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CAPÍTULO 4

La mañana del viernes comenzó con buen pie, levantándose temprano. No obstante, aunque se había metido en la cama llena de optimismo y entusiasmada con las perspectivas que le aguardaban, el miedo la asaltó de nuevo ante la cruda realidad de lo difícil que le resultaría mantener la entereza a cada instante. Una vez más, despertó en una cama vacía dentro de una casa silenciosa, si bien se produjo un pequeño avance. Por primera vez desde hacía más de dos meses se había despertado sin la ayuda de una llamada telefónica. Amoldó su mente, tal como hacía cada mañana, al hecho de que los sueños de Gerry y ella juntos que habían vivido en su cabeza durante las últimas diez horas no eran más que eso: sueños.

Se duchó y se vistió con ropa cómoda, echando mano de sus tejanos favoritos, zapatillas de deporte y una camiseta rosa claro. Sharon tenía toda la razón en cuanto a lo del peso, pues los tejanos, que solían irle ajustados, sólo se mantenían en su sitio con la ayuda de un cinturón. Dedicó una mueca a su reflejo en el espejo. Estaba fea. Tenía ojeras, los labios agrietados y el pelo hecho un desastre. Lo primero que debía hacer era ir a su peluquería y rezar para que pudieran atenderla.

– ¡Jesús, Holly! -exclamó Leo, su peluquero, al verla-. Pero ¿has visto cómo estás? ¡Por favor, abran paso! ¡Abran paso! ¡Llevo a una mujer en estado crítico! -Le guiñó el ojo y comenzó a apartar gente de su camino. Luego le ofreció una silla y la obligó a sentarse.

– Gracias, Leo. Ahora sí que me siento atractiva -masculló Holly, procurando ocultar el rubor de su rostro.

– Pues no deberías porque estás hecha cisco. Sandra, prepárame la mezcla de costumbre; Colin, trae el papel de aluminio; Tania, necesito mi bolsita mágica, que está arriba. ¡Ah, y dile a Paul que se vaya olvidando de almorzar porque cogerá a mi clienta de las doce!

Leo fue dando órdenes a diestro y siniestro sin dejar de agitar los brazos desaforadamente, como si se dispusiera a efectuar una operación quirúrgica de urgencia. Y es que quizá fuera así.

– Oh, lo siento, Leo, no pretendía estropearte el día -se excusó Holly.

– No me vengas con ésas, encanto. De no ser así, ¿por qué habrías de presentarte aquí de repente un viernes a la hora del almuerzo sin tener una cita concertada? ¿Para contribuir a la paz mundial?

Holly se mordió el labio con aire de culpabilidad.

– En fin, te aseguro que no lo haría por nadie más que por ti, cariño. -Gracias.

– ¿Cómo lo llevas?

Leo apoyó su pequeño trasero en el mostrador de delante de Holly. Tenía cincuenta años cumplidos y, no obstante, presentaba una piel tan perfecta y, por descontado, el pelo tan bien cortado que nadie le hubiese echado más de treinta y cinco. Sus cabellos de color miel realzaban la tersura de su tez, y siempre vestía de forma impecable. Su mera presencia bastaba para que cualquier mujer se sintiera horrenda.

– Fatal -admitió Holly.

– Ya. Se te nota.

– Gracias.

– Bueno, al menos para cuando salgas de aquí habrás resuelto una cosa. Yo me dedico al pelo, no al corazón.

Holly sonrió agradecida por su peculiar manera de demostrar que la entendía.

– Pero por el amor de Dios, Holly, cuando has entrado por esa puerta, ¿te has fijado en si ponía «mago» o «peluquero» en el rótulo de la entrada? Tendrías que haber visto el aspecto que traía una mujer que ha venido esta mañana. Una anciana vestida de jovencita. Le faltaba poco para cumplir los sesenta, diría yo. Y va y me pasa una revista con Jennifer Aniston en la portada. «Quiero tener este aspecto», me dice, muy resuelta.

Holly rió con la imitación. Leo gesticulaba con la cara y las manos al mismo tiempo.

– «¡Jesús!», le digo yo, «soy peluquero, no cirujano plástico. Lo único que se me ocurre para que tenga este aspecto es que recorte la foto y se la grape a la cabeza».

– ¡No! ¡Leo! ¡No le habrás dicho eso! La sorpresa dejó a Holly atónita.

– ¡Pues claro que sí! Esa mujer necesitaba que alguien le abriera los ojos. ¿Acaso no le he hecho un favor? Ha entrado pavoneándose como una adolescente. ¡Era para verla!

– ¿Y qué te ha contestado ella?

Holly lloraba de risa y se enjugó las lágrimas. Hacía meses que no reía así. -He ido pasando las páginas de la revista hasta que he dado con una foto maravillosa de Joan Collins. Le he dicho que esa imagen era ideal para ella y me ha parecido que se quedaba bastante contenta con eso.

– ¡Leo, lo más probable es que estuviera demasiado aterrada para decirte que la encontraba horrible!

– Bah, y qué más da. Amigas no me faltan.

– Pues no sé por qué será -bromeó Holly.

– No te muevas -ordenó Leo. De repente se había puesto muy serio y apretaba los labios con gesto de concentración mientras separaba el pelo de Holly preparándolo para aplicarle el tinte. Aquello bastó para que ella volviera a desternillarse.

– Oh, vamos, Holly-dijo Leo, exasperado.

