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– Qué te pasa, qué haces.

Entonces se puso de pie y comenzó a desnudarse. Doblaba con cuidado la ropa y la guardaba en el cajón superior de la cómoda. Descolgó luego el mono y se lo puso. Se metió un pañuelo en el bolsillo y se calzó.

– ¿No vas a dormir?

– Tengo mucha faena.

No volvió al Bar Alameda y no me dio ninguna explicación de las causas de su decisión. Pero aquel verano, una noche que estuve con Isolina (yo seguía viéndola intermitentemente y, para dar a nuestra relación un sentido distinto, neutral, me gustaba hacerle algún regalo equivalente al precio de lo que ellas llamaban (el servicio.), ella me contó que Lupi le había pedido a su hermana que se casase con él.

– Sigue tu primo enfadado con Felisa, ¿verdad?

– ¿Qué dices?

– Se enfadó mucho con ella. La llamó perdida, pendón, qué sé yo. ¿No lo sabías?

– No.

– ¿No te lo contó? Es muy cabezón ese primo tuyo, ¿sabes?

– ¿Qué pasó?

– Si lo sabe todo el mundo. Le dijo que quería casarse con ella.

– Ese Lupi es tremendo -dije-. ¿Y ella?

– Vamos -contestó Isolina-. Qué chiquillada, ¿no crees?

Y sin embargo, cuando volví a casa y le vi en el taller todavía, inclinado sobre un motor, tiznado el rostro y las manos manchadas de grasa, a la luz de aquella bombilla solitaria, sentí por él una ternura risueña.

– Qué trabajador.

– Ahora mismo acabo -dijo.

Empezó a limpiarse con unos trapos.

– Oye, Lupi, estuve en el Alameda.

Siguió muy atareado en su limpieza, sin replicar. -Muchos recuerdos de Feli. Te echa de menos.

Pero sin duda mantenía viva su herida, porque me miró a los ojos con gesto adusto.

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