– ¡Feliz Navidad, guapa! -Frank abrió la puerta a Holly, que tiritaba de frío en el umbral.
– Feliz Navidad, papá. -Sonrió y le dio un gran abrazo. Olisqueó mientras deambulaba por la casa. El delicioso aroma a pino mezclado con el del vino y el de la cena que se estaba cociendo le provocó una punzada de soledad. La Navidad le recordaba a Gerry. Gerry era la Navidad. Un paréntesis que disfrutaban juntos dejando al margen la tensión del trabajo y que dedicaban a recibir a parientes y amigos, así como a gozar de su intimidad. Lo echó tanto de menos que se le revolvió el estómago.
Aquella mañana, había visitado su tumba para desearle una feliz Navidad. Era la primera vez que había estado allí desde el funeral. Había sido una mañana triste. Ningún paquete debajo del árbol para ella, ningún desayuno en la cama, ningún ruido, nada. Gerry había expresado su volutad de que lo incinerasen, lo que significaba que Holly se encontró frente a una pared en la que figuraba grabado su nombre. Y lo cierto era que se sintió como si estuviera hablando con una pared. Sin embargo, le contó cómo había pasado el año y los planes que tenía para aquel día, que Sharon y John estaban esperando un niño y que tenían previsto llamarle Gerry. Le contó que sería su madrina y que también la dama de honor en la boda de Denise. Le explicó cómo era Tom, ya que Gerry no lo conocía, y le habló de su nuevo trabajo. No mencionó a Daniel. Había tenido una sensación extraña, allí de pie hablando consigo misma.
Deseó que la embargara un sentimiento profundamente espiritual que le revelara que Gerry estaba allí con ella escuchando su voz, pero a decir verdad lo único que sintió fue que estaba hablando con una pared gris.
Tratándose del día de Navidad, su situación no tenía nada de extraordinaria. El cementerio estaba lleno de visitantes, familias que llevaban a sus ancianos padres y madres a visitar a sus cónyuges fallecidos, mujeres jóvenes como ella deambulando a solas, hombres… Observó a una joven madre que se echó a llorar ante una lápida, mientras sus dos asustados hijos la miraban sin saber qué hacer. El menor no podía tener más de tres años. La mujer se había enjugado enseguida las lágrimas para proteger a sus hijos. Holly se alegró de poder permitirse ser egoísta y preocuparse sólo de sí misma. La maravilló que aquella mujer tuviera la fuerza necesaria para salir adelante teniendo dos críos de los que preocuparse, y su recuerdo la asaltó varias veces a lo largo del día. En general no había sido un gran día.
– ¡Vaya, feliz Navidad, cielo! -la saludó Elizabeth, saliendo de la cocina con los brazos abiertos para abrazar a su hija.
Holly se echó a llorar. Se sentía como el niño del cementerio. Todavía necesitaba a su madre. Elizabeth tenía el rostro enrojecido del calor de la cocina y la calidez de su cuerpo reconfortó el corazón de Holly.
– Perdona -dijo Holly, enjugándose las lágrimas-. No quería hacer una escena.
– No pasa nada -susurró Elizabeth con voz tranquilizadora, estrechándola con más fuerza. No era preciso que dijera nada más, su mera presencia bastaba.
Presa de pánico, Holly había ido a visitar a su madre la semana anterior al verse incapaz de resolver la situación con Daniel. Elizabeth, una madre poco dada a hacer pasteles, estaba en plena faena preparando la tarta de Navidad para la semana siguiente. Tenía rastros de harina en la cara y el pelo y llevaba el suéter arremangado por encima de los codos. El mostrador de la cocina estaba lleno de pasas y cerezas desperdigadas. Harina, masa, fuentes de hornear y papel de plata cubrían las superficies. La cocina estaba decorada con adornos de colores brillantes y un maravilloso aroma festivo llenaba el aire.
En cuanto Elizabeth vio el rostro de su hija, ésta supo que su madre adivinaba que algo iba mal. Se sentaron a la mesa de la cocina, dispuesta con servilletas navideñas verdes y rojas con dibujos de Santa Claus, renos y árboles de Navidad. Había cajas y cajas de galletas de Navidad listas para que la familia se las disputara, bizcochos de chocolate, cerveza y vino, el lote completo… Los padres de Holly se habían abastecido bien para recibir a la familia Kennedy.
– ¿Qué te ronda por la cabeza, hija? -preguntó su madre, tendiéndole una fuente de bizcochos de chocolate.
A Holly le tembló el estómago pero no se vio con ánimos de comer. Había vuelto a perder el apetito. Respiró hondo y explicó a su madre lo que había sucedido entre ella y Daniel, planteándole la decisión a la que se enfrentaba. Elizabeth la escuchó atentamente.
– ¿Y tú qué sientes por él? -preguntó Elizabeth, estudiando el rostro de su hija.
Holly se encogió de hombros con impotencia.
– Me gusta, mamá. De verdad que me gusta, pero… -Volvió a encogerse de hombros y se calló.
– ¿Es porque todavía no te ves preparada para iniciar otra relación?-preguntó su madre con delicadeza.
Holly se frotó la frente.
