas de las características producidas en el hueso por todas las sierras conocidas, y pasaba largas horas examinando los casos que enviaban a su laboratorio desde todo el mundo.

Percibí un carraspeo por el que comprendí que tenía algo más que decirme. Mientras aguardaba, recogí las notas caídas.

– ¿Dices que los únicos huesos completamente seccionados son las partes inferiores de los brazos?

– Sí.

– ¿Y que los otros los separó por las articulaciones?

– Sí.

– ¿Limpiamente?

– Mucho.

– Hum.

Suspendí mi actividad.

– ¿Qué sucede?

– ¿Cómo? -se sorprendió con aire inocente.

– Cuando dices «hum» de ese modo, significa algo.

– Sólo una asociación muy interesante.

– ¿En qué consiste?

– El tipo utiliza una sierra de cocinero. Y se dedica a cortar los cuerpos como quien sabe lo que hace. Sabe dónde debe emplearse y cómo. Y obra de igual modo cada vez.

– Sí. Ya he pensado en ello.

Transcurrieron unos segundos.

– Pero sólo sierra las manos. ¿Qué me dices de eso? -pregunté.

– Ésa, doctora Brennan, es cuestión de psicólogo, no de especialista en sierras.

Convine en ello y mudé el tema de conversación.

– ¿Qué tal las muchachas?

Aarón era soltero y, aunque lo conocía desde hacia veinte años, no recordaba que jamás hubiera tenido una cita. Los caballos eran su principal pasión. De Tulsa a Chicago y a Luisville y de nuevo a Oklahoma City siempre viajaba donde lo llevaba el circuito trimestral equino.

– Muy excitadas. Pujé por un semental el otoño pasado y lo conseguí. Desde entonces las muchachas se comportan como potrillas.

Charlamos acerca de nuestras vidas y de nuestros mutuos amigos y acordamos encontrarnos en la reunión que celebraría la Academia en febrero.

– Que tengas suerte para descubrir a ese tipo, Tempe.

– Gracias.

Según mi reloj eran las cinco menos veinte. De nuevo despachos y pasillos se habían quedado en silencio alrededor de mí. El timbre del teléfono me sobresaltó.

Pensé que tomaba demasiado café.

Al responder, el auricular aún seguía caliente en mi oído.

– Anoche te vi.

– ¡Gabby!

– ¡No vuelvas a hacerlo, Tempe!

– ¿Dónde estás, Gabby?

– Sólo lograrás empeorar las cosas.

– ¡Maldita sea, Gabby, no juegues conmigo! ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?

– Eso no importa. Ahora no puedo verte.

No podía creer que volviera a hacerme aquello. Sentía crecer la ira en mi pecho.

– ¡Mantente al margen, Tempe! ¡Aléjate de mí! ¡Aléjate de mi…!

La egocéntrica rudeza de Gabby encendió mi ira contenida. Espoleada por la arrogancia de Claudel, la crueldad de un asesino psicópata y la locura juvenil de Katy, estallé con la furia de un relámpago y la cargué sobre Gabby abrasándola.

– ¡Quién diablos te crees que eres! -resoplé por el teléfono con voz quebrada.

Apreté el aparato con tanta energía como para romper el plástico y proseguí:

– ¡Puedes irte al diablo! ¡Te dejaré tranquila, de acuerdo! ¡No sé a qué extraños juegos te dedicas, Gabby, ni quiero saberlo! ¡Juego, partido, encuentro concluido! No quiero saber nada de tu esquizofrenia ni de tus paranoias. Y te repito que no seguiré tu juego haciendo el papel de vengador y tú de damisela en apuros.

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