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CAPÍTULO 3

Holly caminaba por un prado cuajado de lirios tigrados. Soplaba una amable brisa que hacía que los pétalos sedosos le hicieran cosquillas en la punta de los dedos mientras avanzaba entre los altos tallos de intenso y brillante verde. Notaba el terreno blando y mullido bajo sus pies descalzos y sentía el cuerpo tan liviano que casi le parecía estar flotando justo por encima de la superficie de tierra esponjosa. Alrededor los pájaros entonaban melodías alegres mientras atendían sus quehaceres. El sol brillaba con tal intensidad en el cielo despejado que tenía que protegerse los ojos, y con cada ráfaga de viento que le acariciaba el rostro el dulce aroma de los lirios le llenaba la nariz. Era tan… feliz, tan libre. Una sensación que le resultaba del todo ajena últimamente.

De pronto el cielo oscureció cuando el sol caribeño se escondió tras una enorme nube gris. La brisa arreció y enfrió el aire. Los pétalos de los lirios tigrados corrían alocadamente llevados por el viento, dificultando la visibilidad. El suelo mullido se convirtió en un lecho de afilados guijarros que le arañaban los pies a cada paso. Los pájaros habían dejado de cantar y estaban posados en las ramas mirándolo todo. Algo iba mal y tuvo miedo. Delante de ella, a cierta distancia, una piedra gris se erguía visible en medio de la hierba alta. Quería correr de regreso al hermoso lecho de flores, pero necesitaba averiguar qué había allí delante.

Cuando estuvo más cerca oyó unos golpes: ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Apretó el paso y acabó corriendo sobre los guijarros, entre la hierba de afilados tallos que le arañaban brazos y piernas. Cayó de rodillas delante de la losa gris y soltó un alarido de dolor al descubrir lo que era: la tumba de Gerry. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Estaba intentando salir! ¡Estaba llamándola, oía su voz!

Holly despertó del sueño y oyó que alguien aporreaba su puerta. -¡Holly! ¡Holly! ¡Sé que estás ahí! ¡Déjame entrar, por favor!

Confusa y medio dormida, fue a abrir la puerta y encontró a Sharon en un estado frenético.

– ¡Por Dios! ¿Qué estabas haciendo? ¡Llevo siglos llamando a la puerta! Holly echó un vistazo al exterior, aún adormilada. Brillaba el sol y hacía un poco de frío, debía de ser por la mañana, muy pronto.

– Bueno, ¿no vas a dejarme entrar?

– Sí, claro, Sharon. Perdona. Me había quedado dormida en el sofá.

– ¡Jesús! Tienes un aspecto horrible, Hol.

Sharon escrutó su semblante antes de darle un fuerte abrazo.

– Vaya, gracias -dijo Holly, que puso los ojos en blanco y se volvió para cerrar la puerta.

Sharon no era de las que se andaban con rodeos, pero por eso la quería tanto, por su sinceridad. Aunque ése era también el motivo por el que no había ido a verla desde hacía más de un mes. No quería oír la verdad. No quería que le dijeran que tenía que seguir adelante con su vida; sólo quería… En realidad no sabía lo que quería. Era feliz sintiéndose desdichada. Le parecía lo más apropiado. -Dios, aquí falta el aire. ¿Cuánto hace que no abres una ventana? Sharon recorrió resueltamente la casa, abriendo ventanas y recogiendo tazas y platos vacíos. Los llevó a la cocina, los metió en el fregadero y se dispuso a lavarlos.

– Oh, no tienes por qué hacerlo, Sharon -protestó Holly débilmenteYa lo haré yo…

– ¿Cuándo? ¿El año que viene? No quiero que vivas miserablemente mientras el resto de nosotros finge no darse cuenta. ¿Por qué no vas arriba y te das una buena ducha? Cuando bajes, tomaremos una taza de té.

Una ducha. ¿Cuándo se había siquiera lavado la cara por última vez? Sharon tenía razón, debía de presentar un aspecto lamentable con el pelo grasiento, las raíces oscuras y el batín sucio. El batín de Gerry. Aunque eso era algo que no tenía la menor intención de lavar. Quería conservarlo exactamente tal como él lo había dejado. Por desgracia, su olor estaba empezando a disiparse, dando paso al inconfundible hedor de su propia piel.

– De acuerdo, pero no hay leche -le advirtió Holly-. No he ido a… De pronto se sintió avergonzada ante lo mucho que había descuidado la casa y a sí misma.

De ningún modo iba a permitir que su amiga mirara dentro de la nevera o, de lo contrario, ésta la pondría en un serio aprieto.

– ¡Tachín'. -entonó Sharon, alzando una bolsa que Holly no había visto al recibirla-. No te preocupes, ya me he encargado de eso. Al parecer, llevas semanas sin comer.

– Gracias. Sharon. -Se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas le asomaron a los ojos. Su amiga se estaba portando demasiado bien con ella. -¡No lo hagas! ¡Hoy nada de lágrimas! Sólo buen rollo, risas y felicidad, querida amiga. Y ahora, a la ducha. ¡Deprisa!

