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De nuevo me soltó encima una gran bocanada de humo. Fumaba mucho, pero no tosía jamás. Sacudió la ceniza con precisión.

– Los escritores arañamos la realidad intentando hacer un agujerito. Pero es tan difícil…

Lo decía con falsa resignación. Vieja, decrépita, persistía en ella la llama de una ilusión redentora. Pero lo que unos días antes suscitaba en mí una admiración afectuosa, se convertía ahora en encono, en rencor hacia aquella empecinada pasión que había sobrenadado guerras, exilios, desgracias familiares, que había persistido sobre la misma sustancia de la vida: una pasión que se me presentaba fuera de toda mesura y cuya evidente desproporción eran sus resultados, aquellos libros oscuros, aquellas historias condenadas desde su nacimiento al culto restringido de unos cuantos profesores.

Y, sin embargo, mi encono naciente estaba teñido de envidia. Cuánta fe, pensaba, cuánto glorioso egoísmo, cuánta descomunal confianza en el propio destino. La dejé hablar, hablar. Al cabo, ordenó los papeles y me miró de modo inequívoco. Yo me puse de pie.

– Bueno, le dejo.

– ¿Empezaron ya los ensayos? -me preguntó. Para ella, yo era un artista del teatro.

– En ello estamos -repuse.

Me fui a mi cuarto, pero no quería acostarme, hundirme en aquella siesta compulsiva. Pensé llamar a Ana María, pero tan agrio era mi ánimo que ni siquiera me sentía atraído por la imaginación de su cuerpo. Si sólo fuese su cuerpo, pero era toda ella vista a la luz de esta disposición desengañada. La posibilidad de estar con ella se me aparecía como estar con un duplicado de mí mismo, soportándome doblemente. Y así transcurría aquella tarde cuando llamó Alfonso.

– Es su hermano, de León -dijo doña Ambrosia.

Me acerqué al teléfono. Los olores de la casa estaban concentrados en aquella rejilla y me llegaron repentinos, mezclándose con la voz de mi hermano.

– Qué tal -le dije.

El titubeaba, y advertí que iba a decirme algo importante.

– Es sobre el testamento.

Yo interrumpí la pausa.

– Dime, dime -dije.

– Papá está bastante enfadado. Me imagino que ya sabrás que es ilegal, que no tiene ni pies ni cabeza -añadió. Guardé silencio.

– ¿Me escuchas?

Le dije que sí. Su voz tenía también una tonalidad ligeramente extraña. El pasillo estaba en sombra y, al fondo, tras las cortinas, la urna de la Virgen, con la palomilla de aceite, duplicaba el redescubierto tono ominoso del recibidor, dándole un aire como de vieja capilla, acaso de algún castillo de cuento de miedo.

– Claro.

Recuperó el tono habitual, tranquilo, algo cortante.

– Oye, yo creo que es mejor arreglarlo por las buenas.

Traslucía su desapego. Había sido mi hermano preferido y, sin embargo, el paso de los años había convenido el calor antiguo en un frío en que, a veces, me parecía encontrar incluso huellas de una animosidad incomprensible.

– No me digas que va a pleitear.

– Seguro. No tengas duda -se apresuró a contestar-. Y no tenéis nada que hacer.

Doña Ambrosia estaba espiando tras las cortinas del recibidor, porque se movieron. Estábamos tan acostumbrados a su curiosidad que ya la aceptábamos como si formase parte de la casa, como un detalle más de la decoración.

– Mira, Fonso -le dije-. Yo sólo quiero la casa. Lupi y yo nos conformamos con que nos dejéis usar la casa.

Alfonso siguió hablando con su voz sin estridencias, algo petulante. Qué más nos daba, para qué queríamos la casa si no la podíamos vender, ni hacer nada con ella; por qué encabronar (así dijo él, tan cuidadoso siempre de su léxico) aquel asunto.

– Quiero la casa porque me voy a ir a vivir allí.

Aquellas palabras me salieron de una entraña remota. En lo hondo de aquellas siestas febriles, en que explotaban a menudo viejas imágenes en miles de fragmentos luminosos, como los fuegos artificiales que se desparraman solemnemente en la negrura, había incubado al parecer aquella idea que yo mismo no acababa de reconocer, aquella decisión de la que yo mismo era apenas consciente. Sentí claramente su sorpresa, un silencio tan macizo como un grito:

– ¿Al pueblo? ¿Te vas a ir a vivir al pueblo?

– Eso mismo estoy pensando -repuse.

– ¿Para siempre?

– Hombre, para siempre. Pero claro.

Parece que doña Ambrosia no se enteraba de nada, porque las cortinas se movieron de nuevo y oí sus pasos, las pisadas de sus zapatillas, alejándose por el otro extremo del pasillo.

– Bueno -dijo Alfonso-. No será uno de tus números.

– Mira, Fonso -le dije con paciencia forzada-. Tú díselo, que sólo quiero la casa. Para vivir en ella.

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