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Capítulo veintiocho

El comisario Ansúrez era de los pocos policías que no se sentían intimidados cuando se encontraban en el despacho del juez Arana, pero aun así entendía que muchos inspectores jóvenes, bragados y curtidos en años de lucha contra la delincuencia, no se sintieran a gusto en su presencia.

Carlos Arana, por edad y conocimientos, podría haber estado presidiendo una audiencia o, quién sabe, si en el Tribunal Superior de Justicia o en puertas del Supremo, pero siendo como era soltero y sin responsabilidades familiares, y teniendo perfectamente cubiertas sus necesidades mínimas, había resuelto dedicarse profesionalmente a lo que más le había atraído siempre y en lo que era reputado como uno de los grandes expertos a nivel no sólo nacional sino internacional, el derecho penal, desde un puesto aparentemente modesto de juez de instrucción. Tal vez esa extraña y obsesiva dedicación, unida a sus amplios conocimientos y su carácter hosco, era lo que intimidaba a sus esporádicos contertulios, o tal vez la espartana austeridad de su despacho, cuya única ornamentación, junto al preceptivo retrato del Rey, era un crucifijo desprovisto de todo tipo de adornos, el caso es que incluso el comisario Ansúrez estaba deseando salir cuanto antes de allí.

– Lo siento, señor comisario, pero me temo que su petición de comisión rogatoria es algo completamente inútil.

Antonio Ansúrez asintió con la cabeza. Si Carlos Arana decía que algo era inútil el oponerse no tenía sentido. Así se lo transmitiría al inspector Vallejo, de Personas Desaparecidas, que saltándose las normas de un modo inusitado aunque comprensible tratándose del magistrado Arana, le había solicitado que hiciera él en persona las gestiones pertinentes, gestiones en las que ya le había dicho que no tenía ninguna fe pero a las que accedió para dejar tranquilo a su joven subordinado.

Todo había comenzado con el incendio de la consulta de un odontólogo de la capital, el doctor Iturbe. Al parecer el incendio había sido provocado o, al menos, eso habían alegado los peritos de la compañía de seguros y la correspondiente investigación otorgó la razón a estos últimos.

En un primer momento las sospechas recayeron sobre el propio dentista, pensando precisamente que quizá hubiera provocado el incendio para cobrar las jugosas primas del seguro; sin embargo, pronto comprendieron que las sospechas eran absurdas. El doctor Iturbe no tenía problema económico alguno y su consulta marchaba viento en popa. Era de los odontólogos con más clientela de Bilbao y recientemente había abierto sucursales en otras tres localidades limítrofes. El incendio de la consulta más que favorecerle le perjudicaba ostensiblemente.

Descartadas las primeras sospechas, alguien recordó que el fuego parecía haberse originado justo en los archivos del doctor Iturbe. Dichos archivos habían quedado totalmente calcinados e ilegibles. Tal vez fuera ése el resultado que había buscado el pirómano, pensaron en comisaría, y decidieron abrir una nueva línea de investigación. Afortunadamente, aunque al doctor Iturbe le gustaba tener el historial de sus pacientes en fichas de cartón, para manejarlas mientras atendía a sus pacientes, no era enemigo del progreso y las había informatizado convenientemente. Gracias a eso pudieron acceder a su listado de pacientes e investigarlos. Entre las personas conocidas había cuatro diputados, un consejero del Gobierno Vasco, varios empresarios prominentes, tres líderes sindicales, un obispo y una gran cantidad de deportistas profesionales. Examinados concienzudamente sus historiales no se encontró en ellos dato alguno susceptible de ocultación o de destrucción. Estaba, por tanto, estancada la investigación cuando por casualidad el inspector Vallejo, que tenía a su cargo la búsqueda de personas desaparecidas, tuvo acceso al listado y se topó de bruces con el nombre de Amaia Marquínez.

Aunque la denuncia de la desaparición se había hecho ante la Ertzaintza, los datos de la joven les habían sido transmitidos para facilitar su búsqueda y el inspector Vallejo se había encargado de coordinar los trabajos de la Jefatura Superior con la Policía Autónoma, si bien ninguno de los dos cuerpos policiales habían conseguido nada hasta el momento. Podía ser casualidad o no, pero el historial de la joven era uno de los que se había destruido en el incendio; sin embargo, mientras no se descubriera al pirómano sería imposible saber qué relación tenía con la propia Amaia.

Después de hablar con sus compañeros acerca del caso, y tras consultarlo con sus superiores, el inspector Vallejo encaminó sus pasos hacia el doctor Iturbe. Aunque había quedado exculpado del incendio se había mostrado en todo momento extremadamente nervioso, lo que había sustentado, durante un tiempo, las sospechas policiales. Cuando el inspector Vallejo le citó para interrogarle se derrumbó, no tanto porque el responsable de Personas Desaparecidas ejerciera una presión inconfesable como porque la tensión interna del odontólogo había llegado a su punto culminante.

Tras nuevas protestas de inocencia el dentista confesó su secreto. Él no había sido el autor material del incendio, ni siquiera su instigador ya que le perjudicaba más que le favorecía, como había sido corroborado por las investigaciones policiales, pero sospechaba con cierto fundamento quién era el autor, o mejor dicho, la autora del mismo.