– No puedo evitarlo, Leo. ¡Tú has empezado y ahora no puedo parar! Leo dejó lo que estaba haciendo y la observó con aire divertido. -Siempre he pensado que estabas como un cencerro. No sé por qué nadie me escucha nunca.

Holly rió con más ganas aún.

– Oh, lo siento, Leo. No sé qué me pasa, pero no puedo dejar de reír.

A Holly ya le dolía la barriga de tanto reír y era consciente de las miradas curiosas que estaba atrayendo hacia sí, pero no podía hacer nada para evitarlo. Era como si todo lo que no había reído durante los últimos dos meses le saliera de golpe.

Leo dejó de trabajar y volvió a situarse entre Holly y el espejo, apoyándose en el mostrador para mirarla.

– No tienes por qué disculparte, Holly. Ríe todo lo que quieras, dicen que la risa es buena para el corazón.

– Oh, es que hacía siglos que no me reía así -contestó Holly con una risilla nerviosa.

– Bueno, supongo que no has tenido mucho de lo que reírte -dijo Leo, sonriendo con tristeza. Él también quería a Gerry. Cada vez que coincidían se burlaban el uno del otro, pero ambos sabían que bromeaban y en el fondo se tenían mucho aprecio. Leo apartó tales pensamientos, despeinó juguetonamente a Holly y le dio un beso en lo alto de la cabeza-. Pronto estarás bien, Holly Kennedy -le aseguró.

– Gracias, Leo -dijo Holly serenándose, conmovida por su preocupación. Leo reanudó el trabajo, adoptando de nuevo su divertida mueca de concentración. Holly volvió a reír.

– Vale, ahora ríete, Holly, pero espera a que sin querer te deje la cabeza a rayas. Ya veremos quién es el que ríe entonces.

– ¿Cómo está Jamie? -preguntó Holly, deseosa de cambiar de tema para no tener que avergonzarse de nuevo.

– Me abandonó -dijo Leo, pisando agresivamente la palanca elevadora del sillón. Holly comenzó a ascender mientras Leo la zarandeaba de mala manera.

– Va… ya, Le… o, looo sien…to muuu…cho. Coooon la bueee…na pareee…ja que hacííí…ais.

Leo dejó la palanca e hizo una pausa.

– Sí, bueno, pues ahora ya no hacemos tan bueee…na pareee…ja, señorita. Me parece que sale con otro. Muy bien. Voy a ponerte dos tonos de rubio, uno dorado y el que llevabas antes. De lo contrario te quedará de ese color tan ordinario que está reservado sólo para las prostitutas.

– Oye, Leo, de verdad que lo siento. Si tiene dos dedos de frente se dará cuenta de lo que se está perdiendo.

– Creo que no los tiene. Rompimos hace dos meses y todavía no se ha dado cuenta. O quizá los tenga y esté encantado de la vida. Estoy harto, no quiero saber nada más de ningún hombre. He decidido volverme hetero.

– Vamos, Leo. Eso es la estupidez más grande que he oído en mi vida…

Holly salió del salón de belleza pletórica de alegría. Sin la presencia de Gerry a su lado, algunos hombres la siguieron con la mirada, lo cual le resultaba extraño e incómodo, de modo que apretó el paso hasta alcanzar la seguridad que le brindaba el coche y se preparó para la visita a casa de sus padres. De momento la jornada iba bien. Había sido un acierto ir a ver a Leo. A pesar de su desengaño amoroso se había esforzado por hacerla reír. Tomó buena nota de ello.

Echó el freno de mano frente a la casa de sus padres en Portmarnock y respiró hondo. Para gran sorpresa de su madre, Holly le había llamado a primera hora de la mañana para acordar una cita con ella. Ahora eran las tres y media, v Holly permanecía sentada en el coche presa del nerviosismo. Aparte de las visitas que sus padres le habían hecho a lo largo de los últimos dos meses, apenas había dedicado tiempo a su familia. No quería ser el centro de atención, no quería ser el blanco incesante de preguntas impertinentes sobre cómo se sentía y qué planes tenía. No obstante, ya iba siendo hora de aparcar ese temor. Ellos eran su familia.

La casa de sus padres estaba situada en pleno paseo marítimo ante la plava de Portmarnock, cuya bandera azul daba fe de su limpieza. Aparcó el coche y contempló el mar al otro lado del paseo. Había vivido allí desde el día que nació hasta el día en que se mudó para vivir con Gerry. Siempre le había encantado oír el rumor del mar batiendo las rocas y los vehementes chillidos de las gaviotas al despertar por las mañanas. Resultaba maravilloso tener la playa a modo de jardín delantero, sobre todo durante el verano. Sharon había vivido a la vuelta de la esquina, y en los días más calurosos del año las niñas se aventuraban a cruzar el paseo luciendo sus mejores prendas veraniegas y aguzando la vista en busca de los muchachos más guapos. Holly y Sharon eran la antítesis una de otra. Sharon tenía el pelo castaño, la piel clara y el pecho prominente. Holly era rubia, de piel cetrina y más bien plana. Sharon era vocinglera, gritaba a los chicos para captar su atención. Por su parte, Holly era más dada a guardar silencio y flirtear con la mirada, contemplando a su muchacho predilecto hasta que éste se daba por aludido. Lo cierto era que ninguna de las dos había cambiado mucho desde entonces.

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