Holly se sentía casi un ser humano cuando volvió a bajar. Se había puesto un chándal azul y llevaba su larga melena rubia (marrón en las raíces) suelta sobre los hombros. Todas las ventanas de abajo estaban abiertas de par en par y la brisa fresca le despejó la mente. Fue como desprenderse de sus malos pensamientos y temores. Rió al contemplar la posibilidad de que, a fin de cuentas, su madre tuviera razón. Cuando por fin salió del trance, Holly se quedó atónita al ver cómo estaba la casa. No podía haber pasado más de media hora, pero Sharon había ordenado y limpiado, había pasado la aspiradora y ahuecado los cojines, los suelos estaban fregados y todas las habitaciones olían a ambientador. Oyó ruidos en la cocina, donde encontró a Sharon sacando brillo a los quemadores. Los mostradores estaban relucientes, los grifos plateados y el escurridero del fregadero resplandecían.

– ¡Sharon, eres un ángel! ¡Es increíble que hayas hecho todo esto! ¡Y en tan poco rato'.

– Pero si has estado arriba más de una hora. Estaba empezando a pensar que te habías colado por el desagüe. Lo cual no sería de extrañar, teniendo en cuenta lo flaca que estás. -Miró a Holly de arriba abajo.

¿Una hora? Una vez más las ensoñaciones de Holly se habían apoderado de su mente.

– En fin, he comprado un poco de fruta y verdura, hay queso y yogures y también leche, por descontado. No sé dónde guardas la pasta y la comida envasada, de modo que las he dejado ahí encima. Ah, y he metido unos cuantos platos precocinados en el congelador. No tienes más que calentarlos en el microondas. Con todo esto puedes apañártelas una temporadita, aunque a juzgar por tu aspecto te durará al menos un año. ¿Cuánto peso has perdido?

Holly se miró el cuerpo. El chándal le hacía bolsas en el trasero y, aunque se había anudado el cordón de la cintura al máximo, le caía hasta las caderas.

Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que había adelgazado. La voz de Sharon la hizo regresar de nuevo a la realidad.

– Hay unas cuantas galletas que puedes tomar con el té. Jammy Dodgers, tus favoritas.

Aquello fue demasiado para Holly. Las Jammy Dodgers fueron la gota que colmó el vaso. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Oh, Sharon -susurró-, muchas gracias. Has sido muy buena conmigo mientras que yo me he portado como la peor de las amigas. -Se sentó a la mesa y cogió la mano de Sharon-. No sé qué haría sin ti.

Sharon se sentó frente a ella en silencio, dejándola continuar. Eso era lo que más había horrorizado a Holly, venirse abajo delante de la gente en cualquier momento. Pero no se sentía avergonzada. Sharon se limitaba a beber sorbos de té v sostenerle la mano como si fuese lo más normal. Finalmente las lágrimas dejaron de brotar.

– Gracias.

– Soy tu mejor amiga, Hol. Si no te ayudo yo, ¿quién va a hacerlo? -dijo Sharon, estrechándole la mano y esbozando una sonrisa alentadora.

– Supongo que debería valerme por mí misma -aventuró Holly.

– ¡Bah! -espetó Sharon, restándole importancia con un ademán-. Lo harás cuando estés preparada. No hagas caso a la gente que te diga que deberías volver a la normalidad en un par de meses. Además, llorar la pérdida que has sufrido forma parte del proceso de recuperación.

Siempre decía lo más apropiado en cada momento.

– Sí, bueno, pero, sea como fuere, llevo mucho tiempo haciéndolo. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar --dijo Holly.

– ¡Eso es imposible! -replicó Sharon, con una mueca de disgusto-. Sólo hace dos meses que enterraste a tu marido.

– ¡Oh, basta! La gente no parará de decirme cosas por el estilo, ¿verdad? -Probablemente, pero que les jodan. Hay peores pecados en el mundo que aprender a ser feliz de nuevo.

– Supongo que tienes razón -concedió Holly. -Prométeme que comerás-ordenó Sharon. -Lo prometo.

– Gracias por venir a verme, Sharon. De verdad que he disfrutado con la charla -dijo Holly, abrazando agradecida a su amiga, que había pedido el día libre en el trabajo para hacerle compañía-. Ya me siento mucho mejor.

– Como ves, te conviene estar con gente, Hol. Los amigos y la familia podemos ayudarte. Bueno, en realidad, pensándolo dos veces, quizá tu familia no pueda-bromeó Sharon-, pero al menos el resto de nosotros sí.

– Sí, lo sé, ahora me doy cuenta. Es sólo que creía que sabría manejar la situación por mí misma, y está claro que no es así.

– Prométeme que irás a verme. O al menos que saldrás de casa de vez en cuando.

– Prometido. -Holly puso los ojos en blanco-. Estás empezando a parecerte a mi madre.

– Bueno, todos estamos pendientes de ti. En fin, hasta pronto -dijo Sharon, y le dio un beso en la mejilla-. iY come! -insistió pinchándole las costillas.

Holly se despidió de Sharon con la mano cuando el coche arrancó. Era casi de noche. Habían pasado el día riendo y bromeando sobre los viejos tiempos, luego llorando, para más tarde volver a reír y al cabo llorar otra vez. La visita de Sharon también le sirvió para ver las cosas de forma más objetiva. Holly ni siquiera había reparado que Sharon y John habían perdido a su mejor amigo, que sus padres habían perdido a su yerno y los de Gerry a su único hijo. Había estado demasiado ocupada pensando en sí misma. No obstante, le había sentado muy bien volver a sentirse entre los vivos en lugar de andar alicaída entre los fantasmas de su pasado. Mañana sería un nuevo día, estaba dispuesta a iniciarlo yendo a recoger el sobre que le guardaba su madre.

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