– No lo sé, mamá. Tengo la impresión de no saber nada. -Meditó un momento y añadió-: Daniel es un amigo fantástico. Siempre está ahí cuando le necesito, siempre me hace reír, logra que me sienta bien conmigo misma… -Cogió un bizcocho y se puso a apartar las migas-. Pero no sé si alguna vez estaré preparada para otra relación, mamá. Puede que sí, puede que no; puede que nunca vaya a estar más preparada que ahora. Daniel no es Gerry pero tampoco espero que lo sea. Lo que ahora siento es algo distinto, aunque también sea bueno. -Hizo una pausa para pensar en ello-. No sé si alguna vez volveré a amar de la misma manera. Me cuesta trabajo creer que eso vaya a pasar, pero resulta agradable pensar que alguna vez ocurrirá. -Sonrió con tristeza a su madre.
– Bueno, no sabrás si puedes hasta que lo intentes -dijo Elizabeth, tratando de alentarla-. Lo importante es no precipitarse, Holly. Sé que ya lo sabes, pero lo único que quiero es que seas feliz. Te lo mereces. Y que esa felicidad sea con Daniel, con el hombre de la Luna o sin compañía es lo de menos, sólo quiero verte feliz.
– Gracias, mamá. -Holly sonrió débilmente y apoyó la cabeza en el mullido hombro de su madre-. El caso es que aún no sé cuál de esas cosas me hará feliz.
Por más reconfortante que fuera su madre aquel día, le resultaba imposible tomar una decisión. Antes debía pasar el día de Navidad sin Gerry.
El resto de la familia, salvo Ciara que seguía en Australia, se unió a ellos en la sala de estar y uno por uno la felicitaron con calurosos abrazos y besos. Se reunieron junto al árbol para repartir los regalos y Holly se permitió llorar sin reparos. Le faltaba energía para reprimir el llanto e incluso para preocuparse por eso. Sin embargo, aquellas lágrimas fueron una extraña mezcla de alegría y tristeza, una peculiar sensación de sentirse sola pero amada.
Holly se escabulló del salón para disfrutar de un momento de intimidad. Tenía la cabeza hecha un lío y necesitaba ordenar sus ideas. Se encontró en su antiguo dormitorio mirando por la ventana el oscuro día borrascoso. El mar embravecido y proceloso la hizo estremecer. -Así que aquí es donde te has escondido.
Holly se volvió y vio a Jack, mirándola desde el umbral de la puerta. Esbozó una débil sonrisa y se volvió de nuevo hacia el mar, indiferente a su hermano y su falta de apoyo en los últimos tiempos. Escuchó el oleaje y observó cómo el agua negra se tragaba el aguanieve que había comenzado a caer. Oyó un profundo suspiro de Jack y notó su brazo en los hombros. -Perdona -susurró Jack.
Holly arqueó las cejas con indiferencia y siguió mirando al frente. Jack asintió parsimoniosamente con la cabeza y dijo:
– Tienes derecho a tratarme así, Holly. Últimamente me he portado como un perfecto idiota. Y lo siento mucho.
Holly se volvió para mirarlo a los ojos y le espetó: -Me dejaste tirada, Jack.
Jack cerró los ojos como si la mera idea le doliera.
– Lo sé. No he sabido manejar la situación, Holly. Me resultaba muy duro enfrentarme a Gerry… Ya sabes…
– Muerto -concluyó Holly.
– Sí. -Jack apretó los dientes y dio la impresión de haberlo aceptado al fin.
– Tampoco fue nada fácil para mí, ¿sabes, Jack? -Se hizo el silencio entre ellos-. Pero me ayudaste a embalar sus cosas. Seleccionaste sus pertenencias conmigo y conseguiste que me resultara mucho más llevadero -añadió Holly, confusa-. Me echaste una mano y te lo agradecí. Pero ¿por qué desapareciste de repente?
– Dios mío, aquello fue muy duro -dijo Jack, negando apesadumbrado con la cabeza-. Tú eras tan fuerte, Holly… Eres fuerte -se corrigió. Deshacernos de sus cosas me dejó hecho polvo, ir a tu casa sin que él estuviera allí… fue demasiado. Y además me di cuenta de que estabas haciendo buenas migas con Richard, así que supuse que no habría problema si yo pasaba a segundo plano porque le tenías a él… -Se encogió de hombros y se sonrojó, sintiéndose ridículo al exponer sus sentimientos.
– Eres tonto, Jack-dijo Holly, dándole un leve puñetazo en la barriga.- Como si Richard pudiera sustituirte.
Jack sonrió.
– No sé, no sé, se os ve muy amiguetes últimamente. Holly volvió a ponerse seria.
– Richard me ha dado todo su apoyo a lo largo de este último año y créeme si te digo que la gente no ha dejado de sorprenderme durante esta experiencia -agregó dándole un codazo-. Dale una oportunidad, Jack.
Jack dirigió la mirada hacia el mar y asintió lentamente, asimilando lo que Holly acababa de decir.
Holly lo rodeó con los brazos y agradeció el reconfortante abrazo de su hermano. Estrechándola aún con más fuerza, Jack dijo:
– Ahora estoy a tu lado. Dejaré de ser egoísta y cuidaré de mi hermana pequeña.