Aquel día, casualmente, se encontraba tan fatigado, entre el trabajo y una gripe galopante que irresponsablemente intentaba curar sin dejar de trabajar, ya conoce el tópico, señor inspector, los médicos somos los peores pacientes, que se quedó en la consulta, descansando, un rato después de que la hubiera cerrado. Permaneció allí una hora más o menos y luego, algo recuperado, bajó a la calle y se introdujo en una cafetería que había enfrente del portal, con ánimo de tomarse un descafeinado bien caliente antes de volver a su domicilio. Se encontraba sorbiendo su taza, mirando hacia la calle, cuando vio pasar una cara conocida. Salió del bar y la vio entrar en el edificio donde tenía su consulta. Al poco rato volvió a verla, esta vez saliendo de forma muy apresurada y, al acercarse al portal, notó primero por el olfato y más tarde a causa del humo, que había habido un incendio. En seguida comprendió que el incendio había tenido lugar en su consulta.

Interrogado sobre por qué había pensado eso contestó que era lógico, ya que hubiera sido mucha coincidencia que apareciera por allí una conocida suya en ese momento, y que no estuviera implicada en el caso, sobre todo si se tiene en cuenta el modo en que se ganaba la vida, ya que esa mujer era una prostituta. Además, por lo que le dijeron más tarde, la puerta de entrada no había sido forzada, y aunque él nunca le había proporcionado copia de sus llaves admitía que había tenido ocasiones propicias para sacarlas por su cuenta.

Si no había dicho nada antes no era por no colaborar con la policía, nada más lejos de su intención, sino porque le hubiera puesto en una situación embarazosa. Ya sabe usted, señor inspector, que estoy casado con una mujer a la que quiero y tengo cuatro hijos a los que adoro pero, claro, uno tiene sus necesidades que no siempre se atienden en casa, mi mujer es una buena mujer, pero ha sido educada en un colegio de monjas y, claro, hay cosas que no comprende y que incluso le escandalizan, que conste que no se lo reprocho, es la única mujer a la que he querido y quiero, pero cuando uno no consigue algo en su propia casa tiene que buscarlo fuera, ¿no está usted de acuerdo?, es una mera cuestión de supervivencia, el caso es que una vez un amigo, con el que juego a menudo al golf, excuso decir su nombre, usted lo comprenderá ya que no viene al caso y es muy conocido en Bilbao, bueno, pues a lo que iba, ese amigo me llevó un día a un club y allí me enredé con una joven, venezolana o colombiana, no estoy seguro, sudamericana, eso sí, y desde aquel día he sido un visitante asiduo del club, uno de ésos que tiene reservados, ya sabe, todo muy elegante, aunque está en una zona muy poco recomendable, pero bueno, uno sabe lo que hace y toma sus precauciones, usted me entiende, entre hombres ya se sabe, no hace falta ser excesivamente explícito, el caso es que fue a esa chica a la que vi entrar y salir del portal el día que alguien incendió mi consulta, comprenda usted por qué he callado hasta ahora, y confío en que todo esto permanezca en secreto, el disgusto que se llevaría mi mujer si llega a enterarse sería terrible y yo no quiero, por ningún concepto, que sufra, además soy muy conocido en Bilbao y aunque quien más y quien menos en los ambientes en que me muevo hace cosas parecidas, si saliera a la luz pública el bochorno y el desprestigio serían inmensos, y tengo cuatro hijos que mantener, espero que lo entienda.

La muchacha era colombiana y atendía al nombre de guerra de Nelly. Cuando la policía se personó en el local en el que desempeñaba su jornada laboral a entera satisfacción de los clientes le dijeron que se había ido, que había vuelto a Colombia, aquí no retenemos a nadie contra su voluntad, dijo el encargado con una sonrisa en los labios, las chicas están contratadas tan sólo para animar a los clientes a que se tomen una copa, usted ya sabe de qué van estas cosas, y si luego, por una de esas cosas que tiene la vida, intiman más profundamente con alguno, es asunto de ellas, nosotros no interferimos para nada, ellas tienen libertad absoluta para irse cuando quieran, no estamos en la Edad Media.

Comprobada esta última declaración se vio que era cierta. La ciudadana de nacionalidad colombiana Noelia Chacón Torres, que en su trabajo usaba el alias de Nelly, había vuelto a su país tres días antes, como constaba en los registros de las líneas aéreas. Enseñada su fotografía al doctor Iturbe éste la reconoció, por lo que no había duda alguna de la personalidad de la viajera. La autora del incendio había vuelto a su país natal.

Más o menos esto era lo que el comisario Ansúrez, a instancias del inspector Vallejo, le había transmitido al magistrado Carlos Arana, con la esperanza de que éste hiciera las gestiones pertinentes ante la judicatura colombiana. El veterano juez de instrucción contaba con cierta bula, de modo que nadie en la audiencia se extrañaba, ni le pedía cuentas, si de repente la factura telefónica ascendía notablemente como consecuencia de llamadas al extranjero. Se sabía que por extravagante que pudiera parecer el hecho siempre estaba justificado por alguna actuación de tipo profesional y que, en ningún momento, utilizaba en su propio provecho o beneficio los medios que la Administración de Justicia había puesto a su alcance.

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