Gerry tocó la nariz de Holly y sonrió al ver cómo la arrugaba, todavía dorm¡da. Le encantaba observarla mientras dormía; parecía una princesa, tan hermosa y tranquila.
Volvió a hacerle cosquillas en la nariz y sonrió cuando empezó a abrir los ojos.
– Buenos días, dormilona. Holly le sonrió.
– Buenos días, guapo. -Se acurrucó junto a él y apoyó la cabeza en su pecho-. ¿Cómo te encuentras hoy?
– Listo para correr la maratón de Londres -bromeó Gerry.
– Eso es lo que yo llamo una pronta recuperación -contestó Holly, sonriendo. Levantó la cabeza y le dio un beso en la boca-. ¿Qué quieres para desayunar?
– A ti -dijo Gerry, mordiéndole la nariz. Holly rió.
– Es una pena, pero no estoy en el menú de hoy. ¿Qué te parece un huevo frito?
– No -repuso Gerry con ceño-. Es demasiado pesado. -Se sintió desfallecer al ver la cara de decepción de Holly-. ¡Pero me encantaría tomar un helado de vainilla gigantesco!
– ¡Helado! -exclamó Holly-. ¿Para desayunar?
– Sí. -Gerry esbozó una amplia sonrisa-. De niño siempre quería eso para desayunar y mi querida madre nunca me dejaba tomarlo. Pero ahora no tengo que obedecerla. -Volvió a sonreír.
– Pues tendrás tu helado de vainilla -dijo Holly alegremente, saltando de la cama-. ¿Te importa que me ponga esto? -preguntó cogiendo su batín.
– Cariño, puedes ponerte lo que quieras.
Gerry sonrió viéndola desfilar por la habitación ajustándose aquella prenda que le iba tan holgada.
– Mmmm… huele a ti -dijo Holly-. No volveré a quitármelo. Bueno, enseguida vuelvo.
Gerry la oyó bajar por la escalera a la carrera y taconear por la cocina. De un tiempo a esta parte se había fijado en que siempre tenía prisa cuando se apartaba de él, como si temiera dejarlo demasiado rato a solas y sabía muy bien lo que eso significaba. Malas noticias. Había terminado la radioterapia con la que esperaban eliminar el tumor residual. No había sido así, y ahora lo único que podía hacer era pasar el día tendido, ya que casi nunca tenía fuerzas para levantarse. La situación le parecía absurda, pues ni siquiera podía fingir que esperara recobrarse. El corazón le latía con fuerza al pensarlo. Tenía miedo, miedo de lo que le esperaba, miedo de lo que le estaba ocurriendo y miedo por Holly. Ella era la única persona que sabía qué decirle exactamente para serenarlo y aliviarle el dolor. Holly era muy fuerte; era su roca y no concebía su vida sin ella. Estaba enojado, triste, celoso y asustado por ella. Deseaba quedarse a su lado y realizar todos los deseos y las promesas que se habían hecho mutuamente, y estaba luchando por ese derecho. Pero sabía que era una batalla perdida. Después de dos operaciones, el tumor había reaparecido y estaba creciendo deprisa dentro de él. Quería abrirse la cabeza y arrancar la enfermedad que estaba destruyendo su vida, pero ésa era otra de las cosas sobre las que no ejercía ningún control.
Durante los últimos meses él y Holly se habían unido incluso más que antes, y aunque sabía que no le haría ningún bien a Holly, no soportaba distanciarse de ella. Disfrutaba de las charlas que se prolongaban hasta las primeras luces del alba y le encantaba cuando se sorprendían riendo como cuando eran adolescentes. Aunque eso sólo sucedía en los días buenos.
También tenían sus días malos.
No iba a pensar en ellos ahora, su terapeuta no paraba de decirle que «proporcionara a su cuerpo un entorno positivo en los ámbitos social, emocional, nutritivo y espiritual».
Y con su nuevo proyecto estaba consiguiéndolo. Lo mantenía ocupado y le hacía sentir que podía hacer algo más que pasar el día tumbado en la cama. Su mente se distraía mientras elaboraba el plan para permanecer junto a Holly incluso cuando se hubiese ido. También le servía para cumplir una promesa que le había hecho años atrás. Al menos había una que podía llevar a cábo por ella. Lástima que fuera precisamente aquélla.
Oyó que Holly subía por la escalera pisando con fuerza y sonrió; su plan estaba dando resultado.
– Cielo, no queda helado -dijo apenada-. ¿Te apetece alguna otra cosa?
– No -negó con la cabeza-. Sólo helado, por favor.
– Pero tendré que ir a buscarlo a la tienda -objetó Holly.
– No te preocupes, cariño, no me importa esperar un ratito -aseguró Gerry.
Holly lo miró con aire vacilante.
– La verdad es que preferiría quedarme, no hay nadie más aquí.
– No seas tonta-dijo Gerry sonriendo, y cogió el móvil de la mesita de noche y se lo puso en el pecho-. Si surge algún problema, cosa que no va a pasar, te llamaré.
– De acuerdo. -Holly se mordió el labio-. Sólo serán cinco minutos.;Seguro gire estarás bien?
– Seguro. -Vale, pues.
Se quitó el batín lentamente y se puso el chándal. Gerry vio que el plan no acababa de convencerla.
– Holly, estaré bien -dijo Gerry con firmeza.
– De acuerdo.
Holly le dio un beso antes de dirigirse hacia las escaleras, correr hasta el coche y arrancar a toda pastilla.
En cuanto Gerry consideró que estaba a salvo, apartó las mantas y se levantó de la cama trabajosamente. Se quedó un rato sentado al borde del colchón esperando a que se le pasara el mareo y luego fue hasta el armario ropero. Sacó tina vieja caja de zapatos del estante superior que, entre otras cosas acumuladas a lo largo de los últimos años, contenía los nueve sobres. Cogió el décimo sobre vacío y escribió «Diciembre» con pulcritud en el anverso. Era 1 de diciembre y pensó que dentro de un año él ya no estaría allí. Imaginó a Holly como un genio del karaoke, relajada después de sus vacaciones en España, sin moratones gracias a la lámpara de la mesilla de noche y, con un poco de suerte, contenta con un nuevo empleo que le encantaba.
La imaginó al cabo de un año exacto, posiblemente sentada en la cama justo donde ahora estaba sentado él, leyendo la última entrada de la lista, y pensó detenida y denodadamente en lo que iba a escribir. Los ojos se le llenaron de lágrimas al poner el punto al final de la frase. Luego besó la tarjeta, la metió en el sobre y lo escondió en la caja de zapatos. Enviaría los sobres por correo a casa de los padres de Holly en Portmarnock, donde le constaba que el paquete estaría en buenas manos hasta que ella estuviera preparada para abrirlo. Se enjugó las lágrimas de los ojos y volvió a meterse en la cama, donde el teléfono estaba sonando encima del colchón.
– Diga? -contestó procurando dominar la voz, y sonrió al oír la voz más dulce del mundo al otro lado-. Yo también te quiero, Holly…